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referencia, lo que no pasó desapercibido para ninguno.

      El origen de lo ocurrido fue que me veían los compañeros leer El Motín,37 semanario republicano y anticlerical en alto grado, dirigido por el gran periodista José Nakens, y sin duda, aquel mal compañero, para conquistarse simpatías del profesor le fue diciendo que yo era suscriptor del periódico en el que, además, colaboraba.

      Al salir de clase, a la una, nos fijamos en el mal compañero, que asustado nos decía que él no había dicho nada, teniendo yo que intervenir para evitarle una paliza. Por algo me llamaban Don Quijote.

      Sin embargo, el incidente sirvió para que el fraile de levita se «destapase» significando una sentencia en mi contra, lo cual me puso en guardia, para evitarlo a toda costa a fuerza de estudio, haciendo mi examen presenciado por todos mis compañeros, en que pude superar las «pegas» que me oponía, en una verdadera y desigual lucha. Hice un examen merecedor de la nota de sobresaliente, que me rebajó a la de «bueno», pero pude evitar el suspenso al que estaba sentenciado por el fanático fraile, a quien sus compañeros del tribunal, según supimos luego, no le permitieron cumplir tan buena y piadosa obra.

      Terminé aquel curso con halagadoras notas, pasando las vacaciones en Madrid, esquivando ir a El Escorial, no discutiéndoseme por la actitud de mi mutismo, que había adoptado, que contenía cualquier diálogo o discusión conmigo.

      Pasado el verano me matriculé en el último año de la carrera con grandes ánimos, ante la consideración de la proximidad del cumplimiento de mis planes y el logro de mis aspiraciones, guardando, dentro de casa, la misma actitud y sometiéndome sin la menor protesta a cuantos servicios me sometían, por duros y humillantes que fueran.

      Federico Larrañaga, mi compañero de colegio y de habitación después en casa del director, terminados los estudios que emprendió en mi facultad dos años antes que yo, marchó a Alemania, por cuenta del Comité de Berlín, a iniciarse en los de Teología, para, a su retorno a España, ser utilizado en la obra evangélica, como pastor y al mismo tiempo como profesor del colegio en la segunda enseñanza, puesto que en el colegio había alcanzado ya tan renombre, a pesar de la inútil competencia que le oponían sistemáticamente otros centros instalados cerca de él, regidos por órdenes religiosas y por asociaciones católicas de damas catequistas, por la superioridad de los métodos de enseñanza que se empleaban, conforme a la pedagogía alemana de entonces, la primera del mundo, que tanto aventajaba a la anticuada y anacrónica que se empleaba en España por tradición.

      Me quedé, pues, solo en nuestro cuarto de estudiante, contando ya los diecisiete años, sintiéndome ya un hombre de experiencia, porque, realmente, puede decirse que no había tenido infancia y porque los desengaños y sufrimientos me hicieran pensar, serenamente, en mi porvenir.

      Estudiaba con Larrañaga un compañero, Pedro Mora, inteligente y estudiante ejemplar, hijo de un maestro carpintero establecido en la Cuesta de Santo Domingo, que aparentando excesiva seriedad, rayana en mal interpracenio (sic), que, en vano, pretendía ocultar el corazón de oro y la bondad que encerraba su pecho. Era un obrero muy conocido en Madrid, que con su hermano don Francisco Mora,38 que luego fue hasta su muerte secretario general de la UGT, al lado de Pablo Iglesias, figuró, don Ángel, representando a España en la Segunda Internacional Socialista, gozando durante su larga vida de envidiable prestigio entre la clase proletaria, que jamás explotaron para no abandonar su trabajo sobre el que pesaba el sostenimiento de sus respectivas familias, don Ángel en su carpintería donde se le encontraba, a toda hora, sobre su banco de trabajo, y don Paco, como artista muy destacado en la Compañía de Zarzuela de la Soler di Franco. Aquellos honrados y austeros socialistas de entonces, empezando por su figura cumbre, Pablo Iglesias, trabajaron desinteresadamente por el ideal, viviendo de su oficio, que no abandonaron nunca, dedicándole después de terminada la tarea del día algunas horas que robaban al descanso.

      La ausencia de Federico Larrañaga motivó mayor intimidad entre Pedro Mora y yo, pues la coincidencia de nuestros caracteres atrajo hacia mí un paternal y consolador cariño por parte de su padre y del resto de su familia, abriéndome, como se verá, más adelante, el camino de mi providencial emancipación.

      Las asignaturas que integraban mi último curso eran Literatura Española, con nuestro temido catedrático Sánchez Moguel, Literatura Griega y Latín, que, desde la fundación de la Universidad Central, regentaba el mencionado humanista don Alfredo Adolfo Camús,39 venerable anciano, aunque de espíritu juvenil, universitario de cuerpo entero, cuyas clases eran un ejemplo de erudición, cuando se las dejábamos dar, o un motivo de solaz pasatiempo provocado por nosotros, salpicado de curiosas anécdotas y hasta de graciosos cuentos, muchas veces de subido color expuestos por el simpático maestro, empleando el más limpio y selecto castellano.

      De la cátedra de Lengua Hebrea estaba encargado el Dr. don Mariano Viscasillas, hombre lleno de entusiasmo por dicha disciplina, que explicaba con la mayor bondad, pero que para los alumnos suponía un verdadero tormento que duraba todo el curso, cual era llevar a cuestas durante toda la mañana y los intervalos de las clases la voluminosa Biblia en hebreo, que muchos portábamos, por comodidad relativa, con ayuda de un portafolios a guisa de maletín.

      De la cuarta asignatura, Historia Crítica de España, suplía el catedrático titular, como auxiliar, el gran epigrafista, especializado en investigaciones históricas de la época árabe, don Rodrigo Amador de los Ríos, hijo del historiador y catedrático de Literatura, don José.

      Los grandes ánimos con que empecé el curso se sostuvieron durante toda su duración, logrando destacar entre los más estudiosos.

      Fue un año de ímprobo trabajo que hizo subir mi papel, sobre todo, en la clase de Literatura Española, en la que, con Ramón Menéndez Pidal, ocupé uno de los dos primeros lugares preferentes, no solo por el criterio del voluble profesor, sino por reconocimiento de todos los compañeros. Tras reducidas clases de previa preparación, con lecciones generales de Literatura Española, dedicamos el resto del curso a estudiar el Poema del Cid desde el punto de vista literario, histórico y, preferentemente, filológico. Pero antes encargó Sánchez Moguel a cada uno de los alumnos un trabajo crítico y sobre todo bibliográfico de una obra de nuestra literatura clásica, señalándome a mí el del Libro de Patronio o El Conde Lucanor, del Infante Don Juan Manuel, señalándonos una fecha prudencial para entregárselos.

      Me casi instalé en la Biblioteca Nacional, estudié la obra, pedí y tomé nota de los manuscritos de la misma que se conservaban, en sección correspondiente, de los que hice una minuciosa descripción, especialmente paleográfica, como asimismo de las diversas ediciones sucesivas de la obra, de las que hice un cuidadoso estudio bibliográfico, entregando mi trabajo, como todos, en la fecha señalada. Transcurrieron bastantes días de clase sin que don Antonio nos expusiera su juicio, aunque sí nos dijo que estaba estudiando con el detenimiento que pudiera merecer cada uno de los trabajos, hasta que un día dedicó toda la hora de clase a discurrir sobre ellos, empezando por decir, con gran sorpresa mía, que los dos únicos trabajos que llenaban todos los requisitos de un verdadero trabajo de investigación bibliográfica eran los de Menéndez Pidal, sobre el Poema del Cid, y el de Manuel Castillo sobre el Libro de Patronio o El Conde Lucanor, del Infante Don Juan Manuel, considerando todos los demás muy inferiores, y en su mayor parte insignificantes. Ello me satisfizo interiormente, exteriorizado por el rubor, pues me subió el pavo extraordinariamente por el manifiesto cambio de opinión sobre mí que denunciaba la declaración y felicitación del profesor, llegando a los exámenes con tal seguridad que, como el de Menéndez Pidal, nos fue fácil lograr un esperado e indiscutible sobresaliente.

      Ramón y yo firmamos las oposiciones al premio de la asignatura y yo tuve la suerte de que nos saliese un tema bibliográfico, materia en la que, entonces, le había superado, así como en lingüística me consideré siempre inferior. Las armas de ambos opositores, por esa causa, eran desiguales, con perjuicio de mi contrincante, y ante sus dudas respecto a ediciones y sus fechas y editores, le ayudé cuanto pude a resolverlas, por considerar que, por su labor muy meritoria durante el curso, merecía el premio más que yo, reconociendo en justicia su superioridad sobre todos los compañeros.

      Leíamos ante el tribunal nuestros

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