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de trabajo comunitario, consensuado, multilateral y solidario, para relanzar políticas sociales y económicas, que brinden oportunidades de recuperación en las condiciones de desarrollo de América Latina.

      Impacto en lo geopolítico

      La inserción en la escena internacional ha sido contraria en los dos países en años recientes. En el caso de los Estados Unidos, se trata del autoaislamiento del Gobierno Trump en lo que Haas (2017) ha llamado “la diplomacia de la retirada”, al proceder a marginarse de las decisiones globales que debe tomar el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, y al retirarse del Acuerdo Transpacífico, del Acuerdo de París sobre el Calentamiento Global, del Pacto nuclear con Irán, del Tratado de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (inf) con Rusia y, recientemente, de la Organización Mundial de la Salud (oms). Además, se distancia de la Organización Mundial del Comercio (omc) y hace críticas a la Corte Penal Internacional (cpi) y a organizaciones de integración como la Unión Europea (ue), aspectos que el nuevo presidente Biden ha prometido rectificar.

      China ha aprovechado estas circunstancias para tratar de posicionarse como vencedora en la lucha contra la covid-19, pero desde una posición autoritaria e ideológica del multilateralismo, del cual pretende ser país defensor, y que maneja como instrumento de dominación según sus intereses de potencia imperial. Aprovechando el marginamiento de Estados Unidos bajo el Gobierno del presidente Trump, China ha reforzado su participación en las organizaciones internacionales, apoyándolas siempre para que no sean contrarias a su posición, por ejemplo, frente a Taiwán, y expandiéndose físicamente con islas artificiales en el mar Meridional. China participa activamente en el proceso globalizador si se acomoda a sus intereses, y ha ampliado su presencia internacional mediante foros multilaterales como la “Iniciativa de la Ruta de la Seda” lanzada en el 2013, el Fondo de la Ruta de la Seda creado en el 2014 y el Banco Asiático de Inversión y Desarrollo fundado en el 2016.

      Dada la aceleración de la cuarta revolución industrial y la importancia que mostraron las tecnologías de comunicación durante la pandemia, es previsible una mayor competencia tecnológica entre Estados Unidos y China, en particular en el desarrollo de la tecnología 5G. Y ya es motivo de la guerra comercial entre los dos países: la interrupción, por parte de Estados Unidos, de transferencias tecnológicas desde China y de cadenas globales de valor, lo cual impulsará a esta a utilizar componentes propios. Así se prevé en el programa Made in China 2025 (mic2025), que desarrollará sectores de tecnología de información, robótica, biofarmacéutica y energía limpia para aumentar el contenido doméstico a un 70 % ese año (Institute for Security and Development Policy [isdp], 2018).

      Este enfrentamiento se produce en la pospandemia, momento en que el mundo necesita de liderazgos claros y respuestas consensuadas, y que se pregunta por quién o quiénes pudieran asumirlos. Al respecto, el excanciller sueco Carld Bildt señala lo siguiente:

      Con Estados Unidos ausente y la credibilidad de China afectada, existe una urgente necesidad de que alguien asuma el deber de liderar y comience a movilizar una respuesta coordinada, sea a través de la oms u otra vía […]. ¿Podría la Unión Europea dar el paso, o también se encuentra consumida en sus propios problemas? ¿Se podría forjar una coalición completamente nueva para dinamizar las cosas o el orden internacional está condenado a involucionar más todavía a un amasijo de multipolaridad y luchas de poder, donde el único fenómeno verdaderamente global es un virus letal? (Bildt, 2020)

      De no lograrse en la pospandemia consolidar liderazgos, reorganizar las organizaciones internacionales, revalidar lo multilateral en un mundo global, es posible que se asista al fraccionamiento geopolítico en zonas de influencia de la Unión Europea, de Rusia y de naciones emergentes en sus áreas de influencia (Turquía, India, Suráfrica, Brasil). En tal caso, el regionalismo asumiría las responsabilidades de actuar en un entorno mundial global y la integración tendría un papel relevante por desarrollar.

      El telón de fondo de los cambios geopolíticos son los conflictos entre el mundo occidental y otros grupos civilizacionales del planeta; las confrontaciones religiosas por interpretaciones fundamentalistas; la falta de principios éticos y la mayor corrupción, con pérdida de credibilidad en los sistemas políticos y en los principios democráticos; los problemas de gobernabilidad por obsolescencia de instituciones, sin actualización desde la Segunda Guerra Mundial; las crisis de liderazgo, y las tendencias nacionalistas y neoproteccionistas.

      En el campo civilizacional, el error de Occidente fue creer que la comunidad internacional acogería su modelo de globalización del capitalismo posindustrial triunfante —con planteamientos como los de Francis Fukuyama del fin de la historia y de los grandes conflictos en el planeta—, en el que la imposición sobre el comunismo permitiría ingresar en “un mundo de euforia y armonía” (Fukuyama, 1992). Sin embargo, no ocurrió así. Las diferencias civilizacionales, culturales y religiosas se tradujeron en enfrentamientos en los Balcanes en la década de los noventa y en ataques de grupos terroristas fundamentalistas islámicos contra naciones de Occidente, que aún persisten. Internacionalistas como Samuel Huntington lo habían advertido: “La intervención occidental en asuntos de otras civilizaciones es probablemente la fuente más peligrosa de inestabilidad y de conflicto potencial a escala planetaria en un mundo multicivilizatorio” (Huntington, 1997, p. 374), y las consecuencias negativas de la pandemia pueden agravar el distanciamiento.

      Sería útil encontrar formas de acercamiento a la revalorización de las religiones que, junto con la reconsideración de principios éticos, permitan una gobernabilidad más transparente, un modelo económico más justo, la priorización de políticas públicas relacionadas con la salud pública y otros propósitos renovadores surgidos en la pospandemia. En los ajustes de un nuevo orden internacional, se debería partir de una nueva ética mundial, pues sin esta los cambios propuestos podrían quedar sin sustento para su implementación y respeto.

      También es importante examinar el tipo de Estado que se revaloriza con la pandemia, pues los valores democráticos se pueden ver alterados por derivas autoritarias o populistas que afectan la democracia, tal como anota el escritor Yuval Noah Harari: “En este momento de crisis, enfrentamos dos opciones particularmente importantes. La primera es entre la vigilancia totalitaria y el empoderamiento ciudadano. La segunda es entre el aislamiento nacionalista y la solidaridad global” (Harari, 2020; traducción propia). Por su parte, Borrell (2020) identifica tres narrativas: “La populista, la autoritaria —que coincide con la anterior en muchos puntos— y la democrática”; además, considera que la crisis de la pandemia impactaría la narrativa populista, “ya que pone de relieve la importancia de la racionalidad, la competencia y los conocimientos. Todos ellos principios ridiculizados y rechazados por los populistas, que los identifican con las élites”. Por otro lado, lo autoritario tendría posibilidades de imponerse en varios lugares del globo, pues en un contexto de miedo y de incertidumbre, hay inclinación a aprovecharse de la situación para limitar libertades y derechos.

      Con la crisis de credibilidad en la dirigencia pública y en la clase política, cualquier reconsideración del papel del Estado contemplaría formas de participación de la sociedad civil, mediante una gobernanza pública que permita “la participación, la negociación, la coordinación, los proyectos, el partenariado y el consenso” (Cabanes, 2004, p. 39). A raíz de la pandemia, se ha observado un mayor autoritarismo en muchos Gobiernos de diferentes lugares: con el pretexto de asumir responsabilidades en la lucha contra la covid-19, ejercen un mayor control político, usando el aislamiento, el cierre de fronteras y los avances tecnológicos, como los sistemas biométricos que controlan las poblaciones. Es el caso de China, donde el Gobierno ha empleado tecnologías de punta que le permiten tener control total del movimiento de sus ciudadanos. Harari (2020) lo describe así:

      Al monitorear de cerca los teléfonos inteligentes de las personas,

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