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es­tar dete­nida.

      Se detuvo y vol­vió la mirada ha­cia la plaza, con un sen­­timiento de des­pedida y una ac­ti­tud des­concertada. Su im­pul­so era re­gresar, instalarse en un banco, levantar tien­da, abri­garse de recuerdos, acomodarse y es­ta­ble­cer un ho­­gar, su pro­­tección, porque allí estaba ese hogar de sus an­sias de vivir, de sus amo­res, de su frustración.

      De sus frustraciones.

      Entonces, recordó a Margarita.

      Margarita era la eterna frustración de Rafael. Se ena­­moró de ella cuan­do nin­guno es­taba en edad de ena­mo­rar­se y tampoco él supo poner nom­bre a ese sentimiento que le era nue­vo, pero sí que, a partir de entonces, lo que más quería en la vida era verla to­dos los días, admirarla con su pe­lo negro y sus ojos verdes, jugar a cualquier cosa para per­­ma­necer a su la­do, aunque afue­ra los demás niños de siete años como él es­tu­vie­ran jugando al fútbol, su pa­sión más enorme hasta aquella tar­de en que Margarita apareció por el ba­rrio. Poco después de su llegada, Rafael supo que era sólo un día mayor que su ami­­ga, lo que interpretó como un sig­no mágico de una unión que de­­be­ría per­du­rar para siempre, sin saber entonces Rafael que las mujeres jó­venes siempre se enamoran de hombres ma­yo­res y nunca de los de la mis­ma edad. El iba a un colegio del sec­tor y ella donde las monjas, pero en las tar­­des podían en­con­trar­­se para ha­blar incansablemente, jugar a los juegos más va­riados, apren­diendo ella el ma­ne­jo de la pelota −era una bue­­na ar­quera, después de todo− y él a asumir la paternidad de to­­das esas mu­ñe­cas de trapo y de loza, con ojos grandes de bo­­li­tas de cristal que dominaban el dormitorio de la vecina de los ojos verdes. Rafael nunca había visto a na­die que tu­viera los ojos verdes y una mi­rada tan triste a pesar de es­tar con­ten­ta y rien­do con entusiasmo.

      Se vieron incesantemente durante muchos meses. Cuan­do ella fue de vaca­cio­nes a la costa y él viajó a pasar el ve­rano donde su abuela nortina, Ra­fael es­­cribió su primera car­ta de amor, en la que le decía que la recordaba to­dos los días, en las mañanas y en las noches, que le gus­ta­ría verla y que no que­ría quedarse donde su abuela porque se aburría mu­cho. Por supuesto, la car­ta no fue enviada pues Rafael sin­tió su primera timidez de amor, como era con los niños de en­ton­ces. Se dio cuenta que estaba enamorado, que no valía la pe­­­na vivir sin Mar­ga­ri­ta y tuvo miedo de que por decírselo ella no quisiera vol­­ver a verlo. Esa per­cepción era el re­flejo de una anticipada madurez de amor que le habría de poner los ojos serios para siem­pre. Mar­ga­rita creía que es­ta mi­rada era el reflejo de una irre­nunciable vocación a la san­ti­dad y en las no­ches rezaba pidiendo a Dios que la mantuviera cer­ca de su amigo santo pa­ra que la ayudara a ser muy buena. Mu­chas mujeres se enamoraron de Rafael a lo largo de su vida y todas lo cre­ye­ron santo por su forma de mirar y sus consejos siem­pre tan oportunos y sabios.

      Así pasaron muchos años, con encuentros diarios, una con los ojos ver­des y otro con los ojos serios, sepa­rán­do­se só­lo en las noches y en las va­ca­cio­nes de verano. Su amistad era tan intensa que las ma­dres terminaron por ha­­cer­se ami­gas y pasaban tardes enteras tejiendo y charlando, con la idea de que podrían ser consuegras, pero sin decirlo nunca. La ma­dre de Mar­garita si­guió teniendo hijos todos los años hasta com­pletar nueve, pero Rafael sólo tu­vo a su hermana, dos años me­nor.

      Poco antes de cumplir los doce años Margarita se cam­bió de casa y a par­tir de en­ton­ces la situación varió por com­pleto, no sólo por­que ya no po­drían ver­se todos los días, si­no porque Margarita comenzó a hacerse mujer. Ra­fael no ce­le­bró cumpleaños por razones que na­die entendió muy bien, pe­ro que te­nían que ver con las múltiples acti­vi­da­des de papá, la si­tuación eco­nó­mi­ca, las cosas como están, con la prome­sa de que más adelante harían una fies­ta, lo que por supuesto no lle­gó nunca. En respeto a la verdad, Ra­fael re­cor­dará en su fue­­ro íntimo que él estaba melancólico y no hi­zo ningún em­pe­­ño por tener fiestas, pues no sabía qué mierda es lo que po­dría celebrar si lo único que im­por­taba es que Margarita ya no estaba cer­ca de él. Por su par­te, Mar­ga­ri­ta hizo su cele­bra­ción y lo invitó a la casa nueva. Rafael se sin­tió muy desa­gra­da­do, pues debió pasarse toda la tarde pateando una pe­lo­ta con los dos her­manos me­nores de su amada, pues ella se encerró con sus amiguitas en el living a es­cu­char discos de Elvis Pres­ley y Paul Anka.

      Ha­bía ya empezado la carrera dispareja, en la cual Ra­­fael iba per­dien­do irre­me­­diablemente, cada vez con la mi­ra­da más seria por el amor y con más cara de santo en su de­ses­peración. Margarita crecía ha­cién­dose más bo­ni­ta, con su pe­lo ne­gro, largo y frondoso, sus ojos ver­des, sus pechos na­­cien­tes, sus piernas hermosas, su son­ri­sa triste aun­que es­tu­vie­ra alegre. Los amigos de Mar­garita eran todos mayores que ellos y Ra­fael se fue alejando de esa ca­sa. Cuan­do tiempo des­pués la ma­má de Margarita lo invitó a ve­ranear, Ra­fael tuvo mu­­cho miedo, pues él con sus quince años y su amor, iba a ter­mi­­nar pa­seando con Gabriela, la her­­mana segunda, mientras Mar­garita sal­dría a fiestear con los gran­des. Sacando fuerzas de flaquezas aceptó la in­vi­tación, pero fue tan­ta su pe­na de amor que al tercer día de estar en la playa se enfermó de ve­ras, con fiebre y todo. Pensando que era tifus lo enviaron de re­­gre­so a su ca­­sa. Como só­lo eran penas de amor, mejoró de la fie­bre, pe­ro los ojos le que­­daron más se­rios y de mirar más pro­fundo, después de haber pasado todo el verano de­di­ca­do a es­tudiar historia y a leer el Canto General de Neruda, en lugar de pasear con su amada.

      Pasó todo un año y cuando en el ve­ra­no siguiente Rafael fue a de­cirle a Margarita que la ama­ba co­mo un hombre ama a una mujer, que que­ría ser ama­do por ella, aun­que en­ten­día que era muy difícil que de­jara a su ac­tual pololo por él, pero que va­lía la pena in­tentarlo, tuvo la sen­­­sación de no ha­ber­se dado a en­ten­der su­ficientemente, por­que ella, con sus ojitos verdes, le ha­bló de su amor por un jo­ven alférez de aviación y to­do entonces fue tan con­fu­so pa­ra él, que nun­ca pudo recordar como ter­mi­nó esa conversación, si­no só­lo que llegó hasta la plaza, esta misma plaza de tarde de tan­to calor y estado de si­tio, donde permaneció llorando por va­­­­rias horas. Dos años des­pués, Mar­garita se casó con el avia­dor, que ya no era avia­dor si­no estudiante de In­ge­­nie­ría, aunque siguió vinculado a la Fuerza Aérea, co­laboró en ta­reas de lo­gís­­ti­ca primero, en la Academia de Guerra luego y, se­gún se rumorea en los am­bientes en que se desenvuelve Ra­fael, fue uno de los integrantes del Comando Con­­jun­to, or­ga­nis­mo que reunía a agentes de todos los servicios dedicados a la re­­presión política en los primeros tiempos del General. Ra­­fael no asistió a la ce­re­­mo­nia porque tenía que ir a un re­tiro de fin de semana, aun­que sólo él y Dios sa­bían que iba al retiro so­lamente para no ver ca­sarse a Margarita.

      Mantuvo su amistad con Gabriela, la hermana se­gun­da, lo que le per­mi­tió sa­ber de Mar­ga­ri­ta, pero al cabo de los años también de­jó de verla y se en­redó por caminos in­­­trin­ca­dos, por amores pa­sajeros y pa­siones circuns­tan­cia­les, que man­tu­vie­­ron este amor en su nivel de frus­tración, sin es­car­bar más en su cora­zón, aunque finalmente ha­bría de des­cu­brir que no era un amor frus­­trado, sino sólo un amor pen­dien­te.

      Volvió a ver a Margarita cuando murió su madre.

      Fue una tarde de sep­tiem­bre en la que la señora ha­bía ido a la costa pa­ra preparar la casa en que recibiría a la enor­me familia −in­cre­mentada con yer­nos, nueras, pololos y nie­tos− para un fin de sema­na largo. Manejando con poca pre­cau­ción y mu­cho alcohol, hizo una mala maniobra en la ruta y ca­yó a un barranco y se mu­rió. Rafael supo de la no­ticias, pero co­mo había sido de­te­ni­do por la policía con oca­sión de una ma­ni­festación en contra del exilio, no pu­do ir al fu­neral. En cuan­­to salió fue

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