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reaccionando a la enorme emoción que me había producido la benévola e inesperada nota con que culminaba mi carrera, que lo que el adulador buscaba era una propina, pero mi contestación envolvió, además de mi natural modestia, algo que traslucía que me había dado cuenta de su maniobra para conmigo, claro es que sin propina, sencillamente porque aunque la hubiera querido dar no hubiera podido quien en los tres años de carrera no dispuso de un céntimo, caso único entre todos mis compañeros, ignorantes, por supuesto, de mi verdadera situación económica y social, la del pobre «Cumberland» que renunció a hacer una buena fortuna.

      Con mi nota en el bolsillo retorné a casa, dominado por tantas emociones, comunicando la buena noticia a mis amigos españoles en casa de don Federico, ausente entonces y durante la cena, que recuerdo consistió en un plato de lentejas. Doña Juana me preguntó, seguramente, porque ya sabía algo:

      –¿Te examinaste ya de la reválida, Manuel?

      –Sí, señora, esta tarde –respondí secamente, como ya era mi costumbre, sin abandonar mi actitud poco comunicativa.

      –¿Y qué nota te han dado?

      –Sobresaliente, firmado por Salmerón, Menéndez Pelayo…

      –Que sea enhorabuena, Manuel –me contestó sin dar mucha importancia al hecho.

      –Muchas gracias –le contesté con la misma frialdad.

      En cuanto cené, salí acompañado de algunos comensales a la Asociación Evangélica de Jóvenes a dar una conferencia, ya anunciada, sobre un tema literario, recibiendo allí entusiastas y cordiales parabienes de mis consocios y del resto del auditorio al terminar mi trabajo.

      Aquel día fue el más impresionante de mi vida, que culminó con el brillante final de mi carrera, por la que a tanto aspiraba y a cuya consecución sometí todos mis sufrimientos y todas mis humillaciones, porque me abría las puertas a una ansiada y bien merecida liberación, aunque la terminase con una tan frugal cena, sin darse a mi victoria en la casa la menor importancia, pero sintiéndome licenciado, y haciendo honor a mi nuevo rango académico dando una conferencia para coronar tan fausto día.

      Al día siguiente envié, por correo, tan buena noticia a mi buena madre y a don Tomás, que me contestaron, a vuelta de correo, indicándome este la conveniencia de emprender la carrera de Derecho, eso sí, sin pensar de dónde habían de salir los medios económicos para cursarla (seis años), que él no me ofreció nunca, porque en mi casa ignoraban la forma en que había conseguido culminar la de Letras.

      Aquel verano lo pasé también en Madrid, al servicio personal de don Federico, que, como siempre, me utilizaba para todo, desde la corrección de las pruebas de Revista Cristiana y de El Amigo de la Infancia,45 hasta llevarle las maletas, o ir al correo y llevar cartas a domicilio.

      Por cierto, que al iniciarse el invierno de aquel año cayó enferma la cocinera, Sabina, una asturiana cerril y muy trabajadora con viruelas negras. Todos los de la casa se pusieron a salvo, marchando a El Escorial, y dejándonos solo a otra criada, a don Federico y a mí.

      Una madrugada con un frío glacial, tocó don Federico a la puerta de mi cuarto, ordenándome que me vistiera inmediatamente y saliera en busca de Sabina, que, impulsada por la calentura y aprovechando que la otra criada dormía, se había lanzado a la calle descalza, en camisa y cubierta a medias con una manta de su cama.

      Don Federico y yo nos echamos a la calle en su búsqueda, con distintos rumbos; él, por la calle Mayor, y yo por la de Bailén, el Viaducto, cuesta de la Vega y plaza de Oriente. Pero ni él ni yo dimos con ella, yéndose el director a dar cuenta a la policía, lográndose saber que unos guardias habían detenido, aún de noche, a Sabina, creyendo que era una mendiga, llevándola a la Casa de Socorro y, desde allí, trasladándola a una sala de variolosos del Hospital General, adonde fue don Federico para identificarla, pues no sabían quién era, y responder por ella.

      La noche de aquel día, la criada y yo bajábamos el jergón de la cama de la enferma a la calle, y sin la menor precaución, para quemar la paja de maíz de que estaba lleno, reproduciéndose el caso del ataque del cólera a don José Ríos en el colegio y no parar mientes en el peligro que yo corría, único que en la casa estaba, no dando la menor importancia a un posible contagio que me pudiera haber costado la vida. Felizmente, en uno y otro caso, salí indemne, providencialmente.

       12 SE INICIA MI EMANCIPACIÓN

      Ausente hacía más de un año mi compañero Federico Larrañaga, enviado a Alemania a estudiar, o mejor, creo yo, a pasarse una vida también de emancipación de la casa del director pero por procedimientos más prácticos que los míos, en los que era maestro, pero que nunca se acomodaron a su manera de ser, según pude deducir de sus cartas, y que los hechos posteriores me confirmaron, cuando retornó, sin haber terminado la carrera de Teología, teniendo que adscribir toda su vida a los servicios y humillaciones del colegio, que procuraba conjurar y soslayar, primero como encargado del internado y después como profesor de segunda enseñanza. Su ausencia estrechó más mi amistad con Pedro Mora, que acababa, después de brillantes oposiciones, de ingresar en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, destinado a la Biblioteca Universitaria de Barcelona, y con su padre, especialmente, con el resto de su familia.

      Vino aquel verano a Madrid Pedro Mora a pasar un mes de vacaciones al lado de su familia y excuso decir que siempre estábamos juntos y que casi, a diario, hablábamos de mi situación, ante mi decidido propósito de salir, desde luego, por la puerta grande de la férula del colegio, a luchar con mi destino, negándome desde luego a ir a Alemania, cuando se me propusiera. Y así se lo escribí hacía tiempo a Federico, cuando me escribía que, merced a las noticias que publicaba don Federico en Alemania sobre su labor en España, ya era esperado allí.

      Mi falta aún de plan y de orientación motivó que Pedro Mora me sugiriera la idea de prepararme para las oposiciones, como las suyas, en las que los opositores, que debían ser licenciados en facultad, no tenían límite de edad para ser admitidos como ocurría con las de cátedras, aprovechando la ocasión de que estaban muy próximas otras oposiciones para cubrir nuevas plazas vacantes que iban a ser anunciadas. Para ello me ofreció su absoluta ayuda, especialmente dándome las indicaciones que necesitase y fuentes de conocimiento para contestar al cuestionario que sería el mismo.

      Vi en aquella fraternal sugerencia mi tabla de salvación y, percatado de las muchas dificultades y del ímprobo trabajo que suponía la preparación, me dispuse a poner con el mayor entusiasmo manos a la obra, iniciando un planteamiento metódico del trabajo que suponía la sólida preparación para esta nueva lucha, acuciado por los ánimos que me infundió Pedro, lo mismo que su familia, sobre todo su padre, conocedores de mi crítica situación, dándome entusiastas alientos que no me abandonaron durante los cinco meses en los que puse a presión toda mi tenacidad, hasta que se anunciaron las oposiciones en la Gaceta, sosteniendo una continua correspondencia con Pedro, que estaba en Barcelona, que me facilitó muchos datos.

      El trabajo consistía en tomar datos que conseguía consultando distintas obras, para poder contestar a cada pregunta de los temas, pasando muchas horas en la biblioteca en mis investigaciones y todo con el mayor cuidado de que, en casa, no se dieran cuenta de nada, por la seguridad que tenía de que de enterarse don Federico desharía fácilmente mis planes, con su habilidad y su influencia.

      Firmé las oposiciones, a pesar de la oposición de mi madre y de don Tomás, que seguían en la obsesión de este de que emprendiera la carrera de Derecho, pero sin garantizarme los medios económicos para ello, sometiéndose al fin a mis razonamientos y a las advertencias de la señora Pepa, que tanto me quería y admiraba, puesto que conocía perfectamente lo que yo había pasado y pasaba, por ser mi paño de lágrimas en los momentos difíciles y desesperados en los que me consolaba y me daba prudentes y maternales consejos.

      En un viaje que hizo mi madre a Madrid, le dijo: «Agustina, deje a mi Manolito, que sabe de estas cosas más que nosotros y que ha demostrado, hasta la saciedad, que sabe lograr lo que se propone».

      Y, mientras tanto, dedicaba

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