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un cambio, que deseaba y esperaba en silencio. Pero este tardaba en llegar: pasaron días y semanas; había recuperado la salud, pero no se había vuelto a mencionar el asunto que me hacía cavilar. La señora Reed me contemplaba a veces con mirada adusta, pero apenas me dirigía la palabra. Desde mi enfermedad, había trazado una línea más marcada aún para separarme de sus hijos, asignándome una pequeña alcoba, donde dormía sola, y condenándome a comer sin compañía y a pasar el tiempo en el cuarto de los niños, mientras que mis primos estaban casi siempre en el salón. Ni una palabra dijo, no obstante, de enviarme a la escuela, aunque yo tenía el íntimo convencimiento de que no soportaría por mucho tiempo tenerme bajo su techo, ya que su mirada delataba más que nunca la aversión invencible y profunda que le inspiraba mi presencia.

      Eliza y Georgiana, supongo que obedeciendo órdenes, me hablaban lo menos posible, y John adoptaba un gesto irónico cuando me veía. Una vez intentó pegarme, pero como me vio dispuesta a resistirme, espoleada por el mismo sentimiento de ira y rebeldía que me había instigado a defenderme en la ocasión anterior, decidió renunciar, y salió corriendo, echando maldiciones y jurando que le había roto la nariz. Verdad es que había asestado a ese atributo prominente suyo el puñetazo más fuerte que había podido, y viéndolo acobardado, no sé si por el golpe o por mi mirada, sentí un fuerte impulso de sacarle partido a mi ventaja, pero ya estaba él con su madre. Oí cómo empezó a balbucear cómo «la antipática de Jane Eyre» lo había atacado como un gato salvaje, pero ella lo interrumpió bruscamente:

      —No me hables de ella, John. Te he dicho que no te acerques a ella, que no es digna de tu atención. No quiero que ni tú ni tus hermanas os relacionéis con ella.

      En este punto, me asomé por encima de la barandilla de la escalera y dije impulsivamente, sin medir mis palabras:

      —Ellos no son dignos de relacionarse conmigo.

      Aunque la señora Reed era una mujer algo corpulenta, al oír esta extraña y osada declaración, subió velozmente las escaleras, me levantó en vilo y me llevó al cuarto de los niños, donde me aplastó contra la cama y me prohibió que me moviera de allí o volviera a decir una palabra durante el resto del día.

      —¿Qué le diría mi tío si viviera? —pregunté casi involuntariamente. Digo involuntariamente porque fue como si mi boca hubiese pronunciado las palabras sin el consentimiento de mi voluntad: había hablado algo dentro de mí que estaba fuera de mi control.

      —¿Qué has dicho? —susurró la señora Reed, y en sus ojos grises, generalmente tan fríos, se asomó un atisbo de miedo. Me soltó el brazo y me contempló como si de verdad no supiera si era una niña o un diablo. ¡Ahora sí la había hecho buena!

      —Mi tío Reed está en el cielo y puede ver todo lo que hace y piensa usted, y mi mamá y mi papá también. Todos saben cómo me encierra todo el día, y que le gustaría verme muerta.

      La señora Reed se recompuso enseguida, me sacudió violentamente, me dio de bofetones y se marchó sin decir palabra. En cambio, Bessie se ocupó de sermonearme durante una hora, diciéndome que era sin duda la niña más malvada y vil jamás criada en el seno de una familia. La creí a medias, porque en ese momento solo abrigaba en mi pecho malos sentimientos.

      Pasaron noviembre, diciembre y la mitad de enero. La Navidad y el Año Nuevo se celebraron en Gateshead con la alegría acostumbrada: intercambiaron regalos, celebraron cenas y fiestas nocturnas. Por supuesto, yo era excluida de todas las diversiones. Mi parte de la diversión consistía en ver cómo acicalaban todos los días a Eliza y Georgiana, cómo bajaban estas al salón ataviadas con finos vestidos de muselina con fajines de color escarlata, peinadas con complicados tirabuzones; en oír cómo se tocaba el piano o el arpa, las idas y venidas del mayordomo y el lacayo, el tintineo de cristal y porcelana cuando se servía el refrigerio y el ronroneo de la conversación cada vez que se abrían las puertas del salón. Cuando me cansaba de esta distracción, me retiraba del descansillo de la escalera al silencioso y solitario cuarto de los niños, donde me sentía triste, pero no desconsolada. A decir verdad, no me apetecía en absoluto estar en compañía, ya que entre la gente solía pasar desapercibida. Si Bessie se hubiera mostrado amable y simpática, habría considerado un privilegio pasar las veladas tranquilamente con ella, y no bajo la mirada terrible de la señora Reed en una habitación repleta de damas y caballeros. Pero Bessie, en cuanto vestía a sus señoritas, se iba a las bulliciosas regiones de la cocina o al cuarto del ama de llaves, llevando la vela consigo. Me quedaba sentada con una muñeca en el regazo hasta que agonizaba el fuego, mirando de vez en cuando por encima del hombro para asegurarme de que no hubiera en el cuarto sombrío nada peor que yo misma, y, cuando no quedaban más que las brasas, me desnudaba deprisa, desatando lo mejor que podía los nudos y cintas de mi ropa, y me refugiaba del frío y la oscuridad en mi camita. Siempre llevaba conmigo mi muñeca; los seres humanos necesitamos algo para amar, y, a falta de objetos más merecedores de mi amor, procuraba hallar placer en el cariño hacia una figura fea y ajada como un espantapájaros. Recuerdo con perplejidad el absurdo amor que sentía por esa muñeca, casi imaginándome que tenía vida y sentimientos. No podía dormir sin tenerla envuelta en mi camisón, y, cuando la tenía ahí, sana y salva, era relativamente feliz por creerla feliz a ella.

      Las horas se me hacían eternas mientras esperaba la partida de los invitados para oír los pasos de Bessie en la escalera. Algunas veces subía antes, para buscar el dedal o las tijeras, o para llevarme un pequeño tentempié: un bollo o una tarta de queso. Se sentaba en mi cama mientras comía, y cuando acababa, me remetía la ropa, me besaba dos veces y decía: «Buenas noches, señorita Jane». Cuando estaba así de cariñosa, Bessie me parecía la persona más guapa y amable del mundo, y deseaba con todo mi ser que estuviese siempre tan amable y que dejara de reñirme y castigarme sin motivos, cosa que a veces ocurría. Creo que Bessie Lee debió de ser una joven de grandes cualidades naturales, puesto que lo hacía todo con inteligencia, y tenía un gran don para contar historias, o, por lo menos, así la juzgaba yo, gracias a los cuentos que relataba. También era bonita, si no me falla la memoria. Recuerdo una mujer esbelta con el pelo negro, ojos oscuros, facciones agradables y cutis transparente; pero tenía un genio caprichoso y vivo, con una idea escasa de lo que era la justicia; pero, así y todo, no había en Gateshead Hall nadie a quien quisiera más.

      Era el quince de enero, sobre las nueve de la mañana: Bessie había bajado a desayunar y mis primos aguardaban la llamada de su madre. Eliza se estaba poniendo el sombrero y el abrigo para salir a dar de comer a las gallinas, ocupación que era de su gusto, como lo era también vender los huevos al ama de llaves y guardarse el dinero así ganado. Tenía talento para el comercio, y una gran afición al ahorro, que demostraba no solo vendiendo huevos y pollos, sino también regateando con el jardinero para proporcionarle semillas, plantas e injertos. Este obedecía órdenes de la señora Reed de comprar a la señorita todo lo que quisiera venderle. Eliza hubiera vendido su propio cabello con tal de sacar beneficio. En cuanto al dinero, al principio lo guardaba en lugares diversos, envuelto en un trapo o un papel de papillotes, pero como una criada descubrió algunos de estos escondrijos y tenía miedo de quedarse sin su tesoro, consintió en confiarlo a su madre, al interés abusivo del cincuenta o sesenta por ciento, que recogía puntualmente cada trimestre, llevando las cuentas en una libreta con afanosa exactitud.

      Georgiana se encontraba sentada en una banqueta delante del espejo, peinándose y adornando sus cabellos con flores artificiales y plumas descoloridas, encontradas, entre otros muchos tesoros, en un cajón del desván. Yo estaba haciendo mi cama, ya que Bessie me había ordenado terminar antes de que volviese (a menudo me utilizaba como una especie de doncella para ordenar el cuarto y quitar el polvo, y otras cosas). Después de estirar la colcha y doblar mi camisón, me acercaba a la repisa de la ventana para ordenar algunos cuentos y muebles de juguete que estaban desperdigados allí, cuando me detuvo una orden de Georgiana de no tocar sus cosas (las pequeñas sillas, espejos, platos y tazas eran de su propiedad). Luego, a falta de otra cosa que hacer, me puse a echar el aliento sobre las flores de escarcha de la ventana para despejar un sitio en la luna por donde mirar los jardines, donde todo estaba dormido y petrificado por la helada intensa.

      Desde esta ventana se podía ver la casita del portero y la entrada de coches, y en cuanto hube limpiado un hueco en la escarcha lo bastante grande para mirar a su

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