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El marqués de la Ensenada. José Luis Gómez Urdáñez
Читать онлайн.Название El marqués de la Ensenada
Год выпуска 0
isbn 9788416876068
Автор произведения José Luis Gómez Urdáñez
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
Si Ensenada fue más que un ministro es porque supo rodearse de una red clientelar muy extensa y variada. Los ensenadistas le llamaban «jefe», el mote cariñoso era el Amigo, también le llamaban Tinto y se referían a él por escrito como B, quizás por la inicial de su apellido Bengoechea, o porque su firma contenía un rasgo que parecía la letra b. En el retrato más conocido, el de Amigoni, aparece con buena figura y cara pálida, pero le llamaban Tinto porque su tez era muy oscura y, además, era bajito.
Los elogios a su persona fueron muy abundantes. Citaremos algunos: simpático y jovial, oía más que leía —tenía más de 4000 libros, pero su casa era conocida por los muchos invitados que cenaban allí, en las célebres cenas de don Zenón—, tenía ese carácter abierto y franco para la amistad que todavía caracteriza a los riojanos, a los hombres de las tierras con vino. Él mismo intentó hacer una bodega con cargo a la Real Hacienda en Lantadilla para surtir de vino a la corte (en palacio se bebía champagne y vinos franceses) y hasta se preocupó de mejorar la exportación de vinos a Inglaterra durante la neutralidad.
Era tesonero y astuto, pero no desconfiado. Llegó a ser inmensamente rico y sobresalió siempre por el lujo de su atuendo y de su casa, pero no fue un atesorador, ni permitió la adulación. Fue siempre magnánimo con quienes le sirvieron, quizás porque supo que una buena bolsa era un seguro de fidelidad. Pero nunca cayó en el nepotismo: «no saca la cara por sus parientes, ni hasta ahora ha hecho por ello cosa alguna», le dijo el padre Rávago al cardenal Portocarrero. Fue adicto al «brazo jesuítico», mas un pasquín decía: «Parecía buen católico, pero no se le conoció confesor».
Pero no todo fueron elogios. Desde luego no hay que esperarlos del duque de Alba, «cuyo mal corazón igualaba a su gran talento», según dijo el conde de Fernán Núñez, o del conde de Aranda, que al final acabó aborrecido por su soberbia; tampoco de aquellos nobles cortesanos a los que les recortó sus sueldos y sus privilegios en la corte, ni del embajador Keene, que le insultó hasta la saciedad retratándolo como «enemigo de Inglaterra» y que sentenció que no le volvería a ver hasta el valle de Josafat.
Se hizo grandes enemigos que le odiaron toda la vida, pero Ensenada gozó de los dones de la amistad. Uno de sus mejores amigos fue Jorge Juan, el marino matemático, hosco con todos, pero íntimo del marqués. También fue amigo de Grimaldi, del que, aun estando desterrado en Medina del Campo, pudo despedirse cuando este salía de España en 1777. Y también conservó de por vida la amistad con Manuel Ventura Figueroa, su querido gallego que llegó a ser gobernador del Consejo de Castilla, sucediendo a un humillado —una vez más— conde de Aranda. Su gran hechura fue el bilbaíno Ordeñana y su hombre de más confianza el jesuita padre López, así como su criado Rosellón. Tenía amigos y confidentes en toda España y en el extranjero. Los intendentes eran hechuras suyas, como los agentes del Real Giro, o parte del personal de las embajadas, quienes tenían con él una correspondencia paralela a la oficial que mantenían con Carvajal. Conocía tanto la corte de Versalles —por la mismísima duquesa de Pompadour, una inteligente mujer amante de Luis xv— que sabía el grado de venalidad de los ministros, como le demostró al duque de Huéscar, describiéndole a cada uno. Sobornó, pero no fue sobornado. Manejó la bolsa con esplendidez, pagó ya a un periodista de la Gaceta de Berna para que la prensa hablara bien de sus logros políticos, e incluso sobornó al nepote del Papa para lograr el concordato. En las instrucciones a Ulloa, Juan y otros viajeros por Europa, Ensenada dejaba claro lo que tenían que decir sobre los puntos estratégicos —América, dinero, proyectos, etc.— según estuvieran en una u otra corte, así como lo que tenían que observar. En esto nadie le dio tantas satisfacciones como el espía Jorge Juan cuando estuvo en Londres. Como Felipe ii, sin moverse de la corte, conoció el mundo (lo que le interesó de él).
Entre las mujeres gozó de estimación y fue bastante mujeriego, siempre estuvo muy cercano al personal femenino de la corte, a la marquesa de la Torrecilla y a la de Salas, la de Torrecuso, etc. Cuando fue nombrado ministro en 1743, se pensó que las cortesanas habían influido en Isabel de Farnesio y así lo comunicó a su corte el embajador francés, que ya antes había dicho: «aspirará a puestos elevados disputándoselos a los Grandes». En cuanto a sus amoríos, un marido estuvo a punto de pillarle con su mujer en Granada, mientras un año después lo encontramos en El Puerto de Santa María manteniendo un cortejo. Pasaba ya de los cincuenta años.
Pero además de Ensenada está el ensenadismo, que es lo que verdaderamente agiganta la dimensión política del marqués. Es todo un proyecto político con los valedores y ejecutores en los puestos estratégicos, incluida una formidable red de espionaje en media Europa, de la que Jorge Juan, con sus andanzas en Londres, es el más brillante ejemplo. El proyecto se desplegaba desde los ministerios a los intendentes, los generales, los factores del Real Giro —el banco de pagos en el exterior creado por Ensenada— y a toda la red de personal técnico al servicio de la Corona. Primero, Hacienda, de la que dijo no entender una palabra, pero que era la clave de todo proyecto. «El fundamento de todo es el dinero», afirmó. De esa máxima deriva el catastro, una idea que no pertenece tanto a una presunta filantropía como al convencimiento de que eran los ricos los que debían pagar, pues los pobres no tenían. Así, la Monarquía no podía ser rica y los proyectos quedaban empantanados. El catastro fue un poderoso instrumento antiseñorial, causa de que los Grandes intentaran paralizarlo en cuanto se dieron cuenta del peligro, lo que obviamente consiguieron haciendo caer al marqués. Los ricos nunca han pagado impuestos en España.
Luego, la construcción naval: sin una poderosa Marina no se podía mantener un imperio al otro lado del mar, menos teniendo ya en el horizonte la enemiga abierta de Inglaterra, lanzada a la conquista de mercados ultramarinos y fuentes de aprovisionamiento de materias primas. Pero también había que reformar la relación con América, acabar con el monopolio de Cádiz, aunque esto quedará para más adelante. La reforma del Ejército, para hacerlo menos costoso, completaba su visión de la estrategia. Francia tenía el mejor ejército de tierra de Europa y Ensenada nunca pensó en romper el pacto de familia. Esto le ganó fama de adicto a Francia y enemigo de Inglaterra, pero su «afrancesamiento» solo era —como casi todo en su vida— un cálculo frío de sus posibilidades. El dinero, la bolsa siempre dispuesta, para pagar a los mejores —desde científicos a constructores navales ingleses—, pero también para sobornar al nepote del papa —como tuvo que hacer para lograr el concordato más regalista en siglos—, fue marca de la casa, junto con una alta dosis de crueldad, como la que empleó con su «amigo» Macanaz, con los cabezas del motín de Caracas, o con los gitanos, a los que intentó exterminar: la página más negra de su biografía. Nunca consideró que debía cambiar de opinión, pues pensaba que los enemigos lo tomarían por «inconstancia de ánimo». Fue por eso el gran déspota.
Tenía muchos amigos intelectuales que reflexionaban sobre el gobierno y habían escrito abundante literatura política —Carvajal leyó a Montesquieu y estaba suscrito a la Enciclopedia; incluso escribió un par de textos políticos—; pero Ensenada no tenía grandes concepciones ideales sobre la finalidad global de su actuación política. Pragmático y calculador como todos los déspotas, no podía concebir un proceso de cambio articulado en torno a principios y etapas. Cuando dijo «busco dinero y fuerzas de mar y tierra y no teologías», definió a la perfección su concepción del gobierno.
No tuvo preocupaciones sociales y políticas que pudieran alterar las estructuras de un Estado todavía enano, ni un ideario preconcebido, como lo prueba el desorden de sus ideas en las Representaciones que dirigió al rey. Como sus antecesores, Patiño y Campillo, comprendió que la solidez de las viejas estructuras políticas