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por todas partes, rosas rojas. Por el ventanal entreabierto se adivina el jardín, muy frondoso, desde donde la tibieza de ese mes de febrero se filtra y llena la habitación en la que estamos.

      —¿Dónde vivís?

      —En Villa Devoto, cerca de la cárcel.

      —¿Sos buen alumno?

      —Creo que sí.

      Las preguntas clásicas que los adultos nos hacen a los chicos se siguen una tras otra. Pero lo que decimos no tiene importancia. Yo siento como una descarga eléctrica cada vez que ella me mira con sus ojos que ahora ríen mientras que los labios entreabiertos dejan ver sus dientes blancos, muy blancos.

      —Me van a venir a buscar para ir a la Fundación. ¿Querés venir conmigo?

      Salimos una hora más tarde. Ahora ella viste un traje sastre gris oscuro y sus cabellos, bien estirados a los costados de su rostro, se apelotonan sobre su nuca. El automóvil que nos lleva, un Cadillac impresionante, corre velozmente en medio del ulular de las sirenas. Vamos hacia el centro y en una media hora estamos en Plaza Mayo frente a un edificio con un gran reloj en su cima. Sin mirarme Eva habla entre dientes.

      —Este edificio es lo que fuera la sede del Consejo Deliberante.

      Un hombre más bien grueso que luce un traje negro cruzado, camisa blanca y corbata con alfiler en el que brilla una piedrita roja, abre la puerta del coche.

      —Señora…Es un honor recibirla.

      Ella ni siquiera lo mira. Sin responder al saludo sale del coche y se dirige, con paso rápido, hacía el primer piso. Un cortejo de hombres agitados se forma tras ella. Ya soy tragado, sumergido y transportado por la masa de los seguidores. En el primer piso, Eva se detiene en la puerta de su despacho.

      —Venga conmigo, Mendé. Vos también, Néstor.

      Deslizo mi pequeño cuerpo hacía el interior y nadie parece sorprendido de verme allí. Me ignoran, como si yo no existiera. Eva está ahora sentada tras un escritorio. Su mirada se ha transformado en acero, fría, dura. Levanta lentamente los ojos hacía el hombre que permanece de pie, en el centro del cuarto, frente a ella.

      —Bueno, ¿está todo arreglado?

      —Casi, señora, casi. Las invitaciones fueron entregadas en mano.

      —Pero… ¿Van a venir o no van a venir?

      —Así lo espero, señora, así la espero…

      —¡Así lo espero! Esa no es una respuesta. ¡Tienen que venir! ¡Nadie puede desairar una invitación de Eva Perón! ¡Nadie! Para mañana quiero una lista completa de los presentes y de los ausentes. Usted es el ministro de Asuntos Técnicos… Puede irse.

      El hombre se inclina y sale del despacho. Eva hojea algunos expedientes. Pasan cinco, diez minutos. Bruscamente levanta la cabeza y me busca con la mirada. Yo me había instalado en el rincón más alejado de su escritorio.

      —Sabés, Néstor, esta noche organizo una pequeña recepción. Es una manera, como muchas otras, de conocer y controlar a los amigos y a los enemigos… Pero hay ciertas personas que no soportan que el pueblo esté en el poder. Lo sé. Me odian, y yo siento un enorme placer al verlos plegarse frente a mí sonriendo, adulándome. Ellos, ¡con sus nombres, su pasado, sus fortunas! ¡Las caras que ponen cuando les presento a uno de los nuestros! ¿Lo conoce al señor Mario Muzzopapa? ¡Es miembro del secretariado de la Unión Obrera Metalúrgica! ¡Tendrías que ver como casi revientan por el esfuerzo de simulación!

      Eva se aproxima al ventanal y deslizando levemente el cortinado, mira hacia la calle.

      —¿Ves esa gente que hace cola allí abajo? Esperan para verme. Están allí desde las cuatro de la mañana, quizás desde antes. Vienen de las villas, de los barrios obreros. Saben que no los puedo ver a todos. Pero regresaran mañana y luego pasado mañana. Ellos son el vínculo, el cordón. Sin ellos, Perón estaría cortado del pueblo y sería el prisionero de la oligarquía. Entonces yo vengo, algunos días, a escucharlos. Ayudo a resolver algunos problemas, lo que ayuda a mantener el mito. Pero lo más importante es que ellos me transmiten, sin interferencia, con toda la franqueza de la gente simple, los dolores, los sufrimientos y las esperanzas del pueblo. También sus decepciones, y sus rencores. Por la noche yo hablo con Perón y él recibe ese mensaje, de un precio inestimable…

      Evidentemente reflexionaba en voz alta. Yo represento el mínimo de presencia humana que les es necesaria. Eva no podía hablarle de aquella forma a nadie, en el mundo de los adultos.

      —Las tentaciones son grandes y a veces quisiera olvidar de dónde vengo. Olvidar a los pobres, a los explotados, a los fracasados, olvidar la miseria… Pero ellos son nuestra fuerza. Ellos darían la vida por Perón. Sin ellos, nos barrerían o, lo que sería aún peor, nos transformaríamos en los títeres de la oligarquía.

      Una vez más, sentada tras su escritorio, marca una pausa. Luego hace sonar un timbre y un hombre aparece casi instantáneamente.

      —Haga pasar a los primeros. Ah, ocúpese también de regresar al chico a Olivos. Discretamente por favor.

      En el viaje de regreso no abrí la boca. El auto entró en la quinta y quién me había trasladado habló con el responsable de mi grupo.

      —Vení acá. Tus compañeros vuelven de la siesta. Si te preguntan vos estuviste en la enfermería. Te dolía la panza.

      La bañadera nos devolvió a la escuela y de allí regresé a casa.

      —No me siento bien. Me voy a recostar un rato.

      Mi madre inquieta pone su mano en mi frente. Dice que no tengo fiebre y me prepara un Toddy caliente. Al día siguiente es sábado. Estoy aún dormido y mis brazos y mis piernas tiemblan. Tengo frío, tengo miedo. Veo un abismo inmenso… y caigo, caigo, caigo. … Bruscamente me despierto y veo que sol penetra por la ventana, a través de las hojas de la parra. Escucho una vez más la voz de mi madre. Es hora de levantarse, el desayuno está listo.

      * * *

      Cristina me mira profundamente y luego inclina la cabeza. ¿Por qué creí en ese momento que el hilo se había tensado pero que no estaba roto? Me había presentado como amigo de Mario y le había dado a leer, con cambios que yo había introducido, la versión que el hizo de mi relato. ¿La historia de Eva despertaba en ella sentimientos encontrados? ¿Se identificaba en parte con ella? Intenté establecer un diálogo.

      —Hay una primera similitud. Ella fue y usted es la esposa de un presidente y pasaron por, usted vive en, “La Residencia”. Evidentemente su formación e historia personales son diferentes de las de Eva. ¿Se siente identificada en algún otro plano? ¿Qué sensaciones le genera mi experiencia con ella?

      —¿Qué similitudes puede haber entre ella y yo? Evita nació en Ranchos en 1919 en el seno de una familia pobre y supongo que solo tuvo educación primaria. A los 15 años “bajó” a Buenos Aires con la esperanza de abrirse paso en el mundo del espectáculo y se cruzó con la historia al conocer a Perón. Yo nací en La Plata y fui hija de una mujer que pudo asegurarme enseñanzas primaria y segundaria antes de apoyarme en mi ingreso a la Universidad. Allí lo conocí a Néstor e iniciamos una relación en la que no se quién descubrió a quién. En lo que hace a su historia con Eva, además de incredulidad, me genera tristeza, mucha tristeza.

      —Usted enfatiza el rol de su madre en los primeros años de su vida. ¿Ella se identificaba con la lucha de Eva por imponer los derechos cívicos de la mujer?

      Sentí en ella un sentimiento de bronca, como si se encontrara con algo que no podía controlar. Quizás eso reflejaba otra faceta de su personalidad. Se puso de pie y salió de la habitación sin despedirse ni mirarme. Quedé algo desconcertado y una mujer de uniforme se me acercó.

      —Sígame. Le indico el camino a la salida.

      Salí caminando por la calle Villate, las manos en los bolsillos y reflexionando sobre lo que acababa de vivir. Algo había leído y algunos rumores me habían llegado sobre los orígenes de Cristina y la relación

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