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guardaba la cajita del rapé en el bolsillo de su chaleco, se oyó la campana que anunciaba la comida de las criadas. Él supo su significado, y dijo a Bessie:

      —La llaman, Bessie; puede marcharse. Yo le daré un sermón a la señorita Jane hasta su vuelta.

      A Bessie le hubiera gustado más quedarse, pero hubo de marcharse porque en Gateshead Hall se exigía una puntualidad estricta en las comidas.

      —Si no fue la caída lo que te puso enferma, ¿qué fue? —prosiguió el señor Lloyd después de la marcha de Bessie.

      —Me encerraron en un cuarto donde hay un fantasma, hasta que se hizo de noche.

      Vi cómo el señor Lloyd sonreía y fruncía el ceño a la vez.

      —¡Un fantasma! Pues sí que eres un bebé, después de todo. ¿Tienes miedo de los fantasmas?

      —Del fantasma del señor Reed, sí. Murió y se le veló en esa habitación. Ni Bessie ni nadie se atreve a entrar allí por la noche, si pueden evitarlo. Fue cruel encerrarme sola sin una vela, tan cruel que creo que no se me olvidará nunca.

      —¡Tonterías! ¿Por eso estás tan triste? ¿Tienes miedo ahora, a la luz del día?

      —No, pero volverá a caer la noche dentro de poco, y, además, estoy triste, muy triste, por otras cosas.

      —¿Qué otras cosas? ¿Puedes contarme alguna?

      ¡Con qué fuerza deseaba contestar a esa pregunta, pero qué difícil era encontrar las palabras! Los niños tienen sentimientos pero no saben analizarlos, o si los analizan parcialmente, no saben expresar con palabras los resultados de tales análisis. Sin embargo, como temía perder esta primera y única oportunidad de aliviar mi pena compartiéndola, después de un momento de turbación, intenté darle una respuesta sincera, aunque escueta.

      —Por un lado, no tengo ni padre ni madre ni hermanos.

      —Pero tienes una tía amable, y primos.

      Vacilé de nuevo, y luego proseguí con torpeza:

      —Pero John Reed me tiró y mi tía me encerró en el cuarto rojo.

      El señor Lloyd volvió a sacar la cajita del rapé.

      —¿No te parece que Gateshead Hall es una hermosa casa? —me preguntó—. ¿No estás muy agradecida de tener tan magnífico lugar donde vivir?

      —No es mi casa, señor, y Abbot dice que tengo menos derecho a estar aquí que una criada.

      —¡Bobadas! No puedes ser tan tonta como para querer dejar tan espléndida mansión.

      —Si tuviera adonde ir, la dejaría encantada. Pero no podré alejarme de Gateshead Hall hasta que sea mayor.

      —Puede que sí. ¿Quién sabe? ¿No tienes más parientes que la señora Reed?

      —Creo que no, señor.

      —¿Nadie por parte de padre?

      —No lo sé. Se lo pregunté a mi tía una vez y me dijo que quizás tuviese algunos parientes pobres y humildes llamados Eyre, pero que no sabía nada de ellos.

      —Y si los tuvieses, ¿te gustaría ir a vivir con ellos?

      Reflexioné. La pobreza atemoriza a los adultos y aún más a los niños, que no tienen idea de lo que es ser pobre, trabajador y respetable; solo relacionan la palabra con ropa andrajosa, comida escasa, chimeneas apagadas, modales toscos y vicios denigrantes. Para mí, la pobreza era sinónimo de degradación.

      —No, no me gustaría vivir con personas pobres —fue mi respuesta.

      —¿Aunque te trataran con amabilidad?

      Negué con la cabeza. No creía posible que los pobres pudieran ser amables. Y además, aprender a hablar como ellos, adoptar sus modales, ser inculta, crecer para convertirme en una de las pobres que a veces veía amamantando a sus niños o lavándose la ropa en las puertas de las casitas de la aldea de Gateshead, no me consideraba tan valiente como para comprar mi libertad a tal precio.

      —Pero ¿tan pobres son tus parientes? ¿Son de clase trabajadora?

      —No lo sé. Mi tía me dice que, si existen, deben de ser unos mendigos, y no me gustaría ponerme a mendigar.

      —¿Te gustaría ir a la escuela?

      Me puse a reflexionar de nuevo. Apenas si sabía lo que era la escuela. A veces Bessie la nombraba como un lugar donde se sentaba a las señoritas en duros bancos, se les enseñaba a andar derechas con tablas a la espalda, y se les exigía que fueran extremadamente refinadas y correctas. John Reed odiaba su escuela y no tenía nada bueno que decir de su maestro, pero los gustos de John Reed no me servían de ejemplo, y si las impresiones de Bessie sobre la disciplina escolar (basadas en lo que le habían dicho las señoritas de la casa donde había servido antes de venir a Gateshead) me resultaban algo aterradoras, los detalles de las habilidades adquiridas por esas mismas señoritas me resultaban muy atractivas. Hablaba de las bellas pinturas de paisajes y flores que ejecutaban, de las canciones que cantaban y las piezas que tocaban, de las labores que realizaban, de los libros que traducían del francés; al escucharla, mi espíritu anhelaba emularlas. Además, la escuela sería un cambio completo, significaría un largo viaje, alejarme totalmente de Gateshead y emprender una nueva vida.

      —Sí que me gustaría ir a la escuela —dije, después de tanto reflexionar.

      —Vaya, vaya, ¿quién sabe lo que puede pasar? —dijo el señor Lloyd, levantándose. «Esta niña necesita un cambio de aires y de ambiente —añadió para sí—, sus nervios están deshechos».

      Volvió Bessie y, al mismo tiempo, se oyó acercarse el coche sobre la gravilla de la entrada.

      —¿Será su señora, Bessie? —preguntó el señor Lloyd—. Quisiera hablar con ella antes de marcharme.

      Bessie le pidió que bajara a la salita y lo acompañó. Deduzco, por lo que sucedió después, que en la entrevista que tuvo lugar entre él y la señora Reed, el boticario se atrevió a recomendar que me enviara a la escuela. Dichas recomendaciones fueron escuchadas, porque, como dijo Abbot a Bessie mientras cosían en el cuarto de los niños después de acostarme una noche, «la señora estaba bastante contenta de deshacerse de una niña tan difícil y arisca, que siempre parecía andar espiando a todo el mundo y maquinando maldades a espaldas de todos». Creo que, para Abbot, yo era una especie de Guy Fawkes[1] infantil.

      Por la conversación entre Abbot y Bessie, también me enteré de que mi padre había sido un clérigo pobre, que se había casado con mi madre en contra de los deseos de los suyos, que lo consideraban inferior a ella; que mi abuelo se enfadó tanto por su desobediencia que la desheredó; que al año de su matrimonio, mi padre contrajo el tifus en una visita a los pobres de la gran ciudad industrial donde tenía su parroquia, donde había una epidemia de esa enfermedad; que contagió a mi madre, y que ambos murieron con un mes de diferencia.

      Cuando Bessie supo esta historia, suspiró y dijo:

      —La pobre señorita Jane es digna de compasión también, Abbot.

      —Sí —contestó Abbot—, si fuera una niña simpática y bonita, su desamparo nos inspiraría lástima, pero ¿quién va a preocuparse por semejante birria?

      —Nadie, a decir verdad —asintió Bessie—. En cualquier caso, en las mismas circunstancias, una belleza como la señorita Georgiana daría más pena.

      —Sí, adoro a la señorita Georgiana —convino Abbot apasionadamente—. ¡Angelito, con sus largos rizos y sus ojos azules, y esos colores que tiene, como salida de un cuadro! Bessie, me apetece tomar tostadas con queso para cenar.

      —A mí también, con una cebolla al horno. Anda, vámonos para abajo.

      Y se marcharon.

      Capítulo IV

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