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No gracias, Marisa, me voy.

      Ella insistió, si querían se iban juntos, a él le ha­ría bien un mo­men­to de re­la­jo, una comida rica, preparada con cariño. Marisa sentía que no era un buen momento para que Javier estuviera solo, que quizás necesitaría ha­blar, con­tar algo de lo que le estaba pa­san­do por dentro y que Marisa per­­ci­bía va­gamente. Ama­ble­men­te, dejando ver la pena que lo afec­taba, Javier rechazó la oferta, prometiendo lla­marla en la no­che, aunque ella sabía que él no lo ha­ría, que no pediría ayu­da para su so­­ledad y sus miedos, que huiría de la po­si­bi­li­dad de que ella le mani­fes­ta­ra su cariño de un mo­do más profundo, al­go más que la simpatía de to­dos los días o un instante de in­ti­mi­dad pa­sa­je­ra, no quería nada que pu­die­ra comprometerlo afec­tivamente, nada que lo hiciera de­pen­der de otros. Lo vio po­nerse la chaqueta y abandonar lentamente la ofi­cina, do­lo­ro­­sa­mente solo, tan solo como ella, tan triste co­mo ella, aunque por razones muy dis­tin­tas, y sa­bía que como no la llamaría en la n­o­che, ella pasaría una noche de angustias, de so­le­dad, de pe­nas de amor. Una más.

      Javier recorrió las cuatro cuadras que lo se­pa­ra­ban del es­ta­cio­na­mien­to con pa­so cal­mo, observando a la gen­te. No sabía si era la pro­yección de su pro­pio sentimiento o efec­­ti­va­­mente todos se veían un po­co nerviosos, cami­nan­do rá­pido, más personas que lo habitual, co­mo si todos hubieran de­cidido par­tir al mismo tiempo, como si todos es­tu­vie­ran preo­cu­­pa­dos por la suerte de Is­mael y quisieran ver a la Ca­ta, los ros­tros serios y ceñudos, al tiempo en que em­pezaba a levan­tar­se un suave viento caliente, presagio de lluvia en épocas nor­­­ma­les y no co­mo ahora, en que ya nada se puede predecir y pa­­ra muestra es­te tiem­­po en el que da lo mismo que sea Mayo o Septiembre. Y recordó ese Sep­tiembre de hace tantos años, de esas tardes previas al golpe mi­litar, to­do parecido, has­ta el aroma, aun­que la situación ahora era todavía mu­cho peor de lo que él ima­gi­na­ba o de lo que era capaz de apre­ciar desde su pri­vi­le­gia­da posición.

      Co­men­zó su severa autocrítica mental, sin­tién­do­­se un aco­mo­dado, egoís­ta, con una situación de vida fácil en la que había re­ci­bi­do mucho sin res­pon­der como era de­bido. ¿La pa­rábola de los talentos?

      La llegada al estacionamiento lo sal­vó de seguir con este juicio, su pro­pio juicio, pues Rodrigo Concha y Ramón lo estaban es­pe­rando. Los tres se sa­ludaron y luego man­tu­vie­ron silencio has­ta que el auto de Javier salió del centro.

      Ramón les contó que la agitación ya llevaba bas­tan­te tiem­po. Con­ve­nía mi­rar las co­sas con perspectiva y no só­lo de los últimos días o del propio he­­cho del atentado que en rea­­lidad era una deto­na­ción, pero no una cir­cuns­tan­cia ais­la­da.

      Ya desde hacía casi un año y me­dio, en pleno Es­ta­do de Si­tio, la agi­tación se había generalizado. Allanamientos ma­sivos en las po­blaciones, más de dos mil relegados, muchos en­cerrados en campos de concentración, de­­te­ni­dos y vi­gi­lan­cias diaria, allana­miento de ofi­ci­nas y casas de los di­ri­gen­tes, ame­nazas por todos lados. Todo era terri­ble.

      Mirando al Negro Concha, que sabía mu­cho me­nos que Ja­vier de todo esto, les contó que los allanamientos a las poblaciones tenían cierta rutina de ho­rror. A las cinco de la mañana, un poco antes que se levantara el to­que de queda, la po­bla­ción era rodeada por efectivos militares que se ins­­ta­la­ban en pi­quetes en las esquinas de las calles y pasajes, en hi­le­ras frente a los edificios de departamentos, de a uno tras los ár­bo­­les de las plazas, mien­tras grupos mix­tos de soldados y hom­bres de civil iban re­co­rriendo las ca­­sas obligando a los hom­­­bres a salir a la calle. Con par­lantes se despertaba a los po­bla­do­res, ex­­pli­can­do que ésta era una ope­ración rastrillo para cap­turar a los de­lin­cuentes co­mu­nes, ordenando que los pobladores de­bían permanecer tranquilos y era la obligación de to­dos co­la­bo­rar para con­seguir que esto resultara fácil. Todos los hom­bres ma­yo­res de quince años debían salir a la calle in­me­dia­ta­men­te. Los so­plo­nes ac­tua­ban junto con los civiles, se­ña­lán­do­les las casas de los más des­tacados opo­si­to­res del sector o los más activos po­líticamente, para que los agentes en­­traran rom­­pien­do puertas, golpeando, ame­nazando a los moradores, pa­tean­do los mue­bles y luego detener al de­nun­ciado y arras­trar­lo hasta la calle en las con­di­cio­nes en que estuviera y ha­­cien­do lo mismo con los otros hombres de la casa. Esas casas y al­gu­nas otras ele­­gidas al azar eran revisadas con mayor mi­nu­cio­si­dad, dando vuelta ca­mas y col­chones, rajando sillones, rom­­pien­do a golpes los ta­biques, abrien­do los entretechos si es que ha­bía, maniobras des­ti­na­das no só­lo a amedrentar a los ha­bi­tan­tes, sino también a encontrar panfletos, re­vis­tas, fo­­lle­tos u otras cosas que a sus ojos pudieran parecer subversivas o sos­pe­cho­sas de actividad po­lí­tica. Cuando todos los hombres ya es­ta­ban en la calle, los mi­li­ta­res los obligaban a formarse y mar­char hacia al­gún sitio eriazo o la cancha de fút­bol, donde los des­nudaban, sepa­rán­do­los por grupos, unos forzados a man­te­ner­­­se de pie y otros a estar sen­ta­dos. Lentamente, con más de­mo­ra incluso que la ne­cesaria, los mili­ta­res iban tomando a los gru­pos y se interrogaba a ca­da uno de los po­bla­do­res. Primero era un interrogatorio rutinario y se fichaba al su­jeto, pero si aca­so al agen­te interrogador le parecía necesario o había una de­­­nun­­cia específica de algunos de los sa­pos locales, el detenido de turno po­día ser pr­e­guntado más duramente sobre cualquier co­sa, has­ta exas­perarlo. Pobre de aquél al que se le conocieran an­te­cedentes po­lí­ti­cos, an­­teriores de­­ten­cio­nes o re­legaciones, pues entonces el trato resultaba mu­cho más du­ro y se le des­ti­na­­ba a una sección especial. Miles de hom­bres sometidos a ese ve­­­ja­men du­rante todo el día, has­ta que al final de la jornada se les permitía ves­tirse y algunos de ellos era subidos a bu­ses o ca­miones militares y el resto quedaba en libertad, con se­veras ad­­­ver­tencias respecto de la ne­ce­si­dad de mantener patriótico si­len­cio y mu­cho cui­dado con recurrir a la Vi­ca­ría o a los cu­ras, que ésos son to­dos comunistas y a no ol­vi­dar­se de in­­for­mar a la autoridad sobre los de­lin­cuen­tes o extremistas que pu­die­ran lle­gar a la po­blación.

      Mientras duraba el ope­ra­ti­vo, debidamente ad­ver­ti­dos por al­gún lla­mado anónimo, llegaban hasta los cordones mi­litares o po­li­cia­les, nubes de pe­riodistas extran­jeros que pre­senciaban todo esto desde lejos y un poco más cer­ca veían a las mujeres de los detenidos discutir con los oficiales de ca­ra­bi­ne­ros que ayudaban a los mi­litares en el operativo. En una po­bla­­ción de­tuvieron por varias horas a los sacerdotes y les die­ron el mismo tra­ta­mien­to. En otra de­tu­vieron al presidente del Co­legio de Pe­rio­distas y a di­­ri­gen­tes del Colegio Mé­di­co que lle­ga­ron hasta el sector para constatar lo que estaba su­ce­dien­do.

      − El hecho mismo no puede ocultarse, agregó Ramón, pero la in­­formación se en­tre­­ga en forma com­pletamente distinta, es­pe­cial­men­te por la censura de pren­­sa. No falta la declaración, y us­te­des deben haberla leído, que explica que el alla­­namiento fue pedido por los pobladores pa­ra ser liberados de los de­­lin­cuen­­­tes o que proclama que grupos de mujeres aplaudían a los mi­­­­li­ta­res cuan­do pasaban y les agradecían a gritos su acción. La verdad es que los grupos de mu­­­­jeres estaban, pero hacían exac­tamente lo contrario.

      Hizo una pausa antes de continuar con el relato. Les habló de los alla­­na­mien­t­os a las oficinas de los dirigentes po­líticos, la vigi­lan­cia sobre sus ca­s­as, las amenazas por te­lé­fo­no o por papeles que lle­ga­ban de las más dis­tin­tas maneras, las gol­pizas que daban a otros, las de­ten­ciones de los di­ri­gen­tes de ba­se, de dirigentes sindicales, todos por el so­lo hecho de ser di­­si­­den­tes.

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