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dón­de y cuánto te estaba que­riendo, Margarita mía, no te mue­vas, Margarita, Mar­garita, amor mío, por fin, sé que te he es­­perado, que la espera valió la pena aun­que ni siquiera en es­te mi­nuto de maravillas me atre­va a expresar en pa­la­bras lo que estoy sin­tien­do por dentro, todo esto tan lindo que pasa por mí, no te muevas Margarita, no me toques la ca­ra, amor mío, no hagas nada, Mar­ga­ri­ta, que de repente me pongo a ha­blar y te digo todo esto, cuando quizás otra vez he llegado tar­de y ya tienes un hombre que duerme contigo en las noches, Mar­­garita mía, querida Mar­ga­ri­ta, me quieres mucho, poquito y nada, Mar­ga­ri­ta, me quieres mucho-poquito-nada, no sus­pi­res Margarita.

      − ¿Por qué te cortaste la barba?

      Rafael suspiró fuerte, cambió el aire de los pul­mo­nes soltando briz­nas de amor por todas partes, in­ter­cam­biando el aire propio con este mundo de la casa de Mar­ga­rita.

      − Por razones de seguridad.

      Y entonces ella se hizo hacia atrás y lo miró son­rien­­do, como si no enten­die­ra nada, arrugó los ojitos verdes y re­pitió la misma frase, pero dando to­no de pregunta, sin sol­­tarle la ma­no, percibiendo que en esos ojos serios ha­bía miedo.

      − A ver, a ver, amigo mío. Parece que esto va en serio. Va­mos a con­­versar lar­go, porque hay mu­chas cosas que no en­tien­do con faci­lidad. ¿Te sirvo algo, un ca­fé, un trago? ¿Quie­res fu­mar?

      Nada, no quería nada, nada más que seguir con ella has­ta que el mun­do estallara en pedazos, que todo lo de­más se fue­ra a la misma mierda, el Par­­tido, el General, los agentes, pe­ro ella encendió un ci­ga­rrillo y se paró para acer­car un ce­ni­ce­ro.

      En ese mismo momento se interrumpió la tras­mi­sión musical y un so­lemne lo­cutor anunció que pasaban a in­­te­grar red nacional de radios y de te­le­­vi­sión.

      Margarita se quedó de pie y Rafael puso atención a la radio.

      DOS

      − Aló, ¿Javier? Anoche detuvieron a Ismael.

      Parece pleno otoño, no por la fecha, sino por el cli­­­­ma. Un po­co de viento a ra­tos, nu­bes que van y vienen, una más negras que otras, instantes de lumi­no­sidad plena, calor, mu­­­cho calor y una hu­me­dad terrible. Un día abo­chor­na­do, de esos en los que resulta im­po­si­ble caminar tranquilo por las ca­lles del centro, con todos los transeúntes más ner­viosos que de cos­tumbre y un am­bien­te que mezcla las frus­tra­cio­nes, el de­sá­nimo, el desconcierto y la hu­medad.

      Antes no era así el clima en esta época. En mu­chos as­pec­tos las co­sas habían cambiado, pero sobre todo por la hu­medad, no­ve­do­sa y aplastante, que agita el pecho más de la cuenta y moja todo el cuer­po. Antes había un cli­ma más se­co y con viento. El clima empezó a cam­­biar con la sequía de los años se­senta y siete y sesenta y ocho, hasta llegar a este absurdo gi­gan­tesco en el cual no se sabe si es pri­mavera o es otoño o simplemente un in­vier­no de Sao Paulo. Más de al­guien, pien­sa Javier recordando a los otros abogados de la ofi­ci­na, re­pite con majadería que todas las co­sas ma­las se iniciaron en esos mis­mos años del gobierno de los demócrata-cris­tia­nos y bajo el hálito de la re­vo­lu­ción cu­ba­na, la sequía y la reforma agraria.

      Cuando hace tanto calor, con tanta humedad, lo que corres­pon­de es sa­carse la cor­bata, abrir los botones de la ca­misa, salir por el ascensor de ser­vi­cio y alejarse del cen­tro a to­­da velocidad, hasta llegar a To­balaba, tomarse una cer­veza he­lada, fumar un cigarrillo a la es­pera de que el sol se ponga en la ciu­dad, porque allí, en esa esquina de To­ba­­la­ba y Pro­vi­den­­cia se podrá sen­tir el viento, tibio pero viento, mirar las ho­jas y las personas y soñar que el mundo es al revés y esto no es pri­mavera ni otoño o es primavera de antaño u otoño del fu­tu­­ro, épocas todas en las que Ismael no estará detenido.

      − ¿Me oíste, Javier? Detuvieron a Ismael.

      Cuando hace este calor, con humedad por aña­didura, los pan­talones de me­dia estación se convierten en pa­ñetes absorbentes en­tre la piel y el cue­ro sintético del si­­llón. Si acaso son las dos y cuarto de la tarde sin al­­mor­zar, todo pa­rece peor, las cosas se hacen in­creí­bles, la gente pa­re­ce ver­­da­­de­ra porquería caminando por las calles, todos lle­nos de deu­­das por radios y te­­le­visores a color, sin que nada le im­por­te a nadie, sin que se sacuda el ho­ri­zon­te, sin que haya viento su­fi­­cien­te para llevarse las nubes y las ma­las no­ti­cias, todos ca­mi­­nando allá aba­jo, como hormigas en un día depresivo, sin au­tos por Ahumada, ti­pos de ma­le­tines negros y bigotes re­cor­ta­dos, otros con za­pa­ti­llas y ca­sa­cas li­vianas, todos sintiéndose im­­portantes, mientras que, gra­cias a que no hay autos ni mi­cros por Ahumada, el aire es más res­­pi­ra­ble que en otros sec­to­res del centro y el ruido es dis­tinto, porque in­cluso es po­si­ble a al­gu­nas horas escuchar al ciego que canta acom­pañado de su violín de lata. Ahora sólo hay un rumor húmedo y can­sa­do.

      − ¿A qué hora fue?

      Como si importara algo la hora, como si eso pu­die­ra hacer variar las cosas. Era só­lo una manera que tenía Ja­vier de hacer saber a Ramón que ha­bía es­cu­chado per­fec­ta­­men­te. Po­dría haber preguntado cualquier otra cosa, co­mo por ejem­plo por qué, quién lo hizo, si mos­tra­ron una orden, dón­de lo lle­va­ron, pero también sus palabras ha­brían so­na­do ab­sur­das. Co­mo si acaso a todas estas hormigas que veía desde su si­llón, bajo las nubes e in­mer­sas en el calor, les importara algo, ca­da uno con sus propios pesares o sin pensar en nada, mien­­tras una escritura de compraventa espera revi­sio­nes en la me­sa de Javier. ¿Qué se pue­de decir cuando no hay nada que ha­cer ni que decir? ¿Qué se puede decir cuando una lla­ma­da anun­cia que Is­mael fue detenido?

      − A las tres de la mañana.

      − ¿Puedes venir a la oficina? Ahora, te espero.

      Javier quedó solo, echado en su sillón con­for­ta­ble de cuero sinté­ti­co, res­pal­do al­to, reclinable, con ruedas, un ver­dadero placer para él, pese a que era un sillón muy in­fe­rior al que habían elegido los otros abogados de la ofi­­ci­na, quie­nes preocupados por la estética y sus dolores en la co­lum­na es­co­gie­ron sus asientos sin fijarse en el costo, que era lo úni­co que a él le in­te­re­sa­ba. Cuando lo giraba levemente hacia la izquierda po­día mirar por la ven­ta­na, ver la calle y las hor­mi­gas como hombres u hombres como cual­quier co­sa ca­mi­nan­­do en la hu­medad que a él lo tenía aplastado, con un ago­ta­mien­to brutal so­bre su cuerpo y su espíritu, con un calor pe­sa­do, el hambre de las dos y cuar­to y la noticia, la noticia temida.

      Todos sabían que Ismael iba a ser detenido, antes o des­pués, pero lo iban a de­te­ner, algún día tendría que suceder, ine­vitablemente, pero, ¿por qué mierda en un día como és­te, de tanto calor y tan malos presagios?

      El lo sabía, lo sabía también Ramón y sin embargo su voz había so­na­do sor­pren­di­da.

      ¿Sorprendida?

      No, la voz de Moncho había sonado alar­ma­da, de­ma­­sia­do alarmada pa­ra ser la voz de Ramón, que era tranquilo y mesurado hasta cuando le pa­sa­ban las peores tragedias.

      Aun tiene tiempo Javier para terminar el trabajo pen­­dien­te o ba­jar a comer al­gu­na cosa rápida, pues Ramón de­mo­rará unos vein­te minutos en lle­gar. Pe­ro sabe que no ha­rá na­­da, que dedicará to­dos sus minutos a pensar en Is­mael, en tra­tar de entender por qué él ha­­ce lo que hace, cómo fue po­si­ble que llegara a lo que llegó, a meterse con esos grupos y to­mar opciones tan ex­tre­mas, a repetir con seriedad inau­dita su jus­tificación para la vía ar­ma­da, en sus largas y cada vez más dis­­tan­ciadas sesiones de chiflota.

      Caminó

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