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el joven montó a caballo pero, antes de que pudiera asentarse en la silla, ella ya lo había pasado, sacándole buena ventaja; su paso no era diferente al del día anterior. El muchacho dispuso que el caballo ambulara e imaginó que, pese a la lentitud con la que andaba el animal, la alcanzaría. Sin embargo, todo fue inútil. Soltó las riendas del caballo, pero no se había acercado más que si estuviera a pie. Cuanto más picaba al corcel, ella más se alejaba, aunque su paso no fuera más rápido que antes. Puesto que veía que era infructuoso perseguirla, regresó y fue a donde estaba Pwyll.

      –Señor –le dijo–, el caballo no puede hacer nada mejor que lo que has visto.

      –He observado que es en vano perseguirla –respondió–. Juro por Dios que ella tiene un mensaje para alguien de este llano, si su obstinación le hubiera permitido decirlo. Volvamos a la corte.

      Llegaron y pasaron esa noche cantando y divirtiéndose hasta que estuvieron satisfechos. Al día siguiente se entretuvieron hasta que llegó la hora de ir a comer. Cuando terminaron la comida, Pwyll dijo:

      –¿Dónde están los que estuvieron conmigo en la cima de la colina ayer y el día anterior?

      –Aquí estamos, señor –respondieron ellos.

      –Vamos a sentarnos en la cima –dijo–. Y tú –dirigiéndose al palafrenero–, ensilla bien mi caballo y condúcelo al camino, y trae mis espuelas –el palafrenero así lo hizo.

      Llegaron a la colina y se sentaron. No habían estado mucho tiempo cuando vieron a la jineta venir por el mismo camino, de igual forma y paso.

      –Palafrenero –dijo Pwyll–, veo a la jineta. Dame mi caballo.

      Montó y, tan pronto como lo hizo, ella lo pasó. Giró por detrás de ella y dejó que su vivaz y saltarín caballo caminara. Le pareció que al segundo salto, o al tercero, la alcanzaría, pero no estaba más cerca de ella que antes. Apuró al caballo para que fuera lo más rápido posible; sin embargo, vio que era inútil perseguirla. Entonces dijo Pwyll:

      –Doncella, por el bien del hombre que más amas, espérame.

      –Aguardaré de buen grado –respondió ella–, pero hubiera sido mejor para el caballo si lo hubieses pedido hace un rato.

      La doncella se detuvo y esperó. Corrió la parte del tocado que cubría su rostro, fijó su mirada sobre él y empezaron a conversar.

      –Señora –dijo Pwyll–, ¿de dónde vienes y hacia dónde vas?

      –Estoy haciendo unos mandados –contestó–. Me alegra verte.

      –Te doy la bienvenida –dijo él.

      Entonces Pwyll pensó que los rostros de todas las doncellas y damas que había visto eran desagradables en comparación con el de ella.

      –Señora –le dijo–, ¿me dirás algo acerca de tus mandados?

      –Por Dios que lo haré –respondió ella–. Mi principal objetivo era conocerte.

      –Ese es, para mí, el mejor propósito que pudo traerte –dijo Pwyll–. ¿Me dirías quién eres?

      –Sí, señor –dijo–. Soy Rhiannon hija de Hyfaidd Hen y seré entregada a un hombre en contra de mi voluntad50. Pero jamás he querido a nadie por amor a ti, y aún no lo hago, a menos que me rechaces. Y es para conocer tu parecer en este tema que he venido.

      –Por Dios –contestó Pwyll–, esta es mi respuesta para ti: si pudiera optar entre todas las damas y doncellas del mundo, te elegiría a ti.

      –Bien –dijo ella–, si esto es lo que quieres, antes de que me entreguen a otro hombre arregla una cita conmigo.

      –Para mí, cuanto antes mejor –dijo Pwyll–. Organiza el encuentro donde tú quieras.

      –Lo haré, señor –respondió ella–. Me aseguraré de que se prepare un banquete dentro de un año a partir de esta noche en la corte de Hyfaidd y de que esté listo para cuando llegues.

      –Asistiré de buen grado –dijo él.

      –Adiós, señor –dijo ella–. Recuerda cumplir tu promesa. Yo seguiré mi camino.

      Se separaron, y él regresó junto a su mesnada y sus seguidores. Cualquier pregunta que le hacían respecto de la doncella, él cambiaba de tema. Así pasó el año hasta el momento acordado y Pwyll se aprontó junto con noventa y nueve caballeros. Partió hacia la corte de Hyfaidd Hen; llegó y le dieron una cálida bienvenida. Había una gran concurrencia y alegría, lo esperaban grandes preparaciones y todas las riquezas de la corte estaban a su disposición. Prepararon la sala y fueron a las mesas. Así fue como se sentaron: Hyfaidd Hen a un lado de Pwyll y Rhiannon al otro lado; luego, cada uno de acuerdo con su rango. Comieron, se solazaron y conversaron.

      Cuando estaban por empezar a entretenerse después de la comida, vieron entrar a un joven alto, de porte regio y cabello negro, vestido con seda brocada. Cuando llegó a la parte superior de la sala saludó a Pwyll y a sus compañeros51.

      –Bienvenido seas, amigo. Ven a sentarte –dijo Pwyll.

      –No lo haré –respondió él–, soy un demandante y realizaré mi pedido.

      –Hazlo de buen grado –dijo Pwyll.

      –Señor –replicó él–, es a ti a quien he venido a hacerle una solicitud.

      –Lo que sea que me pidas, mientras esté a mi alcance, será tuyo.

      –¡Ay! –dijo Rhiannon–, ¿por qué has dado esa respuesta?

      –Ya lo ha concedido, señora, en presencia de los nobles –dijo el otro.

      –Amigo –dijo Pwyll– ¿qué es lo que quieres?

      –La mujer a la que más amo, con la que dormirás esta noche. He venido a solicitar su mano y las preparaciones y provisiones que hay aquí.

      Pwyll permaneció en silencio, ya que no sabía qué contestar.

      –Calla tanto tiempo como gustes –dijo Rhiannon–. Jamás ha sido un hombre tan lento de entendimiento como tú.

      –Señora –respondió–, no sabía quién era él.

      –Ese es el hombre a quien querían otorgarme en contra de mi voluntad –dijo ella–, es Gwawl hijo de Clud, hombre poderoso y con muchos seguidores52. Y como has dado tu palabra, entrégame antes de que caiga deshonor sobre ti.

      –Señora –dijo él–, ¡qué clase de respuesta es esa! Nunca podría hacer lo que dices.

      –Entrégame a él –insistió ella– y yo me aseguraré de que nunca me posea.

      –¿Cómo? –preguntó Pwyll.

      –Te daré una pequeña bolsa –dijo ella–, guárdala bien. Él está pidiendo el banquete, las preparaciones y las provisiones, pero no está en tu poder concederlos. No obstante, yo otorgaré el banquete a la mesnada y a los seguidores, y esa será tu respuesta acerca de este asunto. Respecto de mí –dijo–, organizaré una cita con él para dentro de un año a partir de esta noche para que duerma conmigo. En ese momento tú deberás estar en aquel huerto de allí arriba, con tus noventa y nueve caballeros y esta bolsa. Cuando él se encuentre a mitad de la diversión y el entretenimiento, te acercarás con la bolsa en la mano vistiendo ropas raídas y solo pedirás que te llenen la bolsa de comida. Por mi parte –continuó ella–, me aseguraré de que, aunque coloquen dentro de ella toda la comida y bebida de estas siete provincias, no esté más llena que antes. Cuando hayan echado muchas cosas, él te preguntará: «¿Alguna vez se llenará tu bolsa?» y tú le responderás: «No, a menos que un hombre muy poderoso comprima la comida con ambos pies y diga ‘bastante se ha colocado aquí’». Yo me cercioraré de que haga todo eso. Y cuando él esté con los pies en la bolsa, la darás vuelta para que quede dentro de ella de cabeza y luego le atarás un nudo con sus correas. Ten un buen cuerno de caza alrededor de tu cuello

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