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de la prensa. Mi empresa puede sufrir un impacto negativo.

      —Estamos esforzándonos —dijo fríamente Scapece, fastidiado por el cinismo de Caruso—. Pero para llegar a capturar al culpable, debemos primero encontrar un móvil. Para usted, ¿cuál podría ser?

      —A ustedes les corresponde descubrirlo —respondió con tono irritado.

      —Su ayuda podría sernos útil. ¿Amedeo tenía amigos? ¿Alguien lo odiaba?

      —Sé poco o nada acerca de la vida que llevaba mi hijo.

      —¿Tenía trabajo?

      —¡No hacía una mierda! —explotó Caruso—. Vivía de rentas. Una renta no adquirida con su esfuerzo, sino regalada por mí. El dinero para vivir se lo daba yo. Y él lo despilfarraba para satisfacer sus vicios.

      —¿Qué vicios?

      —Mujeres, autos, pendejadas varias.

      —¿Y además?

      —¿Además qué?

      —¿También alcohol y drogas?

      Caruso se puso tenso.

      —¿Está tratando de hacer pasar a Amedeo por un delincuente? El delincuente es el que lo mató, no él.

      —Estoy buscando la verdad —declaró Scapece.

      —¿Sabe cuál es la verdad, inspector? La verdad es que mi hijo era un imbécil. Y se lo eché en cara muchas veces, amenazándolo con repudiarlo y cortarle el suministro financiero.

      —¿Lo hizo?

      —No y todavía me arrepiento porque quizá la disciplina fuerte lo podría haber enderezado. No lo hice por culpa de Viviana, mi esposa, que se metió en el medio y me convenció de continuar manteniéndolo.

      —¿Su esposa está en la casa?

      —No. Ayer la mandé a Sorrento, a la casa de un hermano suyo. Viviana tiene casi setenta años, como yo, y sufre del corazón. La noticia de la muerte de Amedeo ha empeorado su estado de salud.

      —Lo siento.

      —¿Tienen otros hijos?

      —Sí, otro varón, Andrea, que es más grande que Amedeo y tomó un camino diferente. Vive y trabaja en Milán, donde dirige una sociedad financiera ligada a mi empresa.

      —Antes de mudarse a via Orazio, ¿Amedeo vivía en esta casa?

      —Sí.

      —¿Por qué decidió irse a vivir solo?

      —Aquí se sentía controlado y no podía hacer sus pendejadas tranquilo.

      —¿El dinero de los alquileres de via Orazio se lo quedaba todo él?

      —Todo. Siete mil euros por mes.

      —¿Alguna vez venía a visitarlo?

      —Poco.

      —¿Pasó por aquí en el último tiempo?

      Caruso bajó el tono de vos.

      —Hace unos diez días.

      El inspector entendió que había pulsado una tecla dolorosa y profundizó el golpe:

      —¿Qué sucedió entre ustedes dos esa vez?

      El empresario se levantó, tomó una pipa del estante sobre la chimenea, la llenó con un puñado de tabaco, lo prensó con el retacador en el interior del hornillo y con un encendedor comenzó la combustión. Luego de tres bocanadas, estuvo listo para responder.

      —Tuvimos un encuentro duro, me confesó que estaba en bancarrota y me pidió dinero.

      —¿Cuánto dinero?

      —Treinta mil.

      —¿Y se lo dio?

      —No.

      —¿Le dijo para qué necesitaba esa suma?

      —Inventó excusas poco plausibles.

      —Por casualidad, ¿le dijo que había caído en manos de prestamistas?

      —No.

      —¿Cómo terminó el encuentro entre ustedes?

      —Lo agarré a las trompadas y eché de casa.

      —¿Y él cómo reaccionó?

      Con un movimiento de irritación, Caruso arrojó la pipa entre las llamas de la chimenea:

      —Me amenazó con regresar aquí con una pistola para matarme.

      Scapece dejó la villa con una fuerte sensación de malestar encima. Durante la conversación con el empresario había experimentado indignación, rabia, tristeza. A pesar de su poderío económico, los Caruso vivían en la infelicidad.

      Más allá de los motivos que lo habían llevado a la muerte, Amedeo había permanecido precisamente aprisionado en esa infelicidad. Y en la ausencia de los afectos. El asesino había aprovechado su aislamiento. ¿Quién podía ser? ¿Cuál era su rostro, su identidad? ¿Era un prestamista con el que el joven había contraído deudas? ¿Alguien que había participado de la pelea en la discoteca pub de Vomero? ¿Una de sus amantes ocasionales? ¿O un loco?

      “El padre no me preguntó cuándo podrá recuperar el cuerpo del hijo —se dijo el inspector—. Si pienso demasiado en esta historia, me angustio. Esperemos que los Vitiello me hagan recuperar el buen humor.”

      10

       Una hermosísima familia

      Scapece se llevó el tenedor a la boca, probó el primer bocado y movió levemente la cabeza en señal de asentimiento. Luego probó otro y bebió un sorbito de Greco di Tufo.

      Sentados a su lado, con el aliento en suspenso y los labios entreabiertos, Peppe y Nonno Ciccio lo miraban como se mira un oráculo que debe dar su respuesta a un enigma del que depende el destino de la humanidad.

      Zorro, con el hocico sobre la pierna de Nonno Ciccio, seguía con atención cada movimiento del inspector.

      En broma, Scapece prolongó el suspenso y no profirió palabra.

      —Inspector, ¿entonces? —consultó Braciola.

      —¿Entones qué?

      —¿Qué opina?

      —¿De qué?

      Los dos Vitiello y Zorro se miraron consternados.

      —¿Cómo de qué? —dijo Nonno Ciccio—. Del bacalao.

      —No está nada mal —dijo Scapece limpiándose los labios con la servilleta.

      —¿Nada mal? —protestó Vitiello padre—. ¿Quiere decir que está feo?

      La broma había durado demasiado y al inspector se le escapó una carcajada.

      —Pero no, está buenísimo. Les estaba tomando el pelo.

      —Mamma mia, me estaba dando un ataque —dijo Peppe relajándose en el asiento.

      Zorro se desparramó panza arriba bajo la mesa.

      —Es inteligente el inspector —explotó Nonno Ciccio dándole una palmadita en la espalda a Scapece—. ¡Estaba bromeando! ¿Entonces le gusta?

      —Un plato excepcional. A mí el bacalao me encanta. Además de la cebolla, se le siente también un sabor especial. ¿Qué le pusieron?

      —Laurel —reveló Braciola—. Un hojita triturada de laurel. Le da sabor y ayuda a la digestión.

      —Este momento de relax me venía muy bien.

      —¿El día estuvo mal? —preguntó Nonno Ciccio.

      —Estuvo movido. Visité a los vecinos de la casa

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