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lugar, los nabos, y detrás, la carne, el tocino, el tazón de la cena y el chocolate del desayuno, que estaba el más distante y al que había que llegar pasando por los otros que había de consumir, previamente, y hube de claudicar y de proceder, llorando, a engullirlos hasta poder llegar al chocolate caliente y algo dulce y consolador, pero a la fuerza de vasos de agua para tragar, cual medicina, los nabos, guardándome en lo sucesivo decir la menor palabra de disgusto, cuando se repartía esa verdura por temor a que don José me cargara el plato de ella, aunque, con el tiempo, me reconcilié con los nabos, como cosa preferida.

      Gozaba yo en el Colegio fama de dócil, obediente, cumplidor riguroso del célebre reglamento de don José, mucho más de estimar en mí, acostumbrado, como estaba, a los solícitos cuidados y mimos de mi madre; pero también, la tenía de ser muy propenso a la protesta y hasta a la rebeldía, cuando se me hacía víctima, por quien fuera, de alguna injusticia o atropello, tanto en la clase por cualquier profesor, como en la cotidiana vida en el internado. Y en ese orden se produjeron episodios, algunas veces de verdadera gravedad, ante mi resuelta e indómita entereza en sostener mi razón y mi derecho, sin admitir el menor convencimiento de lo contrario, actitud que se acentuaba en cuanto se intentaba cohibirme por la fuerza, en que ya no respetaba a nadie, jugándome el todo por el todo, a pesar de mi convencimiento de que no habría de salir vencido y maltrecho, por ser una criatura que contestaba ya insensatamente, haciendo frente a mis profesores en plena clase motivando, más de una vez, ser el tema obligado en las hebdomadarias juntas de profesores que se celebraban todos los sábados en la casa del director, sita en la calle de la Almudena, antiguo palacio de la duquesa de Éboli que tanto brilló por su hermosura y su coquetería en la corte de Felipe II, y, entonces, propiedad del duque de Sexto, confidente del rey Alfonso XII en las aventuras nocturnas y correrías amorosas de aquel monarca por los Madriles, tan comentadas en las casas de vecindad y festivas críticas en los palacios aristocráticos.

      Como demostración de aquel carácter indomable mío en tales casos, únicamente recuerdo lo que en cierta ocasión me ocurrió en la clase de latín, a cuyo cargo estaba el profesor don José Aguilera y Montoya, un buen orador que sabía hacerse oír en los debates del Ateneo de Madrid, instalado entonces en la calle de la Montera, pero empedernido jugador que se pasaba las noches enteras sobre el tapete verde, tirando de la oreja a Jorge, dilapidando tontamente el patrimonio de su mujer, hija de una acomodada y linajuda familia asturiana, agraciada y respetable señora, digna de mejor suerte; y muchas veces notábamos en clase las consecuencias de su agitada noche anterior, adversa desde luego, el que el sueño y las preocupaciones le dificultaban dar la clase con la serenidad y la paciencia necesarias, todo lo contrario, porque, sin darse cuenta, descargaba su mal humor sobre nosotros, pobres muchachos salidos por unas horas de la férula de su tocayo, el Sr. Ríos, no fijándose en si tenía, o no, razón.

      Una vez, tuve yo la desgracia de que me tocara enfrentarme al mal humor suyo, cuando me preguntaba la lección de Latín que sabía perfectamente, con insospechada e inmotivada violencia, fundándose en que no la decía a pie de la letra, cosa a la que fui siempre renuente por sistema, por entenderlo hasta denigrante, por lo mecánico. Sí noté, como todos mis compañeros de clase, que no prestaba atención a lo que yo decía, sin duda, al sueño y a la desastrosa noche pasada, cuando de repente me dijo que no sabía la lección, mandándome sentar, secamente, entablándose entonces una discusión entre los dos, ajetreo que se hizo cada vez más violento, por pretender él imponerme su criterio, complemente contrario al mío al sostener que sabía la lección y que la había dicho bien, criterio que, conmigo, compartían todos mis compañeros, resultando de mi tozuda actitud unos cuantos cachetes y un encierro en la clase hasta las cuatro de la tarde, o mejor, hasta las cuatro y media, lo que para mí suponía, según el reglamento de don José, la privación de la comida y de la cena, como ocurría al que subía de la clase cinco minutos después de los demás.

      Al día siguiente, pues el incidente se suscitó un lunes por la mañana, el Sr. Aguilera empezó la clase preguntándome la lección que motivó el injusto castigo.

      –No la sé –respondí con la mayor tranquilidad.

      –Pues, ¿qué has estado haciendo aquí durante tantas horas en que estuviste encerrado?

      –Pues, nada, paseándome por la clase o durmiendo.

      –¿Sí? –me contestó indignado–. Hoy el mismo castigo que ayer, hasta que te la sepas.

      Y este diálogo, tan corto como para mí transcendental, se repitió, lo mismo que su dura sanción, exactamente toda la semana, durante la que me sostuve con el frugal chocolate, ya descrito, al que no alcanzaban las consecuencias del castigo reglamentario según don José.

      El viernes, una maestra de la sección de niñas llamada Trinidad llamó a la puerta de mi encierro por la tarde y me introdujo un paquete con pan y queso por debajo de la puerta, que agradecí emocionado, al mismo tiempo que empujé hacia fuera, no accediendo a sus suplicas para que lo tomase, respondiéndola yo que lo sentía mucho y que no lo tomase a desprecio, pero que estaba dispuesto a dejarme morir de hambre, aun sabiendo perfectamente la lección desde que me la preguntaron por primera vez.

      Esta actitud mía, tan decidida como invencible, llego a oídos del director del Colegio, y fue planteada en la junta de profesores del día siguiente en su casa, en la que supe mucho después que la mayoría de los concurrentes consideraba excesivo, y hasta cruel, el castigo al que estaba sometido y que, de seguir, podría acarrear responsabilidades y hasta escándalo en la prensa, con graves consecuencias para el Colegio, acordándose que el director, Sr. Fliedner, me llamase aquella misma tarde a su casa para lograr de mí por las buenas convencerme para deponer mi actitud; y, a las seis de la tarde, hora en que salía de mi diario encierro, me ordenó don José Ríos que me presentase en casa del director acompañado de mis libros de Latín, cosa que obedecí sobre la marcha, sin preocuparme el verme en libertad y en la calle, presentándome en su despacho, quien con todo cariño me preguntó por qué no había querido dar la lección durante todos los días de la semana que estuve encerrado, por orden del profesor.

      –Porque la sabía el lunes, la dije bien cuando me la preguntó por primera vez, y, sin embargo, me castigó injustamente diciéndome que no la sabía.

      –Y, si la sabías ¿por qué no la diste al día siguiente?

      –Porque no la podía saber mejor que el lunes, y, por eso, no volví a abrir el libro en toda la semana –respondí indignado y llorando.

      –Vamos, no llores; ¿y te la sabes aún?

      –Sí, señor, y puede usted tomármela, a pesar de no haberla repasado desde el primer día.

      –Pues, si la sabías, debiste habérsela dado a don José Aguilera, que sabes te quiere tanto y te hubieras ahorrado el castigo de toda la semana. Anda, vuelve al Colegio y lleva este papel a don José Ríos, en el que le pido te den de cenar.

      Al lunes siguiente, antes de empezar la primera clase, que era, precisamente, la de Latín, me llamó aparte el profesor Aguilera, preguntándome cariñosamente por qué me portaba así con él, sabiendo lo mucho que me quería, contestándole yo que porque me castigó sin merecerlo, porque me sabía la lección.

      –Bueno –me dijo–, no hablemos de eso, ni más sobre este asunto. Dame un abrazo y a ser buen muchacho. En adelante quedamos tan amigos, como siempre. ¿No te parece?

      Y así sucedió, volviendo yo a ser la fierecilla amansada, dócil, obediente, como siempre y, también, razonable… cuando no se me atropellaba.

      Tuve la suerte en el Colegio de que mis profesores y mis compañeros reconociesen condiciones intelectuales que sustituía y compensaba, con mucho, mi poca diligencia en el estudio, puesto que tenía la costumbre de preparar mis lecciones con la mayor rapidez, menos las matemáticas, cuyo libro no abría durante todo el curso y, sin embargo, con gran admiración del profesor, don Manuel Rodríguez Navas, autor de muchos libros de enseñanza publicados en su mayoría por la célebre editorial Calleja24 y que me tenía como el primero en las clases de Aritmética, Álgebra, Geometría y Trigonometría, dándose el caso, muchas veces, de salir al encerado para hacer la demostración de un teorema, por ejemplo, de Álgebra, fuera

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