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Fortunato;—esta tos no vale nada; no me matará. No moriré, por cierto, de un resfriado.

      —Es verdad, es verdad,—repliqué;—ciertamente que no era mi intención alarmaros sin motivo; pero debéis tomar todas las precauciones necesarias. Un trago de este Médoc nos preservará de la humedad.—

      Diciendo estas palabras rompí el cuello de una botella que cogí de una larga hilera de sus compañeras que yacían entre el polvo.

      —Bebed,—dije, presentándole el vino.

      Levantólo hasta sus labios mirándolo amorosamente. Detúvose luego y me hizo un signo familiar con la cabeza mientras sus cascabeles repiqueteaban.

      —Brindo,—dijo,—por los muertos que reposan a nuestro rededor.

      —¡Y yo, por vuestra larga vida!—

      Tomó mi brazo de nuevo, y proseguimos.

      —Estas catacumbas son extensas,—opinó.

      —Los Montresor,—repuse,—eran una antigua y numerosa familia.

      —No recuerdo vuestras armas.

      —Un gran pie humano de oro sobre campo de azur; el pie destroza una serpiente rampante cuyas fauces están incrustadas en el taco.

      —¿Y el lema?

      —Nemo me impune lacessit.

      —¡Bien!—exclamó.

      El vino chispeaba en sus ojos, y los cascabeles vibraban. Mi propia fantasía se exaltaba con el Médoc. Pasábamos entre grandes montones de esqueletos mezclados con barriles y toneles en lo más profundo de las catacumbas. Me detuve nuevamente y esta vez me atreví a coger el brazo de Fortunato arriba del codo.

      —¡El nitro!—exclamé;—mirad, aumenta ahora. Cubre las paredes como musgo. Nos encontramos ahora bajo el lecho del río. Las gotas de humedad escurren entre los huesos. Venid, retrocedamos antes que sea demasiado tarde. Vuestra tos....

      —No vale nada, os digo,—insistió él.—Prosigamos. Pero antes, venga otro trago de Médoc.—

      Rompí una botella de Grâve y se la pasé. Vacióla de una vez. Sus ojos relampaguearon con brillo feroz. Rió, y arrojó lejos la botella con un gesto que no pude comprender.

      Miréle sorprendido. Repitió el movimiento, algo grotesco.

      —¿No comprendéis?—preguntó.

      —No, por cierto,—repliqué.

      —Entonces no pertenecéis a la hermandad.

      —¿Cómo?

      —No, sois masón.

      —Sí, sí,—aseguré,—sí, sí.

      —¿Vos? ¡Imposible! ¿Masón?

      —Masón,—repliqué.

      —Un signo,—dijo,—un signo.

      —Aquí está,—respondí, sacando una llana de entre los pliegues de mi roquelaure.

      —¡Os burláis!—exclamó, retrocediendo algunos pasos. Mas veamos el amontillado.

      —Sea así,—repuse, colocando de nuevo la herramienta debajo de mi chaqueta, y ofreciéndole otra vez el brazo, sobre el cual se apoyó pesadamente. Continuamos la ruta en busca del amontillado. Atravesamos una arquería baja, descendimos, seguimos adelante y, descendiendo de nuevo, llegamos a una profunda cripta donde la pesadez del aire ahogaba nuestras antorchas sin permitirlas flamear.

      Al fondo de esta cripta aparecía otra algo menos espaciosa. Sus muros estaban cubiertos de restos humanos alineados hasta la altura de la cabeza, a la manera de las grandes catacumbas de París. Tres lados de la cripta interior estaban aún decorados en esta forma. En el cuarto, los huesos se habían arrojado al suelo y yacían en promiscuidad formando en cierto sitio un montón de regular tamaño. Dentro del muro, puesto así al descubierto por el retiramiento de los esqueletos, apercibimos todavía otra cripta o nicho interior de cuatro pies de profundidad y tres de anchura por seis o siete de altura. Parecía no haberse construído con propósito alguno especial, sino que formaba simplemente el espacio intermedio entre dos de los pilares colosales que sostenían el techo de las catacumbas; y tenía al fondo uno de los muros divisorios de sólido granito.

      En vano Fortunato, levantando su moribunda antorcha, trató de escudriñar el interior del escondrijo. Su débil luz no nos permitió inspeccionarlo en su totalidad.

      —Adelante,—dije yo,—allí está el amontillado. Y en cuanto a Luchresi....

      —Luchresi es un ignorante,—interrumpió mi amigo, avanzando con pasos vacilantes mientras yo seguía, pisándole los talones. Llegó en un momento hasta el fondo del nicho y al encontrarse detenido por la roca, quedó estúpidamente asombrado. Un instante más, y le había yo encadenado contra el granito. Había dos anillos de hierro a distancia de dos o tres pies más o menos uno de otro, horizontalmente. De uno de ellos pendía una cadena corta y del otro un candado. Arrojando los eslabones sobre su cintura, fué para mí labor solamente de unos cuantos segundos asegurarle. Estaba demasiado atónito para resistir. Retirando la llave, salí fuera del escondrijo.

      —Pasad la mano sobre el muro,—insinué;—no podéis dejar de sentir el nitro. En verdad, está eso muy húmedo. Dejadme implorar una vez más vuestro regreso. ¿No? Entonces, positivamente, me veré obligado a abandonaros. Pero antes quiero haceros todas las pequeñas atenciones que estén a mi alcance.

      —¡El amontillado!—profirió mi amigo, sin recobrarse aún de su estupor.

      —Es verdad,—repliqué,—el amontillado.

      Diciendo estas palabras, me dirigí a la pila de huesos de que antes he hablado. Arrojándolos a un lado, descubrí pronto una cantidad de piedras de construcción y argamasa. Con estos materiales y con ayuda de mi llana, comencé a tapiar vigorosamente la entrada del nicho.

      Apenas habría colocado la primera hilera en mi labor de albañilería, cuando pude notar que la embriaguez de Fortunato había desaparecido casi por completo. La primera indicación que tuve de esta circunstancia fué un sordo y lúgubre lamento que partía del fondo del nicho. No era el lamento de un ebrio. Hubo luego un largo y obstinado silencio. Coloqué la segunda hilera, y la tercera, y la cuarta, y oí entonces furiosas sacudidas a la cadena. El ruido se prolongó por varios minutos, durante los cuales abandoné mi trabajo para escuchar con más satisfacción, y me senté encima de los huesos. Cuando cesó al cabo el chirrido, cogí de nuevo la llana y continué sin interrupción la quinta, sexta y séptima ringlera. El muro elevábase entonces casi a nivel de mi pecho. Me detuve otra vez y levantando la antorcha sobre la abertura, arrojé algunos débiles rayos de luz sobre la figura encerrada dentro.

      Una explosión de agudos y penetrantes gritos, brotando súbitamente de la garganta de la encadenada forma, pareció como si me lanzara violentamente hacia atrás. Por breves instantes temblé, vacilé. Desnudando mi puñal, comencé a tentar el fondo del nicho; pero un momento de reflexión me tranquilizó. Puse la mano sobre la sólida construcción de las catacumbas y me sentí satisfecho. Me aproximé nuevamente al muro, y respondí a los clamores que Fortunato lanzaba. Híceles eco, los sostuve, los sobrepujé en fuerza y en volumen. Cuando hice esto, los gritos se apagaron.

      Era ya la media noche y mi tarea iba a concluir. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminaba casi la última, la undécima; faltaba colocar una piedra solamente y la argamasa para asegurarla. Luchaba con su peso, y la había colocado a medias en la posición deseada, cuando partió del fondo del nicho una risa débil que puso los pelos de punta sobre mi cabeza. Sucedióla una voz lastimosa que con dificultad pude reconocer como la del noble Fortunato. La voz decía:

      —¡Ah! ¡ah! ¡ah!... ¡eh! ¡eh! ¡eh!... muy buena broma en verdad, una broma magnífica. Reiremos de buena gana muchas veces acerca de esto en el palazzo... ¡eh!

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