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untábamos ligeramente de la mantequilla o de melaza, cuya compra nos encargaban.

      A las doce, la comida, que para los comensales españoles no era de mucho agrado, por ser de la cocina alemana, a la que no estábamos acostumbrados, con platos exóticos, y a las cinco de la tarde se servía el té, solo para la familia de la casa, y a las siete se consumía la cena, casi siempre de fiambres, más una taza de té.

      Nuestra vida estudiantil no nos eximía de muchos, nuevos, pesados y, a veces, depresivos trabajos. Éramos otros tantos criados, sobre todo yo, que no contaba con la experiencia de mi compañero Federico, ni con sus argucias para esquivarlos, lo que motivaba que recayeran continuamente sobre mí. Lo mismo íbamos a entregar varias cartas que nos hacían recorrer medio Madrid, a veces ya de noche, por barrios entonces peligrosos, para ahorrar los sellos del franqueo interior, que llevábamos pruebas a la imprenta, muchas veces también después de corregirlas nosotros mismos, o bajábamos, sobre nuestros hombros, a la Estación del Norte pesadas maletas cuando don Federico salía de viaje, cosa que ocurría muy a menudo. ¡Cuántas veces he atravesado, con la maleta al hombro, el Campo del Moro para acortar el camino, expuesto a un atraco, por evitar tropezarme en la calle con algún compañero de la universidad!

      Sin embargo, todo ello no me era más enojoso y difícil que otros encargos que considerábamos más ridículos.

      Vinieron a vivir con la familia unas sobrinas del director, dos alemanas tan feas y mal fachadas que solo podrían soportarse dentro de casa, donde podían ocultarse de la vista del público. Una de ellas era alta, por lo menos de dos metros, a lo que contribuía un largo y encorvado cuello, sobre el que culminaba una cabeza pequeña, con un semblante que excitaba la risa, y unos ojos pequeños y saltones, tras unas gafas extraordinariamente gruesas; parecía, realmente, una jirafa. La otra no era tan alta, un poco más gruesa, pero de una fealdad en fraternal competencia, hasta en lo grueso de los lentes, que tanto la acentuaba, completando su ridículo aspecto una indumentaria rarísima, tanto de factura como en los colores de las telas, llamando la atención del más despreocupado en aquellas calles madrileñas, en las que, pronto, constituyeron el hazmerreír de cuantos tropezaban con ellas.

      Y ese fue mi martirio durante el tiempo que duró mi carrera, porque siempre que salían de casa requerían la compañía de uno de nosotros, o, mejor, la mía, puesto que para esos menesteres nunca aparecía Federico, quien, en cambio, se dio maña para fumar a costa de ellas, muy agradecidas al tropezar con un hombre que las entretenía con sus chistes; eso sí, dentro de casa.

      Nadie puede apreciar mi sufrimiento cuando tenía que acompañarlas por la calle, donde todo el mundo nos miraba con verdadero espanto y hacían comentarios graciosísimos que, felizmente, ellas no entendían, procurando yo, sin que ellas se dieran cuenta, acompañarlas pero nunca yendo a su lado, sino delante o detrás.

      Recuerdo que, una vez, íbamos por la calle Ancha de San Bernardo, donde está la universidad,29 cuya fachada entera habíamos de recorrer fatalmente. Dándome cuenta de lo que fatalmente también iba a suceder las dejé, con el mayor disimulo, que siguieran adelante, hasta que yo las alcanzara, pretextando que se me había desatado una correa del zapato, pudiendo observar desde respetable distancia su paso por la puerta de la universidad, llena de estudiantes que, ante su presencia, como era natural, armaron un alboroto de padre y muy señor mío. Unos se abrían de capa ante ellas, como si se tratara de dos vacas bravías, simulando, otros, la suerte de banderillas, con una de gritos y risotadas que terminaron cuando hubieron traspuesto la calle de los Reyes, en donde me incorporé a ellas, haciéndome de nuevas ante sus justificadas censuras sobre lo ocurrido. Pero yo evité ante mis compañeros el ridículo de mi acompañamiento forzado, y para mí siempre trágico, por mi calidad de hombre, que me ponía en una situación violenta, pues, al fin y al cabo, iba acompañando a unas señoritas.

      Estando, otra vez, de temporada veraniega en El Escorial, un día de San Lorenzo, patrono del pueblo, ambas hermanas decidieron ir a los alrededores del célebre monasterio, ocupados por una gran multitud de romeros casi en su totalidad madrileños. Como siempre, la víctima de su compañía había de ser yo, bajo mandato, naturalmente, misión que cumplí desde el pueblo, durante el kilómetro y medio que le separa hasta el monasterio. Llevaban unos vestidos llamativos, por lo raros y mal confeccionados. Pero aquel día se les ocurrió comprarse unos sombreros de paja ordinaria de alas anchísimas, que solo usan los segadores para defenderse del sol. Los «adornaron» con un amplia banda de tul blanco colgando por detrás en un gran lazo, cuyas puntas caían sobre sus espaldas. Iban, las pobres, matadoras y bien ajenas a lo que les iba a ocurrir. En cuanto nos metimos entre la multitud, ellas delante y yo detrás, a respetable distancia, se armó una verdadera revolución, sobre todo por la inestabilidad de los célebres sombreros, hasta el extremo de costarles verdadero trabajo salir de aquel atolladero y emprender la huida, retornando al pueblo, a paso acelerado, sin que yo pudiera entender sus coléricas censuras, porque las proferían en alemán.

      No olvidaré nunca la pesada losa que gravitaba sobre mí, de aquellas desgraciadas que, después de no tener que agradecer nada a la naturaleza, recargaban su fealdad con sus ridículas rarezas, que, además, irradiaban sobre los que, obligatoriamente, habíamos de acompañarlas.

       7 EN LA UNIVERSIDAD

      Realmente, la vida universitaria representa para el estudiante del bachillerato que ha cursado en el instituto, año tras año, esta etapa de la enseñanza, a pesar de su entrenamiento preuniversitario, una verdadera novedad, y mucho más para mí y para los que jamás habíamos respirado el ambiente de libertad personal, respetada por profesores y bedeles, sino, por el contrario, cuando la vida anterior, como la mía, había tenido el carácter de reclusión y aislamientos, vigilados y duros.

      Yo era casi un niño, el verdadero benjamín de mi curso, y, hasta de la universidad, destaque conservado en mí tanto en mi profesión de bibliotecario como al ingresar en el escalafón de catedráticos, pues fui el más joven en ambos escalafones. Los primeros días de clase quedaba deslumbrado ante la alegre algarada de mis nuevos compañeros de estudios, procedentes de todas las regiones de España que, con los madrileños, desde los primeros días en los que espontáneamente hacíamos nuestras mutuas presentaciones, formamos una compacta y fraternal piña, tanto de apoyo como de caballeroso y leal compañerismo, de tal suerte que cuando surgía algún incidente lo vetábamos en un ambiente de convicción, reforzado por una actitud resuelta por parte de todos.

      Esa confraternidad creó entre nosotros estrechos lazos de integridad cuya fuerza ha resistido los años, las ausencias y los azares de la vida, tratándonos como iguales en el orden social, a pesar de estar representadas entre nosotros todas las categorías, desde la del opulento aristócrata, hasta el modesto estudiante que, con su diario trabajo, sostenía su carrera y su vida, ayudado por sus familiares, o de los pobres como yo, humildemente vestidos y agobiados de privaciones.

      Todos, como digo, éramos iguales en nuestro diario trato, aunque, tácitamente, reconocíamos la superioridad de los mejor dotados o de mayor aplicación. Más de una vez algún compañero, título de Castilla, como el conde de Cerrajería, al salir de clase nos invitaba a llevarnos a casa en su magnífico landeau, tirado por dos magníficos caballos y servido por un cochero y un lacayo uniformados con tal diferencia que, al lado de nuestra modesta indumentaria, parecían potentados señores. Sin embargo, nos abrían la puerta del carruaje, chistera en mano, cuando entrábamos o salíamos de él.

      De aquella generación académica salieron hombres destacadísimos, literatos, poetas, historiadores, políticos, críticos, filósofos, escritores, periodistas, investigadores, etc., que han honrado y honran a España y que han dejado esplendorosa estela en la historia de su cultura. Francisco Navarro Ledesma, Ramón Menéndez Pidal, Manuel Fernández Navamuel, José Rogerio Sánchez, Rufino Blanco, José Verdes Montenegro, Andrés Ovejero Bustamante, Adolfo Valdés, que atravesando el mar debía de ser creador de la Industria Mexicana, Marcelino Fernández y Fernández, su paisano, y tantos otros que honraron la patria y a su inolvidable universidad.

      Nuestra facultad contaba con un claustro de catedráticos envidiable, todos casi en su totalidad de edad más que madura, llegados a la cúspide del profesorado

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