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erro­res. Aho­ra debía buscar so­lu­ción al pro­blema in­me­dia­to, pues era es­tú­pi­do es­tar­se horas allí o seguir va­gan­do por las calles, ya que al final podrían de­­te­ner­lo por cualquier co­sa trivial, por sospecha por ejem­plo y entonces se­ría el fin de todo. Se en­­derezó y probó sus músculos tan poco pre­pa­rados para las emer­­­gen­cias desde que dejó de ha­cer deporte hace ya mucho tiempo, en­du­re­cien­­do y sol­tan­do piernas y glúteos, mientras tra­taba de pensar en al­guna so­lu­ción.

      Las instrucciones habían sido muy claras. No eran nue­vas, pues es­ta­ban pre­vistas para cualquier emergencia co­mo ésta.

      Había que abandonar las ca­sas. El domingo en la no­­che alojaría don­de Gui­llermo. El razonamiento era muy sen­­ci­llo: Guillermo es un militante de po­ca im­portancia; si es que lle­­gan a su casa a detenerlo, es porque la operación cons­­tituye al­go de tal mag­nitud que no habría escapatoria. Es lo mismo que le explicó su padre con ocasión del temblor tan fuerte aquel, cuando llevándolo has­ta la cercanía de uno de los muros del edificio en que estaban: “si este muro se quiebra, Rafita, ya na­da importa pues la ciudad entera estará en ruinas”.

      Ese era el alo­jamiento para la primera noche, pues si acaso habían de­tenido a al­gún di­­rigente tal vez pudieran dar con este escondite y los otros de los demás di­­rigentes im­por­tantes. Guillermo le entregó un sobre cerrado en que esta­ba la dirección de la segunda casa. En la nota −escrita con la or­denada le­tra del secretario del Partido− le explicaban que en la nueva morada debía per­­ma­necer hasta el martes a las siete de la mañana y a esa hora sal­dría hacia la tercera, cuya di­rección recibió pero no sabía a quién pertenecía.

      Allí tendría la in­­formación necesaria para dar co­rrec­ta­men­te los pa­sos siguientes. Sería el momento de eva­luar. De­bía llegar a esta casa el martes a las nueve de la ma­ña­na. No an­tes, porque otro ca­ma­ra­da la habría ocupado y era preciso que fuera previamente chequeada por un res­pon­­sa­ble de se­gu­­ri­dad. Cuando él llegara podría estar se­guro.

      La instrucción también decía que debía afei­tarse. Cla­­ro, fácil resul­ta­ba or­de­narlo cuando quien daba la or­den no sa­bía que tras esa barba ha­bían cre­cido dieciocho años de his­toria per­­so­nal, dieciocho años que se habían mar­ca­do en surcos im­bo­rrables, dieciocho años que eran la mitad de su vida.

      A las siete de la mañana en punto se encontraba en la calle.

      Avenida Lyon, pleno ba­rrio alto, el sector de las ca­­sas ele­gan­tes y an­­tiguas, construidas en los años 30 a los 40, man­­siones enor­mes, con her­mo­sos jardines y grandes ar­bo­le­das, que actualmente ya es­taban transformadas en agencias de pu­­bli­ci­dad o sedes de empresas ex­tranjeras o muchas otras si­mi­­lares habían sido demolidas para cons­truir en su reemplazo lu­josos edificios para ricos, de mu­chos pisos y po­cos de­par­ta­men­tos, uno de los cuales ocupaba Gui­­llermo en un cómodo y prác­­tico segundo piso. La mañana estaba fresca. Se dirigió ha­cia el sur. La nueva casa estaba a poco más de 30 cuadras de dis­tan­cia, cerca de sus barrios de siempre. Tenía tiempo y de­ci­dió ir caminando. Avan­­zó por Lyon y luego tomó la hermosa Ave­nida Pedro de Val­di­via, el ca­mi­no hacia el Estadio Na­cio­nal.

      Su paso resultó demasiado rápido y llegó ade­lantado, cuan­do recién ha­bían pasado las ocho de la mañana.

      ¡Bendito apuro, bendita desobediencia! Cerca de la ca­­sa a la que de­bía dirigirse para su protección, estaba una pla­­cita pe­queña, cubierta de pinos y palmeras, nido de amo­res por decenas de años, olvidada del boom de jar­di­nería que ha­bía cogido a todas las mu­ni­ci­palidades con di­nero, sitio de aven­turas vividas en la adolescencia. Se ins­taló en un punto des­de el cual dominaba perfectamente el sector de la casa de se­­guridad a la que de­be­ría en­trar pocos mi­nutos después; con el diario en la mano, buscando alguna no­ve­dad de las que im­por­tan, de esas que ahora lo an­gus­tiaban y que difí­cil­mente ocu­parían los ti­tulares de pri­mera plana, menos en este día de ti­ranía y estado de sitio.

      Fue entonces cuan­do lo vio todo. Llegaron cuatro au­tos si­mul­tá­nea­men­te, que se detuvieron en el otro ex­tre­mo de la plaza; ba­ja­ron numerosos agen­tes con sus metra­lletas en las manos y se ubicaron cer­­­ca de la casa. No veía la puerta. Se sin­tió petrificado. Ese era su es­con­di­te pa­­ra poco rato des­pués. Es­condido por el diario y las palmeras pre­sen­ció to­das la ma­nio­bra. Los agen­tes que en­traron a la casa sa­lieron a los dos o tres mi­nutos llevando de los brazos y casi al trote al pre­sidente del Partido, con po­cas gentilezas, mien­tras él, muy alto y muy dig­no aun­que sin cor­bata esta ma­ñana, protestaba enér­gi­ca­men­te. Rafael no po­día es­cu­char las voces, pe­ro adi­vi­­nó que el di­rigente in­vo­­ca­ba todas sus calidades del pa­sado y del pre­sen­te, sin que a los cap­to­res les importara un bledo que fue­ra abo­ga­do, parla­men­tario ayer o mi­nis­tro alguna vez. Luego sa­ca­ron a una mujer que discutía a gritos con los agentes. Su voz se oía, pero no pudo en­tender las palabras. Quien pa­­re­cía ser el jefe or­de­nó que la dejaran regre­sar a la casa. En ese mismo mo­­mento apa­reció el chico Riquelme. Era el en­car­­gado de ha­cer el che­queo de seguridad, pe­ro llegó por el lado equi­vo­ca­do. Tal vez pensando que no habría pro­ble­mas, accedió por una ca­lle la­te­ral desde la cual no ha­bía la suficiente vi­sibilidad an­ti­cipada. Si lo hu­bie­ra hecho por la pla­za...pero llegó desde el otro lado y de sorpresa se topó con los agentes. Pu­do ha­berse he­cho el desentendido, pues era muy difícil que ellos lo co­no­cie­ran, pero en lugar de eso se aterró y trató de co­rrer hacia atrás. A los pocos se­gun­dos hacía compañía al pre­si­den­te del Par­tido en el au­to. Cumplida la misión, cuatro o cinco agentes in­gresaron a la casa y el res­to se fue con sus autos y los de­te­ni­dos. La ratonera estaba instalada para re­ci­bir a Ra­fael.

      Hasta allí llegó todo para Rafael. Se suponía que si la casa de se­gu­ri­dad no ser­vía, el encargado del Partido le co­­mu­nicaría el paso siguiente. El en­car­gado, el chico Ri­quel­me, via­jaba hacia el cuartel Borgoño u otro lugar similar. Entonces no tenía ins­­truccio­nes ni destino y partió a deambular, de un lado para otro, has­ta que, sin saber cómo, lle­gó a la pla­za de siempre, la de todas las penas y las horas difíciles, la de los amores in­com­pren­­didos y los amores inconclusos, don­de ahora estaba sen­ta­do con los músculos en ejercicio.

      Este era su problema. Tenía que retomar contacto, ave­riguar qué pa­sa­ba con los di­ri­gentes, qué sucedía con el Par­tido, si acaso era tanto el peligro, si había más detenidos, cuál de­bía ser el próximo paso.

      Pero todo eso re­que­ría primero calmar angustias y mie­dos, ad­qui­rir la seguridad de murallas sin intrusos y un te­cho para soportar una lluvia ine­vi­ta­ble en un día de tanto ca­lor para esta época, apa­ci­guar el hambre con una ta­za de café o un vaso de le­che, conseguir una cama para ten­derse. Des­car­ta­dos los parientes y los amigos habituales, eli­mi­nados de la lis­ta los militantes del Par­tido, no era mucho lo que quedaba. Con la memoria re­corrió el barrio, hasta re­cor­­dar que por allí vi­vía Milena.

      Milena.

      A su casa no podía ir, pues eso tam­bién lo recor­da­rían los propios agentes.

      Frente a la casa de Milena vivía el Fis­cal Mi­li­tar, el que hace tan poco tiempo intentó procesarlo. No, no po­día. Cual­­quier casualidad era su­fi­ciente para que lo detu­vie­ran. Pe­­ro tam­poco po­día seguir eternamente en esta plaza y co­men­­zó a caminar, sin saber ha­cia dónde. Estaba a tres o cuatro cua­dras de la casa de Milena. Re­cordó su ca­lidez, sus ojos tan her­mosos, su ternura, la bi­blio­te­ca tan completa, había dicho ella una tarde de bromas, para soportar un clan­des­tinaje lar­guí­­simo. ¿Por qué no intentarlo? El calor, el cansancio, el dolor

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