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circularmente, tal como lo habían señalado los teólogos y los filólogos clásicos. Se supone que el significado del todo depende del de las partes, pero que no puede captarse cabalmente el significado de las partes antes de haber captado el significado del todo que componen. Además, cualquier delimitación de una totalidad es meramente provisoria ya que, cada vez, se la puede integrar en un todo más abarcador. La coherencia entre las partes y los todos aparece como el único criterio para evaluar las interpretaciones.

      Dilthey, más tarde, enfatizó el papel de la intelección de los textos, no sólo ni prioritariamente como construcciones literarias referidas a las intenciones individuales, sino especialmente como modo de comprender la historia. La hermenéutica resulta la clave de la historiografía y el fundamento de su cientificidad. Los fenómenos espirituales son, en su opinión, de índole esencialmente diferente a la de los naturales. A diferencia de estos, que sólo podrían captarse por mediación de los sentidos externos y por construcción de hipótesis, la vida del espíritu nos es dada originariamente y resulta comprensible en su totalidad, a través de la comprensión de sus manifestaciones estructuradas en nexos históricos. Estos nexos ya no son producto de actos o vivencias propias de individuos particulares, pero pueden ser comprendidos y, así, conocidos. Ese conocimiento no se alcanza por una mera constatación de hechos: se ha de partir de las propias vivencias del historiador para integrarlas en totalidades históricas comprensibles, mediante aplicación de la “técnica de interpretación de testimonios escritos”. Dilthey confiaba en que la secuencia de ampliaciones del círculo hermenéutico, aplicada especialmente a partir de las manifestaciones vitales fijadas en los textos, condujera al conocimiento objetivo de la historia, que no podría lograrse de otro modo. Bajo la influencia de Hegel, pensaba que los condicionamientos del punto de partida de la interpretación desaparecerían, idealmente, al alcanzarse el saber absoluto dado por la autoconciencia del espíritu.

      Durante la década de los cincuenta, Hans-Georg Gadamer (nacido en 1900) incorporó un nuevo tono a la tradición hermenéutica. En líneas generales, su enfoque se centra en la ontología, relegando los problemas epistemológicos que habían aparecido en primer plano en los principales autores precedentes. Desestima, en particular, la importancia del método y aun la viabilidad de un concepto de objetividad propios de las ciencias humanas. Apoyado en las ideas tempranas de Martin Heidegger (1889-1976), sostiene que el comprender no es originariamente un modo de conocer sino un modo de ser. No puede plantearse la pregunta por la índole de la comprensión, sin antes analizar la índole del ser que existe comprendiendo. El existente humano es en el mundo. Su modo de ser consiste en tener una comprensión previa (a todo conocimiento) de los entes, los otros existentes humanos y de sí mismo. Sobre esta base se constituye cualquier interpretación y todo conocimiento. Esa precomprensión obliga siempre a que lo que se presenta a la conciencia, lo haga preconfigurado como algo de cierto tipo, un tipo provisto por el sedimento de experiencias pasadas y la expectación de experiencias futuras. Pre-tendemos que lo que se presenta es una herramienta y no una mera piedra; un ciudadano y no un primate. Lo que así se interpreta no es, entonces, en primer lugar, un objeto de conocimiento, sino un nexo de sentidos. Y la interpretación, por su anclaje en ese ser en el mundo, tiene una estructura de anticipación compuesta por una previa posesión de un todo, en el que se integra el ente a interpretar, una previa limitación de las posibilidades de interpretación y una preinterpretación producto de las interpretaciones pasadas. Anticipación de sentido determinada por la comunidad y la tradición cultural del intérprete.

      El círculo hermenéutico metódico, según esto, está fundado en ese círculo hermenéutico ontológico. Pero entonces no es posible evitar las presuposiciones particulares de cualquier interpretación. No podemos recrear el acto creador de sentido que produjo el texto, porque nuestras presuposiciones han sido parcialmente constituidas por la historia de los efectos de ese acto, y son entonces necesariamente diferentes de las que le dieron lugar. La conciencia en general, y la autoconciencia en particular, está expuesta a los efectos de la historia. La objetividad diltheyana es inalcanzable. Por otra parte, en tanto el saber que la interpretación procura involucra esencialmente las peculiaridades del intérprete y su interrelación con los otros, participa del carácter de lo que suele llamarse sabiduría práctica, phrónesis. Supone deliberación atenta a lo peculiar de la situación, y determinante de la acción. Deliberación en la que es inevitable seguir alguna de las interpretaciones contextualmente disponibles, en desmedro de las otras, haciéndose responsable por lo que de eso derive. Las limitaciones y aperturas interpretativas operantes en cada situación establecen lo que Gadamer llama un horizonte, que está en permanente cambio, en consonancia con las interpretaciones proyectadas desde la situación. Interpretar es procurar una fusión entre el horizonte del intérprete y el propio del texto, del otro o de la cultura; siendo los vínculos históricos –que nos hacen herederos de las experiencias anteriores– lo que posibilita esa fusión.

      Gadamer sostiene que, en razón de su estructura ontológica, toda experiencia del existente humano se caracteriza por su lingüisticidad. Al mundo no puede accederse más que según el modo de la comprensión, que se manifiesta claramente en las situaciones de entendimiento mutuo a través del diálogo. El énfasis gadameriano en la herencia histórica y las tradiciones culturales ha sido propagado por Richard Rorty desde fines de los años setenta y con éxito creciente, en ámbitos alejados de la corriente hermenéutica (éxito vinculado con la profundidad de las ideas en juego, pero también con el poder económico-académico de ciertos centros). Dicho énfasis, sin embargo, invita a pensar la posibilidad de que el enfoque hermenéutico descuide considerar las desigualdades entre los participantes de las culturas, haciendo que el diálogo hermenéutico encubra y conserve discutibles relaciones de poder. Algo como esto ha objetado Jürgen Habermas. Forma parte de la comprensión que podamos tener de una comunidad, el comprender cómo se autocomprenden sus partícipes (individual o colectivamente). Pero pensadores como Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud mostraron la razonabilidad de sospechar de la capacidad de los propios agentes sociales para captar, adecuadamente, sus motivos o el carácter de los marcos institucionales e históricos en que se desarrollan. Sin que esto implique creer en la existencia de algún punto de mira inmune a la esencial contingencia de la situación histórica. Paul Ricoeur (nacido en 1913) es, dentro de la tradición hermenéutica, especialmente sensible a este interjuego de recreación y crítica, que anima la empresa interpretativa. La discusión, desde luego, es compleja.

      Si ahora nos restringimos al nivel epistemológico, vemos planteado un conflicto de enfoques en relación con los fundamentos de las ciencias humanas y sociales. Por un lado la tradición hermenéutica que acabamos de recordar muy someramente, y de la que participan pensadores como Max Weber o Alfred Schütz. Por el otro el enfoque naturalista, que subyace a los desarrollos en teoría de la ciencia que forman lo que algunos llaman la “concepción heredada”, expresada parcialmente en autores como Karl Popper, Carl Hempel o Imre Lakatos. Si hubiese que elegir un punto fundamental para enfocar la divergencia, este sería la cuestión de si el modelo de la explicación como una inferencia (deductiva o inductiva) a partir de leyes generales (determinísticas o probabilísticas), debe ser el paradigma que guíe la construcción de teorías en el ámbito de las ciencias humanas, o si siquiera es aplicable en él.

      Es una fuerte tendencia de la posición naturalista la de equiparar la propuesta de una interpretación, con la formulación de una hipótesis que luego tiene que ser confirmada por datos adicionales. Complementada, habitualmente, con la creencia de que el proceso que conduce a la interpretación, carece de importancia para caracterizar el valor epistémico de la hipótesis interpretativa. Este enfoque se apoya en la observación de la manera como los hermeneutas tratan los problemas de la aceptabilidad de una interpretación, y de la elección entre interpretaciones divergentes. Los naturalistas ven aquí, como en el ámbito natural, el recurso a la simplicidad y a la coherencia, especialmente en relación con las consecuencias de la interpretación respecto de cuerpos cada vez más amplios de fenómenos, vale decir, a medida que se trata de integrarla como parte de la interpretación de una estructura mayor.

      La discusión de este punto es prolongada. Hagamos sólo dos observaciones. Debe notarse, en primer lugar, que las hipótesis típicas de las ciencias naturales son de carácter legal, son alguna clase de generalización (universal, probabilística, existencial), en tanto que no es ese el carácter típico

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