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todos, mayores que yo. Y recuerdo que una vez, por la cuaresma, el maestro iba seleccionando a los más adelantados para llevarlos en colectividad a la iglesia de San Cayetano a cumplir el precepto pascual, no incluyéndome a mí, porque contaba poco más de los cinco años; y creyéndome postergado, sin tener la menor idea de mi edad, me acerqué con timidez a don Galo, pidiéndole me incluyera en aquella lista, en la que iban compañeros míos de sección, a lo que accedió, sonriéndose significativamente; y en efecto, los «escogidos» fuimos una tarde a la mencionada parroquia de San Cayetano, en la calle de Embajadores, colocándonos el maestro alrededor de un confesonario, dejándonos bajo la jurisdicción del confesor, un cura de no muy buenas pulgas, permaneciendo todos, de rodillas, hasta las siete de la tarde, sin que se nos llamase, porque veíamos que los chicos de otros colegios particulares, o sea de pago, llegados después que nosotros, se nos adelantaban, porque se les daba injustamente prioridad, seguramente obedeciendo a alguna gratificación o regalo al sacerdote, atropellado el derecho que nos asistía a los de las escuelas municipales que allí estábamos, indefensos y hartos de esperar, desde las tres de la tarde y de rodillas. Yo fui el primero que me interpuse entre dos de los alumnos preferidos para acercarme al confesionario, pero, al oponerse ellos, mayores que yo, se entabló la natural disputa madrileña en la que, no teniendo en cuenta ninguno el sitio en que estábamos, las palabras proferidas en alta voz acompañaron unos cachetes por ambas partes, a lo que puso fin el cura asomándose al confesionario para amenazarnos con salir y empezar a «capones» con todos, aunque, realmente, se dirigía a mí y a mis compañeros. Entonces, yo, más prudente, por temor a la amenaza del confesor y por «si las moscas» enteraban a don Galo de lo sucedido, temiendo las consecuencias personificadas en la inquieta y temida palmeta, decidí abandonar el templo en donde fui tan injustamente atropellado y no volví jamás a cumplir ese obligado cumplimiento con la iglesia para todo católico, apostólico y romano, entre los que, entonces, parece me contaba con infantil devoción.

      A este propósito me viene a la memoria un hecho muy significativo, revelador de mi manera de ser. Todos los domingos y fiestas de guardar se me ocurrió, al llegar a la mencionada iglesia, imponerme como obligación, que cumplía exactamente al recibir los dos cuartos que me daba mi mamá para que me los gastase en lo que quisiera, moneda de entonces porque aún no se había establecido el sistema decimal, y en vez de gastármelos en caramelos, chufas, altramuces, majuelas, etc., se los llevaba al cepillo de un niño Jesús al que había tomado gran cariño, colocado en un altar de la nave izquierda de la iglesia, rezándole todos los domingos como si fuera a un amiguito mío al que quisiera mucho y, para demostrarle mi cariño, prescindía de las golosinas, gran sacrificio para un chico madrileño; muy satisfecho, depositaba mis dos cuartos en el cepillo colocado a sus pies.

      Pero, uno de tantos domingos, se me ocurrió al entrar en la iglesia discurrir por la nave derecha del amplio templo y, en uno de los altares, «tropecé» con otro Niño de la Bola, parecido a mi amiguito a quien semanalmente llevaba mi óbolo de amistad y devoción, aunque las falditas eran de otro color. Me quedé algún tanto perplejo y pensativo y creyendo que le hubieran trasladado y mudado de ropaje al mío, al que aún no había visitado, me dirigí a su altar de siempre donde nos habíamos conocido, gozando de mis simpatías, encontrándole en su mismo sitio donde le visitaba y le entregaba mi dinerito… y, ante la duda de cuál de los dos era el verdadero, haciendo honor a mi calidad de madrileño cien por cien detuve, prudentemente, la moneda en el bolsillo hasta encontrar la solución al «hondo» conflicto que, inopinadamente, se me había planteado.

      Confuso y preocupado me encaminé a casa y cuando vi a mi mamá, mi gran consultora, a la que muchas veces ponía en un brete con mis preguntas, dudas y curiosidades, a la que encontré en la cocina, terminando el condimento del almuerzo, dándole un beso y preguntándole a continuación:

      –Mamá: ¿Cuántos niños Jesús hay?

      –Uno solo, hijo mío –me dijo mi madre, extrañada por la pregunta.

      –No, mamá, porque acabo de ver dos en la iglesia.

      Mi madre se echó a reír, explicándome lo que significaba la reproducción de las imágenes, pero es muy cierto que tales explicaciones, a pesar de provenir de mi madre, no me cupieron en la cabeza, y tan no me convencieron que no volví a ocuparme del asunto, suspendiendo definitivamente mis visitas dominicales a la iglesia y como intuición madrileña suspendí también el devoto empleo de mi dos cuartos semanales.

      Por entonces, entró como huésped en casa un estudiante de Medicina, ya talludito, recomendado a mi madre con gran interés por su familia, llamado don Tomás Vera y Rincón, confiándolo a su autoridad y cuidado como último recurso, dándole todos los derechos y poderes para sujetarle y hacerle estudiar a fin de lograr, si podía ser, que terminase la carrera, cosa que su padre, ya viudo, lo mismo que el resto de la familia, creían poco más que imposible después del tiempo que había perdido. Mi madre accedió, porque suponía su pensión una ayuda para nuestro sostenimiento y, sin embargo, posible fue enderezarle gracias a la entereza, los consejos y constante vigilancia de mi madre, hasta lograr el éxito del cometido que se le había confiado, porque don Tomás acabó la carrera con mucho lucimiento y con sorpresa de su padre y de toda la familia, estableciéndose enseguida como médico titular en un pueblo de la provincia de Madrid, llamado El Vellón, situado en la carretera de Francia, entre los pueblos El Millar y Torrelaguna, donde don Tomás había nacido y donde radicaba y residía toda su familia.

      Quedamos, por lo tanto, mi madre y yo otra vez solos, contando yo entonces escasos seis años, y ya alternaba con los chicos de mi calle, tomando parte en las peleas del barrio contra los de otro, en las que intervenían combatientes todos mayores que yo. Iba con ellos a cazar pajaritos en el campo, robar melones, encargándome del papel de «chivato», porque por mi corta edad no era útil para otra cosa, y por la noche, antes de cenar, quitábamos los pies de madera de los puestos del Rastro para utilizarlos como combustible en nuestras cotidianas «fogaratas».

      Todas aquellas correrías en las que yo tomaba mínima parte, aprovechando la ausencia de mi madre, que estaba en su trabajo, excitaban mis nervios que, por la noche, me hacían soñar fuerte, momentos que mi madre aprovechaba para entablar conmigo un diálogo, haciéndome preguntas a las que yo, dormido, contestaba inocentemente, y por la mañana, mientras me lavaba y vestía, me contaba mis «hazañas» del día anterior, con todos sus pelos y señales como si las hubiera presenciado gracias a «un pajarito» que se las había contado, dejándome tan impresionado que me hizo pensar si el supuesto «pajarito» pudiera ser algún compañero «chivato» cuando lo era yo mismo, sin darme cuenta de ello.

      Unido esto a que mi madre se enteró de que, por aquellas correrías, iba menudeando los «novillos» faltando a la escuela, decidió tomar conmigo una determinación drástica, para ella heroica, aunque para los dos necesaria, para apartarme de raíz de la calle, que comprendía que para mí constituía un verdadero peligro, porque sabido es que muchos muchachos de Madrid se perdían por causa de la calle, en la que abundaban las malas compañías, de lo que yo no podría escapar si seguía por aquel mal camino, matando mi porvenir y haciéndonos desgraciados a los dos, por lo que puso manos a la obra sin perder un momento.

      Había en nuestra vecindad un señor muy respetable que se llamaba don José Viñerta, que vivía con su único hijo, compañero mío de la vecindad y de la calle, aunque bastante mayor que yo, al que, como ocurre con la mayor parte de los militares, como lo era don José, aunque retirado, no podía controlar, porque su rigor inalterable en lo referente al cumplimiento del deber y de la ordenanza, sobre todo en el cuartel, se convertía en su caso en verdadera debilidad con los hijos y mucho más en su situación de soledad, puesto que era viudo y no tenía otra compañía que su único hijo, mi amiguito. Supimos que su papá, harto ya de los disgustos cada día mayores que le daba, le había internado en un colegio para sujetarle y mi madre, que lo sabía como todos los vecinos, se apresuró a informarse de él, de las condiciones y requisitos que se requerían para poder ser admitido en el colegio, decidiéndose a internarme también y mucho más estando allí, Pepe, mi amigo, que me echaría una mano en mis momentos de tristeza, que por cierto no habrían de ser pocos.

       3 EN EL COLEGIO

      Y,

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