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de detención o de vio­­laciones a los derechos hu­manos. Bue­no, nada es mu­cho de­cir, pero se desenvuelve torpemente en esa área, porque su tra­bajo siempre ha si­do otro y por algo hay especialistas en ca­da tema. Sus amigos re­cu­­rren a él para cualquier co­sa, para to­dos sus problemas, de cualquier na­tu­ra­leza jurídica, siempre ha sido así y no tendría por qué ser dis­tinto ahora o en el fu­tu­ro.

      Javier deja que los minutos transcurran y es arras­­tra­do por el so­por y una especie de cansancio del es­pí­ri­tu, no se da cuenta que ya debería ha­ber hecho algo, ya de­be­ría haber llamado a cual­quie­ra de sus amigos, ya de­be­ría estar ha­­cien­­do indagaciones o llamar a la Ber­nardita, porque ella es­tá en con­tacto con los curas y sabe cuá­les son los pa­sos a se­guir, conoce lo de la Vi­ca­ría y todo eso con mucha pre­ci­sión o cuáles son las puer­tas que él, con tantos ami­gos en el gobierno sin ser gobiernista, tiene que golpear, pe­ro en lugar de eso si­gue pen­san­do en que esta angustia de calor, tristeza y hu­me­dad sólo se le va a pa­sar cuando se tome una cerveza helada en Pro­videncia con Tobalaba, tal vez en el mis­mo Kika de hace tan­tos años donde, por la mierda, mier­da, iba con Is­mael que aho­ra está sa­be Dios dónde, para así, con la cer­ve­za helada y el vien­tecito que se levanta, pueda con­ven­­cerse que el mun­do es­tá tranquilo, que Is­mael no ha sido detenido y posiblemente es­ta no­che jueguen a los naipes, pero la verdad es que han pa­sado doce horas desde que Is­mael fue de­te­ni­do.

      Algo tiene que hacer, no sabe qué y prefiere es­pe­rar has­ta la lle­ga­da de Ramón, pa­ra pensar juntos buscando so­luciones, como lo han hecho tan­tas ve­ces en la vida, en­con­tran­­do salida para todo por­que en la vida todo tie­ne so­lución. To­do, había dicho Ismael esa no­che de tantas cervezas, pero las so­­­lu­ciones no caen del cielo ni llegan sólo porque uno pien­sa en ellas, vie­jito, si­no que se construyen y aquí y con la vo­lun­tad, la inteligencia y especialmente aho­ra, con la fuerza, con los fierros, con los fierros, viejo, por­que hace mucho rato que se ce­rraron los otros caminos. Todo tiene so­lución y hasta la muer­te, agre­­ga­ría Rodrigo, para hablar de los avances cien­tí­fi­cos, de la ingeniería ge­né­ti­ca y de todas esas cosas que eran un desafío enorme a su men­te científica. Es­pe­raba la llegada de Ramón, sos­pechando que les pasaría lo de tantas veces: Ja­vier se pondría a recordar, a recordar un pa­­sado en que fue in­tensamente feliz, el pasado del Colegio, de las aven­tu­ras, de las ca­rre­ras por los pasillos del se­gun­do piso compitiendo con el her­mano Estanislao −hermano Volvo le de­cían− que, in­mer­so en el mundo de su arterioesclerosis, leía el breviario ca­mi­nan­do a to­da ve­locidad, ace­lerando en las rectas y ronceándose en las esquinas. Re­cor­dar con los amigos le revive el co­ra­zón y la risa se le aloja en los ojos, pues reaparecen to­das esas historias que a ter­ceros sólo se pueden contar cuan­do han pa­sado muchos, muchos años.

      Se pone en cuclillas frente al es­tan­te para abrir la co­rre­de­ra, tras la cual hay un mar de papeles que Ja­vier mi­ra, se­guro que allí se aloja un enor­me pedazo de historia en­ce­rra­do en una caja de car­tón. Por allí, por acá, saca y saca, en­su­ciando las manos con trozos del pa­sa­do y olor a polvo, re­co­no­ciendo que no sabe lo que busca, qué es pre­ci­sa­­mente lo que, en esta tarde en que Is­mael está detenido, espera en­con­trar, intuyendo que allí puede estar la clave de la liberación de su ami­go, la li­beración defi­nitiva de todas esas re­des en las que es­tá cautivo. Cuan­do en­cuen­tra la caja gris de cartón (“re­cuer­dos per­so­na­les”, dice la or­denada letra de Marisa) se in­tro­duce vo­raz en las nostalgias y por pri­­me­ra vez en mucho tiempo des­cuida su impecable pan­­talón maren­go que se marca con pol­vo.

      Van saliendo los papeles, uno tras otro, ama­ri­llo­sos, des­coloridos, llenos de historia personal, diplomas de me­jor compañero, car­tas que cir­cu­la­ban en clase de inglés bur­lán­dose de la voz aguda del pro­fe­sor, anotaciones de química, dos o tres poemas de Jaime, la foto de pri­me­ro, la foto de la des­pe­dida de los sextos en la que es­tán tam­bién la Ber­nardita y la Ca­talina.

      Catalina. Catalinda.

      Pasan los papeles por su mano y las imá­ge­nes por la me­mo­ria, has­ta que de pronto aparece la foto que tomó el Pa­dre Jaime luego de la reu­nión de la Academia Literaria: los cua­tro, Ra­món, Javier, Is­mael y el Negro Con­cha. Ja­vier el más al­to, delgado, más del­ga­do que aho­ra, patillas largas, la cor­ba­ta suel­ta, estatura de adul­to ya conseguida, la mirada sonriente y ca­riñosa, co­queto tal vez. Ja­vier sabe que ahora, casi veinte años después, sigue atlético y buen mo­zo. Se sabe atractivo y se cui­da, gimnasia, tenis, buena ropa, pocos exce­­sos permitidos, pei­nándose con calma cada ma­ñana después de afei­tar­se. Tal co­mo a los 17. Sujeta la fotografía y mantiene la vista fija en el pa­pel im­pre­so, como si esa fuera la llave maestra para in­gre­sar a un pa­sa­do que ca­da vez parece más hermoso, sobre todo aho­ra, en este día hú­medo y ca­lu­ro­so, so­bre todo cuando en­ci­ma de la mesa hay una es­cri­tu­ra que espera co­rrec­ciones, so­­bre todo cuando se sabe exi­to­so abo­ga­do lleno de honores, re­dac­tando es­cri­tu­ras de compraventa y for­mu­la­rios de con­tra­tos para una empresa cons­truc­to­ra de amigos con­quis­ta­dos en los últimos años. Por un mo­men­to Javier no ve más que su pro­pio re­tra­to en la fotografía, per­ma­ne­ce en silencio con la son­ri­sa en los labios, mirándose fino y fuerte, elegante, con los ojos un poco hundidos en sus oje­ras heredadas del abuelo ma­ter­no. Era el más alto del curso, exce­len­te atleta, buen de­por­tis­­ta, estudioso, or­de­na­­do, ideal amigo de muchos, más de una vez calificado de “mejor com­pa­ñe­­ro”. Pe­ro jamás líder. Tran­qui­lo y si­len­cio­so muchas ve­ces, no era el centro de las fiestas, aun­que más de alguna vez to­dos lo mi­raron en si­lencio mien­tras tocaba la guitarra pa­ra cantar suavecito las canciones de Ada­mo. Sonríe al pasado, con el pantalón sucio y des­cu­bre, al ver los rostros de sus compañeros, que ese pasado está vivo, que se olvidó de las hor­migas in­di­fe­rentes que circulan por las calles bajo el calor y la humedad del oto­ño.

      En­fras­cado en este mundo de felicidad, no sintió en­t­rar a Marisa.

      − Javier, lo busca su amigo Ramón.

      Entró Ramón, apurado y calmoso a la vez, en una mez­cla inal­can­za­ble para los ti­pos comunes y corrientes, in­quie­to en los ojos, desordenado en la ropa, trans­pirando co­pio­sa­­men­te, la barba rala, la casaca en la mano y miró con sor­pre­sa el espectáculo de su amigo abo­gado sentado en el suelo de la ofi­ci­na, entre papeles, fotos y medallas, un poco ridículo, co­­mo los dos se die­ron cuen­ta, metido en el pasado irres­pon­sa­ble de la adolescencia cuando en es­te presente están pasando tan­tas cosas.

      − Hola, Monchito.

      Como todo saludo Ramón estiró su brazo para que Ja­vier pudiera le­van­tar­se, de­jan­do en el suelo todo un de­sor­den esparcido, como si así debiera es­tar el pasado cuando el pre­­sente es tan dramático.

      − Detuvieron a Ismael, di­jo Ramón, como si fuera lo único que sa­­bía decir, de­ján­dose caer en un si­llón.

      Javier acusó el golpe y regresó al presente y a la hu­­me­dad, po­nien­do la ca­ra seria y bajando un poco los ojos fue a sentarse frente a su ami­go, ami­go del alma y de toda la vida, que junto a Ismael había sido parte de su his­­to­ria y repitió men­­tal­mente la frase de Ramón, pensando que ahora no po­día pre­guntar por la hora de la de­ten­ción porque ya la sabía y no se atrevía a de­cir nada, porque en realidad quería escuchar de la de­tención de Ismael, pa­ra lue­go pensar, pensar juntos para en­contrar las soluciones. Y pen­san­do en la mis­ma frase de sa­lu­do, “detuvieron a Ismael”, se sentó dando la cara a Ramón.

      − Putas madre, Moncho...

      − Si, compadre, lo detuvieron, esta mañana, a las tres.

      Se

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