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tiempo.

      Háwthorne representa en cierto modo no solamente el espíritu de la Nueva Inglaterra sino el de los Estados Unidos: es un fatalista profundo. Aun cuando profese una fe poderosa en el libre albedrío y la incredulidad con respecto a las nociones de necesidad de Émerson, la diferencia esencial entre ellos es que Émerson cree en suerte más feliz y Háwthorne, a despecho de sí mismo, se forja un porvenir sombrío.

       Índice

      Muy poco es necesario decir acerca del famoso cuento de Édward Éverett Hale. Esta historia se comprende por todas partes: ha sido traducida ya en muchos idiomas. Escrita hacia el final de la guerra civil parece tener especial resonancia en estos momentos en que muchos ciudadanos de los Estados Unidos encuentran dificultad en decidir a qué país, a qué grupo de ideales, deben prestar fidelidad. Este problema es tal vez peculiar de una nación que—no deseamos suponer que con excesiva generosidad—ha dado acogida cordial dentro de sus fronteras a todos los ideales, sin considerar su procedencia. Con especial inquietud nos preguntamos ahora si podremos amalgamar tal cantidad y tal diversidad de ideales. Este problema ha existido siempre en los Estados Unidos aunque no en forma tan inmediata; y si nuestra literatura se ocupa en gran manera de ideas y de ideales no es porque seamos de descendencia puritana ni deseemos conservar una moral tradicional, sino porque sentimos instintivamente que sólo por la discusión de nuestros ideales llegaremos alguna vez a un común ideal nacional. Por esta razón Háwthorne nos parece un norteamericano moderno en un plano inferior de arte, lo mismo que Hale. Írving floreció antes de que el conflicto de ideales fuera una amenaza. Poe se apartó de nosotros en su amor de lo inverosímil, rehusando en absoluto discutir ideales y tendiendo a ellos sin embargo por su adoración de lo bello, que es uno de los ideales que alimentamos al presente.

      John Érskine

       Profesor de inglés

       Columbia University

      Febrero de 1917

       Índice

      HABÍA soportado lo mejor posible los mil pequeños agravios de Fortunato; pero cuando se atrevió a llegar hasta el ultraje, juré que había de vengarme. Vosotros, que tan bien conocéis mi temperamento, no supondréis que pronuncié la más ligera amenaza. Algún día me vengaría; esto era definitivo; pero la misma decisión que abrigaba, excluía toda idea de correr el menor riesgo. No solamente era necesario castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando la reparación se vuelve en contra del justiciero; ni tampoco se repara cuando no se hace sentir al ofensor de qué parte proviene el castigo.

      Es necesario tener presente que jamás había dado a Fortunato, ni por medio de palabras ni de acciones, ocasión de sospechar de mi buena voluntad. Continué sonriéndole siempre, como era mi deseo, y él no se apercibió de que ahora sonreía yo al pensamiento de su inmolación.

      Fortunato tenía un punto débil, aunque en otras cosas era hombre que inspiraba respeto y aun temor. Preciábase de ser gran conocedor de vinos. Muy pocos italianos tienen el verdadero espíritu de aficionados. La mayor parte regula su entusiasmo según el momento y la oportunidad, para estafar a los millonarios ingleses y austriacos. En materia de pinturas y de joyas, Fortunato era tan charlatán como sus compatriotas; pero tratándose de vinos antiguos era sincero. A este respecto yo valía tanto como él materialmente: era hábil conocedor de las vendimias italianas, y compraba grandes cantidades siempre que me era posible.

      Fué casi al obscurecer de una de aquellas tardes de carnaval de suprema locura cuando encontré a mi amigo. Acercóse a mí con exuberante efusión, pues había bebido en demasía. Mi hombre estaba vestido de payaso. Llevaba un ceñido traje a rayas, y en la cabeza el gorro cónico y los cascabeles. Me sentí tan feliz de encontrarle que creí que nunca terminaría de sacudir su mano.

      Díjele:

      —Mi querido Fortunato, tengo una gran suerte en encontraros hoy. ¡Qué bien estáis! Pero escuchad; he recibido una pipa que se supone ser de amontillado, mas tengo mis dudas.

      —¡Cómo!—repuso él.—¡Amontillado! ¿Una pipa? ¡Imposible! ¡Y en mitad del carnaval!

      —Tengo mis dudas,—repliqué;—y he cometido la bobería de pagar el precio completo del amontillado antes de consultaros sobre este punto. No podía encontraros y temía perder un buen negocio.

      —¡Amontillado!

      —Tengo mis dudas.

      —¡Amontillado!

      —Y necesito aclararlas.

      —¡Amontillado!

      —Como estáis comprometido, iré a buscar a Luchresi. Si alguno puede decidirlo, será él. El me dirá...

      —Luchresi no puede distinguir el amontillado del jerez.

      —Y sin embargo, muchos opinan que es tan buen catador como vos mismo.

      —¡Vamos, venid!

      —¿Adónde?

      —A vuestros sótanos.

      —No, amigo mío; no quiero abusar de vuestros buenos sentimientos. Observo que estáis comprometido. Luchresi...

      —No tengo compromiso; vamos.

      —No, amigo mío. No es cuestión solamente del compromiso, sino del severo resfriado que os aflige, según veo. Los sótanos son húmedos. Están incrustados de nitro.

      —Vamos allá, a pesar de todo. El resfriado no significa nada. ¡Amontillado! Seguramente que os han engañado. Y lo que es Luchresi, no sabe distinguir el jerez del amontillado.—

      Hablando así, Fortunato se apoderó de mi brazo; y después de cubrir mi rostro con una máscara de seda negra y ceñir estrechamente a mi cuerpo un roquelaure, permití que me arrastrara hacia mi palazzo.

      No había criados en la casa; todos habían salido a divertirse en obsequio a la ocasión. Habíales dicho que no regresaría hasta la mañana siguiente, a la vez que les daba órdenes explícitas de no abandonar el palacio. Sabía yo bien que dichas órdenes eran razón suficiente para provocar la desaparición inmediata de todos y cada uno de ellos tan pronto como hubiera yo vuelto las espaldas.

      Cogí dos antorchas de sus candelabros y dando una a Fortunato le escolté a través de una serie de habitaciones hasta el pasillo que conducía a los subterráneos. Bajé una larga escalera de caracol, recomendándole tener precaución cuando siguiera este camino. Llegamos al cabo a la extremidad inferior del descenso, y nos detuvimos juntos sobre el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresor.

      La marcha de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro repiqueteaban a cada paso.

      —¿La pipa?—preguntó.

      —Está más allá,—respondí yo;—pero fijaos en las blancas telarañas que relucen en los muros de estas cuevas.—

      Volvióse hacia mí y me miró con turbias pupilas que destilaban el reuma de la embriaguez.

      —¿Nitro?—inquirió, al fin.

      —Nitro,—afirmé.—¿Cuánto tiempo hace que tenéis esta tos?

      —¡Ugh! ¡ugh! ¡ugh!... ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh!... ¡ugh!¡ugh! ¡ugh!... ¡ugh!¡ugh! ¡ugh!... ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh!—

      Mi pobre amigo se encontró incapaz de contestar durante largos minutos.

      —No es nada,—dijo al cabo.

      —¡Vámonos!—exclamé entonces con decisión,—regresemos; vuestra salud

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