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discutible, para tomarlo con pinzas. Mejor perderlo que encontrarlo. Tiene una mansión en via Manzoni, si no me equivoco.

      —Lo visité allí.

      —¿Qué impresión le dio?

      —Es un hombre que está solo, consumido por el disgusto y el rencor. Quizá en público da una imagen fuerte, segura. En privado afloran sus debilidades. La realidad no es nunca lo que vemos o lo que los otros quieren hacernos ver.

      —¡Cuánta verdad, inspector! —asintió Nono Ciccio—. Fíjese, por ejemplo, en el salón esta noche.

      Las mesas de la trattoria estaban todas ocupadas. Scapece lanzó una rápida mirada a los comensales.

      —Todos le parecen tranquilos y contentos, ¿no? —continuó Nonno Ciccio—. No es así. ¿Ve aquella pareja a su derecha? ¿El que tiene el abrigo gris y ella un suéter blanco? ¿Los ubicó? Son los esposos Cimmino. Viven en Chiaia y a menudo vienen a comer aquí. Dan la imagen de estar enamorados y de acuerdo, sin embargo, se meten los cuernos un día sí y otro no. Y ni siquiera lo hacen a propósito. En la mesa de al lado de ellos, está otra pareja, ¿la ve? Bueno, no es una pareja común. Son dos amantes clandestinos, se llaman Enrichetta y Filippo, van y vienen a Nápoles por trabajo y cada domingo por la noche cenan aquí y luego van a hacer el amor en un hotel aquí cerca.

      —Papá, ¿qué sabes? —le dijo Braciola.

      —Lo sé, Peppe, lo sé, deja de interrumpir. Continuemos, inspector. ¿Ve ese hombre al fondo a la izquierda? ¿El de la barba y la cara trastornada? Hice amistad con él y se confesó conmigo. Hace un mes que está viniendo aquí. Se llama Gabriele Barbuto, hace honor a su nombre, y está en crisis con su esposa. Le gusta beber y dice que en la Parthenope encontró un refugio a su fracaso. Y luego está esa hermosa mujer en el centro de la sala. ¿La ve? Está vestida de forma elegante, con un tailleur rojo. Se hace llamar Lola. Esa viene aquí porque ha perdido la cabeza por mi hijo Peppe.

      —¿Pero qué? —rugió Braciola.

      —Es así y lo sabes. Zorro es testigo —el perro juntó las patas delanteras—. Cada vez que le llevas el plato a la mesa, te hace ojitos tiernos. “Peppe de aquí, Peppe de allí, Peppe arriba, Peppe abajo, Peppe cocinas como un cuento de hadas, Peppe eres un tesoro.” Una vez incluso te acarició la mano y te dijo “patatino”.

      —Inspector, no le haga caso.

      —Investigaré para descubrir quién dice la verdad —bromeó Scapece, que mientras tanto se había tragado el bacalao, las papas, las cebollas y el laurel. Y también había mojado el pan en el jugo.

      —Peppe, eres mayor de edad, puedes hacer lo que quieras.

      —Gracias, padre.

      —Inspector, lo hago razonar —dijo Nonno Ciccio—. Podría pensar que soy un anticuado, un nostálgico, pero entiéndame: vengo de una generación lejana, y algunos hechos actuales los acepto hasta cierto punto. Los valores de una época no existen más. La familia, el respeto, el honor, el diálogo. A propósito de familia, ¿ve aquel jovencito que está atendiendo las mesas? ¿Ese con el delantal? Es mi nieto Diego, hijo de mi hijo Peppe aquí presente. Le gusta dormir, pero al mismo tiempo es despierto y tiene una mente matemática de premio Nobel. Es inteligente para las cosas manuales. ¿Ha reparado en esta cuerda roja colgada sobre nuestras cabezas? La colocó bajo mi dirección. Hizo una obra maestra.

      —La noté —atestiguó Scapece—. Y vi que allá abajo, cerca de la entrada, colgaron a los Reyes Magos y un Niño Jesús.

      —Sí. Cada día los desplazaremos unos centímetros exactos, así el Niño Jesús aterrizará en el pesebre la noche de Navidad, mientras que los Reyes Magos llegarán para la Epifanía. Diego, ¡acércate un minuto!

      Con cuatro zancadas, el hijo de Peppe llegó hasta el abuelo.

      —Diego, te presento al inspector de policía Giovanni Scapece.

      —Encantado —dijo el muchacho extendiendo una mano enorme que era el doble de la del inspector.

      —Diego, dile cuánto deben avanzar diariamente las estatuitas, tal como calculamos hoy a la mañana.

      —Noventa y dos centímetros el Niño Jesús y cuarenta y nueve los Reyes Magos.

      —Pregunta a quemarropa: ¿cuánto es cuatro elevado a la quinta?

      —Muy simple: mil veinticuatro.

      —¡Es un genio! —enfatizó Nonno Ciccio golpeando el extremo del bastón en el piso.

      —Diego es campeón regional de Risk, el juego de la conquista del mundo —informó Peppe.

      —¿En serio? —exclamó Scapece—. A mí me gusta muchísimo el Risk. Podríamos organizar un partido.

      —No apueste nada, inspector, porque seguramente lo pierde —avisó Nonno Ciccio—. Ve, Diego, regresa a tu trabajo. Y dile a madame Lola que no agite mucho el trasero sobre el asiento, que lo va a destrozar.

      Peppe se cubrió la cara.

      Diego fue a dirigirse a la señora.

      —Son una familia hermosísima —dijo el inspector.

      —Espere. Todavía no ha conocido el plato fuerte de la casa —dijo Nonno Ciccio—. Peppe, ¿dónde está Isabella?

      —En la cocina. Les está haciendo compañía a Bettina y Cristina.

      —Ve a llamarla. Presentémosela también al inspector. Luego faltaría Angelina, tu esposa, pero esa, por el momento, mejor tenerla lejos. El inspector podría asustarse.

      Cuando Isabella salió de la cocina junto al padre, Scapece se acordó de una escena de la película ¿Quién engañó a Roger Rabbit? La escena en la que Jessica, la femme fatale, le dice al detective privado Eddie Valiant: “Yo no soy mala, solo me diseñaron así”.

      La hija de Peppe era una belleza. Cabellos sueltos sobre la espalda, unos jeans al cuerpo con un par de botas de gamuza, un pulovercito corto turquesa. Y la sonrisa deslumbrante.

      Para presentarse, el inspector se levantó de golpe y golpeó el Greco di Tufo. La botella se volcó y derramó el vino sobre el mantel y el piso, con gran placer de Zorro que lo lamió hasta la última gota.

      —Lo siento mucho… —susurró Scapece.

      —Tranquilo, inspector. Trae suerte —dijo Nonno Ciccio—. ¿Ha visto qué maravilla de nieta?

      —Mi abuelo me quiere demasiado —minimizó Isabella—. Inspector, ¿usted trabaja en la comisaría de aquí enfrente?

      —Sí —respondió Scapece en estado de trance.

      —¿Se está ocupando del delito de via Orazio?

      —Sí —repitió Scapece.

      —¿Le gustan nuestras propuestas gastronómicas?

      —Sí.

      Nonno Ciccio intervino a su modo:

      —Inspector, ¿está embobado? ¿Se le secó la garganta? Peppe, ve a traer el limoncello.

      En el estómago de Scapece, las papas y el bacalao se alegraron por la inminente oportunidad de alzarse con una borrachera.

      11

       Un estómago de hierro

      Gianni Scapece experimentaba una profunda antipatía por los hospitales. No soportaba los olores que le entraban por la nariz, impregnaban la ropa y no desaparecían más. Olores medicinales, a desinfectantes, a enfermedades. No le gustaban los colores de las habitaciones de internación, de los pasillos, de las salas; colores que a menudo se reducían el gris ceniza y al lavanda melancolía. Se le estrujaba el corazón cuando entraba en los pabellones en los que los cuidados conseguían apenas acompañar los sufrimientos.

      Desde

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