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tablero, acompañando a las deducciones orales que al mismo tiempo iba emitiendo, hasta llegar a la conclusión con una claridad y una exactitud a la que no daba la menor importancia, inocencia infantil, creyendo que había cumplido, satisfaciéndome la aprobación del profesor que en seguida me preguntaba:

      –¿Dónde has estudiado esa demostración?

      Contestándole, yo, tímidamente:

      –En el libro. –Subiéndome el pavo, al hacer esta afirmación.

      –Búscamela, a ver si la encuentras.

      Y resultaba, en efecto, que la demostración del teorema que contenía el libro era muy otra, tan exacta como la mía, pero planteada en distinta forma, demostrándose que la mía era original e improvisada, lo que daba margen a que mi maestro y tocayo me largase una filípica contra mi falta de aplicación, a pesar de ser, como me llamaba, el gallito de la clase y declarar al final del curso haber sido, yo, sin darme cuenta de ello, quien, realmente, había explicado las clases de Geometría del Espacio y Trigonometría, a lo que obedecía el hecho de sacarme, todos los días, al encerado, para que resolviera, ante la clase, todos los problemas que exigía el programa.

      Me acuerdo que cuando apenas tenía diez años, siendo aún alumno de enseñanza primaria, escribí en la sala de estudio, en vez de estudiar mis lecciones, una Aritmética Elemental, como propia de mi edad, sencillísima y muy original en las demostraciones y tan sumamente claras, que un niño, más pequeño que yo, las hubiera comprendido sin el menor esfuerzo.

      Pero las crisis provocadas por mi carácter, que, sin ser díscolo a veces lo parecía, puso al director en el caso de llamar a mi madre, para decirla que se hiciera cargo de mí, porque era imposible dominarme, puesto que después de cada una de sus visitas cada domingo parecía que cobraba nuevos bríos, cosa que realmente no era exacta, porque mi mamá cuando me quejaba jamás me dio la razón, sino, todo lo contrario, aunque mucha veces supiera que la tenía.

      Al oír al director, mi pobre madre, a la que le planteaba el más serio problema de su vida, suplicó llorando que volvería de su acuerdo estando dispuesta, ella, a toda clase de sacrificios para que continuase en el Colegio y, entonces, don Federico, algo conmovido, accedió, pero a condición de que no volviera a visitarme, ni a verme los domingos durante una larga temporada, como vía de prueba porque tenía la seguridad de que su ausencia modificaría mi carácter, ante mi convencimiento de que me faltaba el apoyo materno.

      Y aquí sobrevino el caso más heroico que pudo rendirme mi madre, mucho mayor que en el incendio de la calle de la Ruda, que tanto encomió la prensa madrileña, que era el de aceptar tan dura prueba como la que exigía el director para ella, tan transcendental en mi porvenir, como la de no aparecer por el Colegio, como lo prometió y lo hizo, aunque no podía privarse de verme los miércoles y los sábados por la tarde, cuando en fila íbamos de paseo pasando por la calle de la Paloma o la de Toledo, escoltados por nuestro cancerbero don José Ríos, escondida en un portal, frente a la acera sin que yo lo notase, ni desde luego me apercibiera lo mismo que nuestro don José.

      Como la prueba era verdaderamente dura para mi madre y transcendente para mí, convencida de que no tendría fuerzas para someterse a ella por mucho tiempo, tomó la resolución, como ya he dicho heroica en verdad, y acordándose de las reiteradas llamadas de la familia de don Tomás, tanto de su padre, pero especialmente de su hermana doña Daría, casada con el notario de Torrelaguna y que gozaba de una gran posición, decidió ausentarse de Madrid y un día se presentó en la casa del director del colegio a despedirse, diciéndole que como no podía resistir más tiempo no verme, estando en Madrid y privarse, además, de abrazarme, mirando por mi bien y sosteniendo su palabra empeñada, había resuelto ausentarse de Madrid, poniendo tierra por medio.

      Y, así lo hizo. Sin despedirse de mí y con el corazón partido marchó a Torrelaguna, presentándose en casa de doña Daría y haciendo su debut constituyéndose como enfermera única de su hijo Juanito, que tendría mi edad, atacado de viruela negra, no entrando nadie en la alcoba del enfermo, entregada en absoluto a sus cuidados, no separándose de su cama mientras duró la enfermedad, a pesar del peligro que corría de contagiarse, conviniendo los médicos que le asistían, lo mismo que toda la familia de don Tomás, cuando la enfermedad hizo crisis, que el enfermo debía la vida a los cuidados y a la maternal solicitud de Agustina, a la que tanto debían, a mi madre, que, providencialmente, se presentó con tanta oportunidad y en situación tan crítica, siendo considerada desde entonces por parte de toda la familia y, especialmente, por Juanito, su enfermito, y sus padres, pues aquel guardó siempre a mi madre y a mí verdadero cariño, llorando conmigo, ya hombres, la misma amargura el fatal día de su muerte.

      Como don Tomás continuaba en El Vellón ejerciendo su cargo, solterón y medianamente atendido en casa de un vecino del pueblo labrador, la familia le aconsejó que pusiera casa y que mi madre que fue siempre el paño de lágrimas, en el sentido afectivo de aquella agradecida familia, se hiciera cargo de la casa y le tuviera a su cuidado, como así ocurrió durante muchos años, hasta su fallecimiento, cuando todos los que formaban la familia Vera-Sanz consideraron irreparable la desgracia para todos y especialmente, para el médico, que, muy pronto empezó a sentir los perjuicios en sus intereses, al extremo de decidir, por consejo de la familia, casarse con una prima que en su juventud fue novia suya, persona bien educada pero que cometió el error de aislarse de toda la gente del pueblo, pasándose, además, largas temporadas en su pueblo, Torrelaguna, con su familia, dejando solo a su marido, provocando, todo ello, serios disgustos matrimoniales, extravíos del cónyuge que finalizaron en una avenida y conveniente separación, sobre todo para él, que con el casamiento no había resuelto, nada, sino todo lo contrario. Porque en vida de mi madre, que trataba con todo el mundo, la casa de don Tomás estaba muy concurrida por la atracción de las simpatías a mi madre, donde todo el mundo gozaba de la mejor acogida y donde no se desdeñaba a nadie si se le podía favorecer en algo, mientras que, desde el desdichado casamiento, cambió del todo la decoración, echando todo el pueblo de menos a doña Agustina, tan popular, por ser la madrina de muchos de sus hijos.

      Pero, retrotrayendo los hechos a mi historia de colegial, diré que, desde la partida de mi madre cuando se ausentó de Madrid, estuve seis meses sin saber nada de ella, menos lo que me quería decir de paso el director del Colegio, de acuerdo con mis profesores, que se había ausentado, sin decir a dónde, provocándome la noticia tal situación de ánimo que llegó a preocupar a todos, incluso a don José Ríos. Y un buen día don Federico, en una de sus visitas al Colegio, me llamó muy cariñoso y me entregó de un golpe… cinco cartas de mi madre que intencionadamente me había retenido y que gracias, según supe después, a una enérgica carta que le dirigió mi madre en la que le decía que ella, haciendo el mayor sacrificio de su vida, había cumplido exactamente su compromiso, pero que considerase que, en lo convenido, no figuraba el no saber de él nada en absoluto, de su hijo, al que escribía una carta cada mes y le mandaba un sello para la contestación, que no recibía desde que se marchó, haciendo pasar tanto tiempo, lo que suponía un duro e injusto castigo, para mí y también para ella, que no merecíamos, lo que la obligaría a trasladarse a Madrid para verme.

      Leí, con la ansiedad que es de suponer, aquellas tan esperadas cartas de mi madre, acariciándolas, besándolas y cubriéndolas de lágrimas de ternura, no dejando de consolarme algunos obsequios que me enviaba de chorizos, farinatos, etc., preparados por ella, como dulces y pastas, también obra suya, como excelentísima cocinera y repostera que era, notándose mi cambio de conducta y mi retorno a la docilidad y aplicación y, lo que era más importante en aquella dura prueba, a acostumbrarme a toda clase de contrariedades que tanto habían de aumentar en adelante.

       4 MI BACHILLERATO

      Entre mis compañeros del internado había dos que conservábamos una verdadera y fraternal amistad que ha durado toda nuestra vida, larga para los dos, y para otro que no estaba en el colegio, pero que ambos conocimos en la universidad, y que solo ha podido interrumpir y romper la muerte. Dos ingresaron también en la facultad, mayor que yo uno procedente de Valladolid y huérfano de padre y madre, llamado Federico Larrañaga, y el otro, al que escasamente llevaba yo dos o tres meses, venido con sus padres, don José Marcial y doña

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