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Bewick en mi regazo, era feliz, por lo menos feliz a mi manera. Lo único que temía era que me interrumpieran, lo que sucedió demasiado pronto. Se abrió la puerta de la salita.

      —Eh, ¡señora Morros! —gritó la voz de John Reed. Enseguida se calló, ya que la habitación estaba aparentemente vacía.

      —¿Dónde demonios estará? —continuó—. ¡Lizzy! ¡Georgy! —llamando a sus hermanas—. Joan no está aquí; decidle a mamá que ha salido bajo la lluvia, mal bicho que es.

      «Menos mal que he corrido la cortina», pensé, deseando con todas mis fuerzas que no descubriese mi escondrijo. De hecho, no lo hubiese encontrado por sí mismo, ya que no era muy agudo ni de vista ni de ingenio, pero Eliza se asomó a la puerta y dijo enseguida:

      —Seguro que está en el poyo de la ventana, Jack.

      Salí inmediatamente, porque temblaba ante la idea de que Jack me fuera a sacar a la fuerza.

      —¿Qué quieres? —le pregunté con torpe timidez.

      —Di «¿qué quiere usted, señorito Reed?» —fue su respuesta—. Quiero que vengas aquí —y, sentándose en una butaca, me hizo seña de que me acercara y me quedara de pie ante él.

      John Reed era un colegial de catorce años, cuatro más que yo, que tenía solo diez; era grande y gordo para su edad, con la piel mate y enfermiza, facciones groseras en un rostro ancho, brazos y piernas pesados, manos y pies grandes. Solía atracarse en la mesa, por lo que era bilioso, de ojos apagados y legañosos y mejillas fláccidas. En aquellas fechas debía estar en el colegio, pero su querida madre lo había llevado a casa durante un mes o dos «por su delicada salud». El maestro, el señor Miles, aseguraba que estaría perfectamente si se le enviasen menos pasteles y dulces; pero el corazón de su madre rechazaba tan dura opinión y se empeñaba en creer la idea más benigna de que su mala salud se debía al exceso en los estudios y, quizás, a la añoranza de su casa.

      John no quería mucho a su madre ni a sus hermanas, y a mí me odiaba. Me fastidiaba y maltrataba, no dos o tres veces a la semana ni dos o tres veces al día, sino todo el tiempo: cada uno de mis nervios lo temía, cada pedazo de carne que cubría mis huesos se encogía cuando él se acercaba. Había momentos en los que me desconcertaba el terror que me producía, ya que no tenía ninguna defensa posible contra sus amenazas ni sus malos tratos; los criados no querían ofender a su joven amo poniéndose de mi parte, y la señora Reed era sorda y ciega en este asunto: jamás lo vio pegarme ni lo oyó insultarme, a pesar de que ambas cosas ocurrían en su presencia de vez en cuando, aunque más frecuentemente a sus espaldas.

      Acostumbrada a obedecer a John, me acerqué a su sillón; invirtió unos tres minutos en sacarme la lengua cuan larga era sin dañar la raíz; sabía que no tardaría mucho en pegarme y, aunque temía el golpe, reflexionaba sobre el aspecto feo y repugnante del que había de asestarlo. Me pregunto si leyó estas ideas en mi cara porque, de repente, sin decir palabra, me pegó con todas sus fuerzas. Me tambaleé y, al recobrar el equilibrio, retrocedí un paso o dos.

      —Eso por tu impertinencia al contestar a mamá hace un rato —dijo—, y por tu manera furtiva de meterte detrás de las cortinas, y por la mirada que tenías en los ojos hace dos minutos, ¡rata asquerosa!

      Habituada a las injurias de John Reed, nunca se me hubiera ocurrido contestarle; mi preocupación era aguantar el golpe que estaba segura seguiría al insulto.

      —¿Qué hacías detrás de la cortina? —me preguntó.

      —Leía.

      —Enséñame el libro.

      Volví junto a la ventana para cogerlo.

      —No tienes por qué coger nuestros libros; dependes de nosotros, dice mamá; no tienes dinero, pues tu padre no te dejó nada, y deberías estar pidiendo limosna, no viviendo aquí con nosotros, hijos de un caballero, comiendo lo que comemos nosotros y llevando ropa comprada por nuestra querida madre. Yo te enseñaré a saquear mi biblioteca, porque es mía: toda la casa es mía, o lo será dentro de unos cuantos años. Ve y ponte al lado de la puerta, apartada del espejo y de las ventanas.

      Así lo hice, sin darme cuenta al principio de lo que pretendía, pero cuando vi cómo levantaba el libro y lo apuntaba, y se ponía en pie para lanzarlo, instintivamente me eché a un lado con un grito de miedo, pero demasiado tarde. Arrojó el tomo, me dio, caí y me golpeé la cabeza contra la puerta, hiriéndome. El corte sangraba, y el dolor era fuerte, pero mi terror había disminuido y otros sentimientos acudieron en su lugar.

      —¡Eres perverso y cruel! —dije—. ¡Eres como un asesino, un tratante de esclavos, un emperador romano!

      Había leído la Historia de Roma de Goldsmith, y ya tenía opinión propia sobre Nerón, Calígula y los demás. En mi fuero interno, había visto más similitudes, pero nunca pensé decirlas en voz alta de este modo.

      —¿Qué? ¿qué? —gritó—. ¿Será posible que me diga estas cosas? ¿La habéis oído, Eliza y Georgiana? Se lo voy a contar a mamá, pero primero…

      Se abalanzó sobre mí. Sentí cómo me cogía del pelo y del hombro, pero se las veía con un ser desesperado. Para mí era realmente como un tirano o un asesino. Sentí deslizarse por mi cuello unas gotas de sangre de la cabeza, y era consciente de un dolor punzante. Estas sensaciones eran temporalmente más fuertes que el miedo, y me defendí frenéticamente. No sé exactamente lo que hice con las manos, pero me llamó «¡rata! ¡rata!» y berreó con fuerza. Llegaban refuerzos: Eliza y Georgiana habían salido corriendo en busca de la señora Reed, que había subido al piso superior. Entonces entró en escena, seguida por Bessie y Abbot, su doncella. Nos separaron; oí que decían:

      —¡Vaya, vaya! ¡Qué fiera, atacar así al señorito John!

      —¿Se ha visto alguna vez semejante furia?

      Entonces intervino la señora Reed:

      —Lleváosla al cuarto rojo y encerradla ahí —cuatro manos cayeron inmediatamente sobre mí y me llevaron escaleras arriba.

      Capítulo II

      Me resistí durante todo el camino, algo inusitado por mi parte, que reforzó la mala impresión que Bessie y Abbot ya estaban predispuestas a albergar sobre mí. A decir verdad, estaba alterada, o más bien «fuera de mí», como dirían los franceses; me daba cuenta de que un solo momento de rebeldía ya me había hecho merecedora de extraños castigos, y, como cualquier esclavo rebelde, estaba dispuesta, desesperada como me sentía, a hacer lo que fuera.

      —Sujétele los brazos, señorita Abbot; parece un gato salvaje.

      —¡Qué vergüenza, qué vergüenza! —gritaba la doncella—. ¡Qué comportamiento más escandaloso, señorita Eyre! ¡Mira que pegar a un joven caballero, hijo de su benefactora! ¡Su amo!

      —¿Amo? ¿Mi amo? ¿Es que yo soy una criada?

      —No, es menos que una criada, ya que no hace nada por ganarse el pan. Venga, siéntese, y reflexione sobre su maldad.

      Ya me tenían en la habitación indicada por la señora Reed, donde me habían sentado en un taburete; mi primer instinto fue levantarme como un resorte, pero dos pares de manos me detuvieron en el acto.

      —Si no se está quieta, tendremos que atarla —dijo Bessie—. Señorita Abbot, présteme sus ligas. Las mías se romperían enseguida.

      La señorita Abbot se volvió para quitar de su gruesa pierna la liga solicitada. Estos preparativos para atarme, con la humillación adicional que aquello suponía, calmaron un poco mi agitación.

      —No te las quites —dije—. No me moveré.

      Y para demostrárselo, me agarré con las manos a mi asiento.

      —Más vale que así sea —dijo Bessie, y al comprobar que me tranquilizaba de veras, me soltó. Ella y la señorita Abbot se quedaron con los brazos cruzados, mirándome la cara dubitativas y con

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