Скачать книгу

la primera versión del Juego de la Oca. Mis recuerdos se mezclaron con los suyos, como ocurrió varias veces. Se nos hace difícil ver que es de quien.

      * * *

      En ese mes de junio de 1949, la luna baña con una luz fantasmal los jardines del Hospital Alvear. Construido "a la francesa" a principios de siglo, grandes jardines separan los diferentes pabellones. La maternidad está al fondo, cerca del muro que separa al hospital de las vías del ferrocarril. Son las nueve de la noche, mi padre y yo salimos hacia la avenida Warnes. Acabamos de ver a mi hermano que termina de nacer... El parto fue largo y difícil. Yo no pude ver a mi madre esa noche. ¿Si estábamos contentos? No hablábamos, era difícil definir nuestros sentimientos.

      Mi madre había dudado mucho antes de tener un segundo hijo y yo fui hijo único por casi diez años. Era algo raro en esa época y en nuestro medio, donde el mínimo se situaba alrededor de los tres hijos. Mis padres habían elaborado una teoría para explicarse frente a las preguntas y pequeñas frases. Para empezar, había que dar al hijo una vida grata y asegurarle un porvenir. Y parece que con el salario de mí padre se podía alimentar, vestir y educar convenientemente a un solo hijo... Yo fui testigo de acaloradas discusiones sobre el tema entre mis padres y mi tía Julia, que acababa de casarse con mi tío Lito. Ella anunciaba con orgullo que tendría por lo menos cuatro hijos y el tiempo demostró que cumpliría su palabra. En las venas de mi tía corría sangre india, que venía del lado de su madre, mientras que su padre árabe era una nuestra más del calidoscopio étnico que la inmigración formaba en la Argentina. Nacida en Tucumán, su opinión era muy clara: los que no querían más hijos era por egoísmo y por comodidad. Seguro que después se arrepentirían.

      Evidentemente mis padres no podían aceptar esa acusación y se sentían ofendidos por la soberbia y la seguridad de esa joven mujer, llena de vida, que les daba lecciones. Por ello terminaban siempre sus discursos por un "Ya vas a ver, ¡con el tiempo te vas a arrepentir de haberte cargado de chicos...!"

      ¿Había una cuota de verdad en la que mi tía decía? La realidad, como siempre, era compleja. Una pequeña frase de mi madre lo expresaba en parte: "Los chicos dan mucho trabajo". Trabajo... El trabajo de los hijos, el trabajo de la casa, el trabajo de la mujer. Mi madre no era feliz en su papel de "ama de casa" y en ella se escondía una rebelión latente. Pero, lamentablemente, las frustraciones se irían acumulando. Dotada de una inteligencia viva, sus inquietudes fueron primero aplastadas por mi abuela, mujer dura y egoísta, prisionera probablemente de sus propias frustraciones. Un día ella decidió que mi madre no necesitaba terminar la escuela primaria. Seis años de estudios, para una chica, eran más que suficientes. Mi abuela permaneció insensible a las lágrimas de mi madre y solo la intervención de la maestra, que amenazó con hacer un escándalo, le hizo rever su decisión. Pero la escuela secundaria era una cosa inimaginable. ¿Para qué le servían los estudios a una mujer? Ella debía saber coser, cocinar, llevar una casa... El drama se repitió con los estudios de piano, que mi madre amaba realmente. Un buen día mi abuela también decidió que era demasiado, que no quería oír hablar más del asunto y permaneció sorda a los argumentos de los profesores que decían que su hija tenía talento...

      Fue seducida por las palabras de mí padre. Sí, él pensaba que el hombre y la mujer eran iguales. Sí, el pensaba que el hombre debía "ayudar" a la mujer en el trabajo de la casa. Pero la realidad iba a ser dura. Después del casamiento, ella se encontró enseguida embarazada. El salario de mi padre, obrero metalúrgico, era escaso y ella se puso a hacer el único trabajo posible: "coser para afuera". Terminadas las tareas de la casa, lavados los platos de la cena, se ponía a bordar. Yo la acompañaba, una vez por semana, en los viajes al centro para entregar los grandes paquetes de lencería bordada, pagados a la unidad. Cierta vez me dijo al salir de "Casa Redondo", con una mezcla de sorpresa y bronca: “¡Me dieron para bordar el monograma en los calzoncillos de seda de Francisco Canaro!” Regresábamos a casa con nuevos paquetes, y la rutina comenzaba una vez más. Quizás por todo esto ella manifestaba su decepción a su manera, no queriendo tener más chicos.

      En esa época en nuestro medio no se hablaba aun de liberación femenina. Las más esclarecidas reclamaban la "igualdad" con el hombre y la llegada de Eva Perón al entorno del poder representó para millones de mujeres, de una manera aun confusa, la expresión de un deseo profundo. Esto fue así porque Eva no asumió el rol clásico de las mujeres que, antes que ella, se habían cruzado con "un destino histórico". En la mayoría de los casos esas mujeres habían asumido un personaje masculino y habían permanecido aisladas entre hombres, sin osar pensar en obtener el apoyo organizado de las otras mujeres. Con Eva fue diferente. El movimiento peronista, por ejemplo, fue organizado en tres ramas: política, sindical y femenina. Cada rama elegía sus propios candidatos para las funciones electivas, lo que aseguraba una representación independiente de las mujeres en el Parlamento. La rama femenina tenía también sus propios locales y sus propias estructuras de dirección. Ellas eran frecuentemente manipuladas por Perón, pero el hecho es que la rama femenina, nutrida con mujeres venidas generalmente de las clases bajas, era la más decidida, la más dura, la abanderada del peronismo. Pero mi madre no era peronista, y ella se quedaba en casa cocinando, cosiendo, limpiando.

      Cuando yo tenía nueve años, ella aceptó finalmente tener un segundo hijo. La situación de mi padre en la fábrica había mejorado. De obrero había sido promovido a un cargo "técnico", ganaba más y mi madre ya no necesitaba trabajar. Entonces...

      * * *

      Me encontré con Mario en su casa en Recoleta. Lo había prevenido, una vez más, de la reunión con Cristina. Me recibió con un particular saludo.

      —¡Segundo round!

      Había preparado café. Al regresar del exilio, al que lo había forzado la dictadura, reinició su carrera científica en el país. Vivía con su mujer que era psiquiatra y psicoanalista. Ella estaba en su consultorio en la parte posterior del mismo piso. Sus dos hijos, ya grandes, hacía años que habían levantado vuelo.

      —Cuando yo me fui del país después de la noche de los bastones largos en el sesenta y seis vos te quedaste. Saliste en el sesenta y ocho con una beca para volver en el setenta. Te exilaste después del golpe. ¿Estabas metido en la pesada? Nunca me contaste.

      —Para nada. Algún amigo se comprometió con la ultraizquierda, otros se engancharon con la vuelta de Perón. Participé en reuniones, me asocié a ellos en la Facultad. Pero no tuve nada que ver, ni de cerca ni de lejos, con la lucha armada. Después del golpe los fachos del sistema lograron que me echaran de la Facu y del Conicet. Sin otra perspectiva y también por seguridad decidí salir de Argentina. En esa época era suficiente estar en la agenda de alguien “non santo” para ser boleta.

      Le pregunté:

      —¿Seguís pensando en publicar el libro?

      —Lo siento como una necesidad. No me interesa quién lo va a leer ni cuantos lo van a leer. Vos sabés que nuestra amistad va más allá de los más de 50 años de vida en paralelo y compartís muchas de mis vivencias y sentimientos.

      Mario tenía razón. A veces tenía la sensación de que éramos un caso de desdoblamiento de la personalidad. Quizás por ello yo había acordado en que usara mis (nuestros) recuerdos en su obra.

      —¿Cuándo calculás que lo podrás hacer imprimir?

      —No lo sé. No es fácil encontrar un editor interesado. Hay que dedicarle tiempo y laburo. Yo no soy García Márquez que metió su manuscrito en un sobre, lo mandó por correo y de allí a la gloria. Pude hacer contacto con Ricardo Piglia. Le di a leer el texto, para intentar con Sudamericana. Ayer nos encontramos en el Foro de Callao y Corrientes. Lo leyó, lo encontró potable, pero en estos momentos no entra en los planes de la editorial. El consejo fue que me presente al concurso del Fondo Nacional de las Artes. No creo que lo haga. Implica otra vez una inversión de tiempo y trabajo que no le puedo restar a mi tarea de docencia e investigación. Quizás para liberarme del tema la edite personalmente en Dunken.

      —Pero no es gratis.

      —No. Pero una tirada pequeña está dentro de mis posibilidades y me saco el peso de los hombros. Serían unos 200 ejemplares.

      —Es

Скачать книгу