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de «colocar» a sus hijos, una pieza más en la idea farnesiana de engrandecer la Casa de Borbón. Pero hasta la muerte de Felipe v, que iba a tener lugar tres años después de su nombramiento, el ya ministro Ensenada se fue difuminando, pues en la domus regia el dominio lo ejercía el valet de la Farnesio, el marqués de Villarías, Sebastián de la Cuadra, con sus vizcaínos. Por eso, los primeros pasos del ministro fueron los de un cortesano prudente, grato y trabajador, humillado ante sus «amos», gestos que quedaron incorporados para siempre a sus «maneras».

      Cuando recibió en Chambéry —la capital de la Saboya histórica, donde se encontraba el ejército del infante Felipe— la noticia de su próximo nombramiento, nada menos que ministro de cuatro secretarías, adelantada por el marqués de Scotti, secretario de Isabel de Farnesio, Ensenada escribió varias cartas apresuradamente dando cuenta de una extremada resistencia al nombramiento; una de ellas era para Scotti (22 de abril de 1743), al que le decía: «yo no entiendo una palabra de Hacienda; de Guerra, lo mismo con corta diferencia; el comercio de Indias no ha sido de mi genio, y la Marina en que me he criado es lo menos que hay que saber para lo mucho que la piedad de los Reyes quieren poner a mi cargo. Agrégase a esto la cortedad de mis años, pues algunos me faltan para cuarenta…» (el marqués se quitaba años, pues tres días después cumplía 41).

      Las pruebas exageradas de humildad sobrepasan las tradiciones cortesanas y se repiten a lo largo de su vida —el En sí nada—; quizás responden a un rasgo de su carácter, pero seguramente se trata de una reacción espontánea de quien procede de una baja extracción social y se siente orgulloso de ser elevado por sus propios méritos, que disminuye para que otros los ponderen más; en todo caso, sus pruebas de humildad están siempre acompañadas de referencias de apasionada entrega a los reyes. Veamos otro ejemplo en la siguiente carta a Villarías: «En continua vigilia estoy luchando con la reflexión de las grandes honras y confianzas que debe mi pequeñez a la piedad de los Reyes, la de mi imposibilidad de desempeñarlas, y la de apartarme de los pies de un Amo que idolatro, y a los que había hecho ánimo de morir, cuya esperanza no he perdido, y este es el único consuelo que experimento en mi pena». El marqués era barroco en todo.

      Tras recibir el nombramiento oficial el día 25 de abril de 1743, Ensenada se puso en camino al día siguiente, a la una del mediodía. El viaje fue rápido, pues el 8 de mayo fue recibido por los reyes en Aranjuez. Detalló el gran momento en una carta de ese mismo día a su fiel Ordeñana. Todo el mundo lo celebraba, «la Reina nuestra Señora lloraba de gozo». Ensenada comenzaba así la vida en la Corte, dedicado a su mayor preocupación por el momento: encontrar dinero para pagar la guerra, respetando el terreno de Villarías, muy ocupado en esos momentos con las siempre difíciles relaciones con Francia.

      Con la guerra en Italia provocando constantes tensiones entre las tres casas de Borbón reinantes, Villarías y el embajador en París, el marqués de Campoflorido, habían logrado firmar el tratado de Fontainebleau en octubre de 1743. Era un nuevo pacto de familia que volvía a ratificar la sumisión de los intereses españoles a Francia. Su ambigüedad en temas como la seguridad del rey de Nápoles, o la restitución de Gibraltar, había sido advertida por el propio Villarías, que, ante el resultado final del tratado, culpaba a Campoflorido de no haber cumplido las instrucciones que se le dieron. Para Ensenada, que ya conocía las trampas del mundo diplomático, no tenía tanta importancia, pues sabía que el definitivo tratado de paz al que aspiraban —que al final se firmó en Aquisgrán, en 1748— solo se lograría cuando Inglaterra y Francia quisieran y con las cláusulas que quisieran, como así fue. La España discreta no podía exigir nada en la mesa de las negociaciones; para hacerlo era necesario aumentar su prestigio y su Ejército y su Marina, como pronto representará el marqués al próximo rey, Fernando vi.

      Tras el pacto, Ensenada comenzó a intervenir en los asuntos de Villarías cuando peligraba la Hacienda, pues la guerra lo consumía todo. Ante el riesgo de una nueva bancarrota en 1744, no dudó en reaccionar acusando abiertamente al odioso embajador de Luis xv, el obispo de Rennes, ante el propio Villarías: «yo no puedo conformarme con las máximas del obispo de Rennes, porque daré de costillas con la Hacienda y por consecuencia con el servicio del Rey, porque aunque es cierto que cualquiera en mi lugar hará más que yo con la Hacienda, también lo es que yo a lo menos no comprendo la forma de llevar adelante los empeños de la guerra sin los auxilios extraordinarios de que me priva el obispo de Rennes.»

      Ensenada era tildado de francófilo, pero sus relaciones con la Corte francesa fueron muy malas al principio a causa de la antipatía del embajador obispo —«tiene odio a mi persona», declaró Ensenada— y del sesgo antiespañol del gobierno de Argenson, que se manifestaba en la exhibición del poder de Francia en Madrid, en la embajada, donde se conspiraba abiertamente a la espera del próximo deceso de Felipe v y la llegada al trono de Fernando vi. Por eso Ensenada dirá: «el obispo de Rennes aspira al concepto, en el común de las gentes, de que él solo es el verdadero ministro de esta Monarquía»; sin embargo, aunque el ministro afirmará unos años después «con la Francia no urge otro paso que el de la disimulación», la historiografía le seguirá reservando el cliché de francófilo.

      Ensenada comenzó a mostrarse más activo en política exterior cuando supo que se había firmado el pacto de Turín, el 25 de enero de 1745, pues ponía en peligro las aspiraciones del infante Felipe. Ahora no le importó entrar en el terreno de Villarías, pues ante todo estaba la Farnesio y sus intereses. Sabía de la hostilidad del ministro Argenson, por lo que escribió a Campoflorido recomendándole que se apartara de él —«sus influjos nunca serán favorables a España»— y comenzara una negociación secreta directamente con el rey «de manera que ese ministerio, ya que se cree se oponga a esto, no lo entienda hasta que esté todo ejecutado». Conocedor de las escasas dotes del embajador, el marqués utilizó todas las expresiones posibles para advertirle de la importancia de seguir adelante con el proyecto de colocar al infante: le expuso con detalle la situación general y el desprestigio en que quedaría España ante los enemigos en caso contrario y le advirtió de que «en ello hará un servicio al rey de los que s.m. acostumbra a premiar». Pero Campoflorido fracasó. En la carta de respuesta transmitía a Ensenada el desinterés de Luis xv, que se escudaba en que apoyar al infante como duque de Milán era «un paso anticipado sin haber conquistado la Lombardía», lo que tal y como iba la guerra en los escenarios europeos entre austriacos, franceses, holandeses, prusianos —empantanados los ejércitos en una guerra de desgaste de todos contra todos— y conociendo las intenciones de Francia de llegar a una paz por separado —abandonando a España una vez más, con grave riesgo en el Atlántico ante el poder de los ingleses—, convenció a Ensenada de que por ese camino no había esperanza y que era mejor una paz cualquiera que fuera.

      Los fracasos de la guerra, con riesgo real para la Hacienda y para el propio Ejército, de cuya desorganización se quejaba constantemente su general en jefe, el marqués de la Mina, y los desprecios del ejército francés obligaron a Ensenada a buscar una salida decorosa y por eso envió al duque de Huéscar a París como embajador extraordinario. «Va a ver si puede remediar el daño con que nos han amenazado», le dijo Ensenada a la marquesa de Salas (4 de febrero de 1746), aunque quizás Ensenada solo quiso desairar al fracasado Campoflorido enviándole un duque, o incluso paralizar cualquier negociación abierta, pues eran conocidas las escasas dotes de Huéscar, de quien Argenson dijo con frivolidad: «Va al baile de la ópera y se levanta muy tarde, aprovecha el Carnaval».

      Para entonces, Ensenada ya había enviado al abate Grimaldi a Génova y luego a Viena con la secreta misión de tantear las posibilidades de paz con Austria. Las relaciones internacionales se reducían cada vez más a los campos de batalla, donde la situación era desesperada. Montemar veía claramente el fracaso y así se lo decía a Ensenada: «Para lograr por la fuerza el establecimiento deseado del señor Infante eran necesarios grandes ejércitos en Italia, repetidos buenos sucesos», pero con agudeza reparaba en «los inmensos caudales que en ella (la guerra) se han consumido y con conocimiento de que nuestros aliados, aun en las negociaciones, mirarán por sus intereses, omitiendo nuestras pretensiones» (9 de marzo de 1747). El viejo Montemar acertó de pleno.

      Pero a Ensenada también le interesaba mantener la alianza militar con Francia hasta la paz que ya se barruntaba y tantear otras posibilidades a sabiendas de que llegadas las negociaciones primarían los intereses de

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