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salí del despacho casi sin poder contener mis lágrimas, al verme ya considerado y respetado humanamente, dirigiéndome, a paso ligero, a la Biblioteca Nacional, para tomar posesión de mi cargo, que me había de dar personalmente aquella gloria de nuestra literatura, como director del Cuerpo Facultativo, al que entraba a pertenecer, cuando el secretario del mismo, don José Paz y Mélia, me dijo con amable compañerismo:

      –He de advertirle, compañero, que puede lograr ahora un ascenso, a dos mil pesetas de sueldo, si se dispone a prestar sus servicios en un archivo de Hacienda.

      –No, señor: quiero ir a una biblioteca.

      Cambiaron una mirada, muy significativa, director y secretario, y moviendo aquel la cabeza, y significativamente, cruzando los dedos, pulgar e índice de su mano derecha, como si contase dinero, me dijo, con una sonrisa no exenta de picardía:

      –¿Estamos todos bien en casa?

      –Todo lo contrario, señor director, porque esta plaza es mi único porvenir. Pero yo no he estudiado mi carrera para dedicarme en un archivo de Hacienda, a ordenar legajos de documentación contributiva y de cuentas municipales. Mejor serviré a mis aficiones, a mis estudios y al Estado en una biblioteca.

      Volvieron ambos funcionarios a mirarse, en forma bien clara de que apreciaban mi quijotismo y romántico rasgo, expendiéndose en nuestra presencia sobre mi título administrativo el acta de toma de posesión.

      Y al día siguiente, por la noche, salía para Salamanca con una maletilla como único equipaje, un cúmulo de ilusiones y un frasco de Goudron de Gullot, específico francés que me regaló mi amigo, el farmacéutico don Juan Bonald, muy afamado en Madrid por sus célebres pastillas para la tos, al despedirme de él en su farmacia de la calle de la Gorguera, que empecé a tomar al llegar a Salamanca en la forma que él me indicara, y que, a los pocos días, me curó completamente de mi afección, reliquia de mis oposiciones, despidiéndome de mi Madrid, con lágrimas, mezcladas de amargura y de alegría. Iniciaba mi libre lucha, en el mundo.

       14 EN SALAMANCA

      En toda la noche no pude pegar ojo, resistiendo a las dos de la madrugada la espera desesperante en Medina del Campo, hasta la salida del tren a Salamanca, a cuya estación llegamos a las cinco, conduciéndome un mozo de hotel al Parador de los Toros, situado en la preciosa plaza Mayor, donde, tradicionalmente, se hospedan los toreros cuando venían a actuar en sus célebres corridas de feria, como Mazantini, el Guerra, Lagartijo, Frascuelo, Reverte, los Bombitas, etc.

      Todos ellos se hospedaban en el histórico parador y a su puerta se agolpaban los curiosos, para verlos salir y tomar sus coches ataviados con sus espléndidos trajes de luces.

      Me llevaron a una habitación, sin lujo, pero muy limpia. Me aseé un poco y me metí en la cama, descansando un poco y haciendo tiempo hasta la hora en que la biblioteca se abriera.

      Me encaminé hacia la histórica universidad, subiendo la amplia y artística escalera que sube al segundo piso, donde está instalada la biblioteca. El porteromozo, Isaac, me recibió muy amable y respetuosamente, pasándome al despacho del jefe, que aún no había llegado, pero que no tardó mucho en hacerlo.

      Enterado de quién era don Agustín Bullón,48 quien, además de regir la biblioteca, era una de las más destacadas figuras en la política provincial, me dio la bienvenida con ese franco cariño castellano, llamándome «compañero», interesándose por mi hospedaje y ofreciéndose para cuanto necesitase, incluso dinero, enseñándome las dependencias y salones de la biblioteca, célebre por su riqueza bibliográfica, de la vetusta universidad, señalándome mi mesa de trabajo, empezando seguidamente a prestar mis servicios como si llevase en ella largo tiempo, de tal forma que, a los pocos días, don Agustín descansaba sobre mí en el régimen del salón de lectura, por el que desfilaron gran número de catedráticos para conocer al nuevo bibliotecario, un muchacho muy joven, cuyo semblante rebosaba de entusiasmo, por hacer honor a su cargo, al tribunal que le había propuesto y al cuerpo facultativo del que ya formaba parte.

      Mi trato con aquellos venerables profesores, encanecidos en el estudio de sus respectivas disciplinas para la enseñanza a sus alumnos, me inició en un mundo nuevo, un ambiente de vida exenta de los diarios vejámenes a los que estaba acostumbrado, lo mismo que de glaciales e injustas indiferencias, sino, por el contrario, con ofrecimientos y consideraciones sinceros, por personas de verdadera solvencia moral, empezando por e1 rector, don Mamés Esperabé,49 completados, además, por el cariñoso respeto que me mostró el cuerpo de bedeles y mozos, encabezados por el popular conserje Domingo Pascual.

      Entonces me propuse estudiar por enseñanza libre la carrera de Derecho, principalmente para satisfacer los deseos reiterados de mi madre y de don Tomás, pero surgió un hecho en la apacible vida universitaria cuyas derivaciones dieron al traste con mis nuevos y nobles propósitos.

      Yo había entablado amistad con la personalidad de mayor relieve entre el profesorado universitario, el vicerrector de la Universidad, a quien tanto le debía, don Mariano Arés y Sanz,50 no solo por las simpatías que atraían mi juventud y la cumplida correspondencia a mi responsabilidad profesional que, en el servicio al público, cumplía con una seriedad impropia de mis pocos años, pero, al mismo tiempo, con una afabilidad y el mejor deseo de servir y complacer a los lectores, que, al marcharse del salón, demostraban siempre su satisfacción y contento, porque realmente en mí no veían al mecánico alcanza-libros, sino a un bibliotecario que los daba orientaciones bibliográficas sobre las materias de sus estudios, facilitándoles obras por ellos desconocidas con que la biblioteca contaba, a pesar de estar tan abandonada económicamente, sin que dejase de ser una de las más importantes de España.

      La coincidencia de ideas entre don Mariano y yo, pues era un republicano modelo, del Partido Centralista que dirigía nuestro inolvidable maestro y amigo de ambos don Nicolás Salmerón, había estrechado nuestra amistad, rebosante de mi respeto y admiración a su persona, mucho mayor desde que supe que había dedicado muchos años en revolver archivos para crear una nueva y próspera vida económica, descubriendo numerosas fundaciones en favor de la Universidad salamantina, hundidas en el olvido, y merced a cuyas afanosas investigaciones y al reconocimiento de esos derechos, por parte de la Dirección General de la Deuda Pública, surgieron más de trescientas becas para estudiantes de la clase humilde, de entre los cuales han salido hombres tan eminentes como Pedro Dorado Montero, hijo del guardador de los cerdos de su pueblo.

      Pero don Mariano cayó enfermo, figurando yo entre los asiduos a verle y a acompañarle, satisfacción reducida a los íntimos amigos que supimos, con gran dolor, que el enfermo iba perdiendo fuerzas y que se acercaba a un fin fatal.

      Hombre serio y consecuente con su ideología, gozaba de gran predicamento en toda Salamanca, que, aunque levítica por tradición, y a pesar de estar manejada por los jesuitas y dominicos, le rendía gran respeto y simpatía, pero sabíamos que en el Obispado se llevaba al minuto el curso de su enfermedad y se urdía, con toda solicitud y tacto, la manera de lograr de él un arrepentimiento de sus ideas racionalistas, aunque fuera ficticio, buscando su logro, que constituiría un éxito cotizable de la Iglesia, por presión en la familia. El caso era evitar que se verificase el primer entierro civil que, con escándalo de las beatas, se sabía había de ser muy concurrido, por lo que significaba la personalidad del ilustre maestro. Y un día, casi un mes antes de su fallecimiento, nos encontramos hospedado en su casa a un cura forastero, al que don Mariano tuteaba y trataba con el mayor cariño y fraterna familiaridad. Era de su propio pueblo y se habían criado juntos, yendo a la escuela al mismo tiempo, y que, según decía, había venido desde su curato, que no pertenecía ni mucho menos a la diócesis de Salamanca, a pasar unos días con él y acompañarle, recordando sus tiempos juveniles, pero que, en verdad, pudimos apreciar que fue buscado, como elemento valioso, para el logro del objetivo que se perseguía. Y, en verdad, el fracaso se hizo notar enseguida, porque a las primeras de cambio quiso iniciar su verdadera misión aprovechando la intimidad y la confianza de que se gozaba en aquella familia. Don Mariano, con aquella firmeza con que acompañaba a sus palabras, le paró los pies, como vulgarmente se dice, en esta forma:

      Mira, siempre

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