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Amador de los Ríos, etc. Figuraban, entre los primeros, el gran humanista y sacerdote que cambió sus hábitos por la toga, don Lázaro Bardón, catedrático de Lengua Griega, que fue rector de la Universidad durante la Primera República, y su compañero don Alfredo Adolfo Camús, a quien sus ya incontables años no habían aminorado, en nada, sus vastos conocimientos en su disciplina de Literatura Griega y Latina, que nos explicaba «cuando le dejábamos», de tal forma que se llenaba la cátedra, muchas veces, de compañeros de otras facultades para gozar en sus explicaciones. Fue compañero de armas y fatigas en su juventud de Espronceda, Quintana, Nicasio Gallego, Jovellanos, Larra y Zorrilla, de quienes nos hablaba con emocionada fruición, intercalando algunas aventuras juveniles corridas con ellos. Completaban el cuadro de tan excelentes maestros Morayta, Fernández y González, Longué, Sánchez Moguel, Valle, Ortí Lara, etc.

      Como siempre, la rápida observación y el fino ingenio del alumnado formaban un discreto y atinado criterio del valer de nuestros mentores pero, sin embargo, todos ellos eran objeto del mayor respeto dentro y fuera de la cátedra por parte de todos, sin la menor excepción. Cuando nos cruzábamos con ellos, donde fuera, nos descubríamos respetuosamente, sin jamás atrevernos a dirigirles la palabra, y si se daba ese caso, iniciado por ellos, generalmente nos acercábamos en grupo, a guisa de comisión, permaneciendo descubiertos durante toda la entrevista.

      Inicié mi vida universitaria con un incidente ruidoso de carácter colectivo que se produjo en los primeros días del curso, producido por el discurso de apertura leído en el acto de inauguración del curso académico por el catedrático de Historia de España don Miguel Morayta, en el que haciendo un estudio del reinado de los Reyes Católicos se metió con la Inquisición, con el fanatismo religioso y censuró la expulsión de los judíos, considerándola como un error político. Debe hacerse constar que el excelso catedrático era liberal, republicano y masón de alta categoría.

      Los elementos reaccionarios empezaron a moverse, como siempre, en la sombra, encontrando a los estudiantes de su cuerda como materia maleable para emprender una campaña de protesta contra el maestro, y un día nos sorprendió la visita de una comisión, formada en la Facultad de Derecho30 […] [Hoja desaparecida en el original].

      […] interesado en ponerse al lado de Matilde, en el primer banco donde ella se sentaba, que dio motivo a alegres comentarios en la Universidad durante unos días. Había publicado un pequeño libro de poesías, muy medianas, dedicadas a un su tío que debía de ser su protector, y un estudiante del Preparatorio de Derecho, listo y nervioso –que más tarde llegó a ser un gran orador de mitin, republicano, de verdadera fama, cuya carrera política cortó la muerte, aún muy joven–, hizo una graciosa y dura crítica de aquel engendro poético de nuestro compañero, que se leyó profusamente en todos los corrillos estudiantiles de la facultad, en los que surgían estruendosas carcajadas.

      Súpolo Ovejero, y una mañana, antes de entrar en las clases, recriminó a su espontaneo crítico en forma airada, terminando la discusión cambiándose algunos mamporros, no pasando a mayores gracias a la intervención de los espectadores de la bronca, pero no impidió que surgiera un lance de caballeros, vulgo desafío, nombrando cada uno de los contendientes a sus respectivos padrinos.

      Uno de estos era Paco Navarro Ledesma, que luego fuera el gran biógrafo de Cervantes, y que pertenecía a los del crítico de los versos, que se encargó de dirigir las discusiones para el encuentro de los contendientes, que acordaron, por unanimidad, que el duelo se verificase en los terrenos que había ocupado el antiguo Saladero, ocupados hoy por la amplia calle de Sagasta, escogiendo como las armas más adecuadas los puños de los dos rivales.

      Y, en efecto, los cuatro padrinos con sus representados se reunieron en la puerta de la Universidad a la temprana hora convenida, marchado con un solemne silencio por la calle Ancha hacia la Puerta de San Bernardo, pero al pasar por la fuente adosada a la fachada de un convento de monjas, llamada de «los once caños», atendiendo al número de estos, que lanzaban continuamente abundante agua en el largo pilón de piedra, los padrinos mandaron hacer alto llamando a sus representados, tomando la palabra Navarro, que, con voz solemne, les dijo: «Señores, los padrinos han acordado, por ambas partes, que los dos caballeros que van a ventilar su querella en el terreno del honor, que antes de seguir adelante hacia el lugar señalado para el duelo, ha de beber, cada uno, en nuestra presencia, un trago de agua de cada caño de esta fuente».

      Ovejero y su contrincante no pudieron disimular su sorpresa ante la seriedad de sus padrinos al dar a conocer tan rara condición, pero dándose cuenta de la guasa de que eran objeto quisieron arremeter contra estos, que ya no pudieron contener la risa, terminando así el famoso duelo… antes de principiar.

      Sin embargo, Andrés Ovejero, más tarde, en su carrera de arribista «se arrimó» a Navarro Ledesma, cuando el conde de Romanones fue ministro de Instrucción Pública, y encargó a este la confección de las reformas al plan de Segunda Enseñanza, que llevan su nombre, evidentemente, el más sensato y pedagógico de cuantos se hicieron por su profundo conocimiento del problema. De esta manera, Ovejero aprovechó aquella circunstancia para cultivar la amistad con el ministro, logrando que este le ingresara en el escalafón de institutos, sin oposición, pasando por encima de la ley, nombrándole para el Instituto de Segunda Enseñanza de San Juan de Puerto Rico, entonces aún colonia de España, tomando posesión de su cátedra en Madrid, sin jamás ocuparla y aprovechándose de la catástrofe colonial y del derecho preferente que se concedió a los catedráticos de ultramar de ocupar cátedras de la misma categoría en la península, fue nombrado titular del Instituto de Cádiz, en el que tampoco puso los pies, logrando que se creara una cátedra de Historia del Arte en el Doctorado de la Facultad de Filosofía y Letras, para que un tribunal, escogido ad hoc, le diera la mencionada cátedra de nueva creación, en cuya oposición no tuvo contrincante. Más tarde, en su camaleónica carrera política, ingresó en el Partido Socialista, para ser elegido diputado provincial de este por Madrid, que siempre fue el campo de sus especulaciones, quedando en la Corte, sin que el triunfante falangismo le molestara en lo más mínimo.

       8 VELEIDADES DE UN CATEDRÁTICO

      Entre los del primer curso de la facultad descollaba, por su competencia y por su vocación y entusiasmo, el profesor de Literatura General, Dr. don Antonio Sánchez Moguel,31 solterón empedernido, dotado de muchas rarezas, que vivía con su anciana madre y cuyas rarezas de carácter soportaban unos y otros no, autoritario y atrabiliario, lo que motivó más de una vez censuras en el Ateneo y enemigos personales que transcendieron a la prensa, como ocurrió con su compañero, el catedrático de Oviedo Dr. Leopoldo Alas (Clarín) y con otros, y no pocos disgustos que sufrió, dentro de la Universidad, y violentos muchos de ellos entre compañeros a los que quería imponer su voluntad y más de una agresión por parte de estudiantes atropellados por él tras su inmunidad docente.

      Al iniciarse los exámenes de fin de curso, formaba tribunal con don Nicolás Salmerón y don Manuel María del Valle, a quien la cátedra no le interesó nunca, especulando más en la política, y al despedirse, don Antonio, con la mayor tranquilidad, nos dijo que como se iniciaban los exámenes con el de Literatura tuviéramos en cuenta que la nota que sacásemos, en esta su asignatura, sería la misma que, posteriormente, obtendríamos en las otras dos materias.

      Y así sucedió, sin saber nosotros de qué mañas se valdría, dada su habilidad y su audacia para imponer su voluntad, cosa que a mí me perjudicó mucho, sirviéndome de lección para el futuro. Yo me había hecho una ilusión, con fundamento para ello, la de sacar sobresalientes en las tres asignaturas, pero como los exámenes empezaban el día primero de junio y la última cátedra y lección explicada se efectuaban el día treinta y uno de mayo, el tiempo me faltó para preparar bien las tres últimas lecciones del programa, que se componía de 67 lecciones, y no pude más que mirar por encima los apuntes, confiándome en lo que recordaba de las explicaciones habidas en clase. Y así marché, alegre y confiado, a los exámenes en que, por lo menos, dos lecciones sacaría, entre las 60 anteriores, pero ¡cuál fue mi espanto al sacar de la bolsa las bolas correspondientes a las lecciones 65, 66 y 67!

      No perdí la serenidad que, en casos como aquel, nunca me faltó y a la que debo gran

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