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Quizás titulamos esos días así, la Violencia, porque no sólo son un mito sino también un rito. Acaso entonces fue obvio que no éramos liberales ni conservadores, sino violentos. Quizás allí fue más clara que nunca nuestra manía de contar nuestra barbarie antes de que se termine porque no hemos hallado otra manera de acabarla. Tal vez Colombia haya estado contando su historia con el deseo.

      El Gobierno de Laureano Gómez, lleno de ideas para el desarrollo, imaginó un nacionalismo católico semejante al del franquismo. Se trató de refundar la patria, por medio, claro, de otra redundante Asamblea Constituyente, pero sólo se logró que se agravara la violencia. Gómez tuvo que dejar la presidencia porque, en un giro típico de esta tragedia repleta de chistes sepulcrales, se enfermó del corazón y se retiró para curarse. Y el sábado 6 de septiembre de 1952, durante el Gobierno transitorio del exministro Urdaneta Arbeláez, la guerra se les vino encima una vez más a los líderes que jugaban con ella: fueron incendiados los diarios y las casas de los caudillos liberales, y los dirigentes conservadores se enfrentaron entre sí de tal modo que su dictadura terminó siendo remplazada por otra.

      El sábado 13 de junio de 1953, Gómez, apenas recuperado de sus males cardiacos, trató de deshacerse definitivamente de su desleal y popular comandante del Ejército Nacional –el general Rojas Pinilla–, y le quitó la presidencia de las manos a Urdaneta, su remplazo, antes de que todo se pusiera peor, pero el plan le salió al revés. Con el paso de las horas, los jefes de los dos partidos políticos fueron dejándolo solo y volviéndolo el chivo expiatorio, el protagonista y la encarnación de la Violencia, y fueron sumándose a una conspiración bipartidista que terminó en un sorprendente golpe de Estado y de opinión liderado – ante las negativas de Urdaneta– por el reticente Rojas Pinilla: «No más sangre, no más depredaciones en nombre de ningún partido político», dijo en su primera alocución presidencial, «paz, justicia y libertad».

      El del general Rojas Pinilla fue un Gobierno conservador con ministros conservadores y fue una tregua y un saqueo hasta que resultó ser otra dictadura en aquella Guerra Fría que la Colombia antisoviética se sentía peleando al lado de los Estados Unidos de América. Hubo amnistías para las guerrillas y hubo desbandadas de las policías políticas. Ciertos exiliados regresaron. Ciertas familias sintieron verdadero alivio. Pero un año después ya era clarísimo que el país estaba en manos de una tiranía. El miércoles 9 de junio de 1954 fueron asesinados, ni más ni menos que por el Batallón Colombia, trece de los cientos de estudiantes que protestaban por el crimen de un compañero que protestaba el día anterior. El Siglo, El Espectador y El Tiempo fueron hostigados desde el principio, censurados el sábado 6 de marzo de 1954 y clausurados el miércoles 3 de agosto de 1955. Se persiguió a los protestantes y a los protestadores. Se persiguió a los comunistas.

      Empezó a hablarse de reelección y a ensalzarse «el binomio» del pueblo y las fuerzas militares.

      Y en la tarde bogotana del domingo 5 de febrero de aquel 1955, en las gradas de la Plaza de Toros de la Santamaría, un montón de agentes del servicio de inteligencia del Gobierno –disfrazados de taurófilos enruanados y de cachacos de bota– se dedicaron a patear y a desnucar y a dispararles a todos los que se habían atrevido a abuchear y a chiflar a la hija del dictador en la corrida del domingo anterior: era, una vez más, el espectáculo brutal de Colombia.

      Diecisiete meses después, Santos Montejo, López Pumarejo, Gómez Castro, Lleras Camargo y Ospina Pérez, estaban plenamente de acuerdo en que Rojas Pinilla tenía que irse por usurpador y por refundador y por déspota. El martes 24 de julio de 1956 firmaron en la España franquista, frente al mar Mediterráneo, un pacto de paz que luego –con el apoyo de los curas, los comerciantes, los banqueros, los estudiantes y los militares– terminó llamándose el Frente Nacional: después de un siglo de dantescas guerras civiles, convertidas la sangre y la tortura en ritos de la Colombia confesional, el Partido Liberal y el Partido Conservador pactaban un Gobierno conjunto y equitativo durante cuatro periodos. Era una buena noticia y era demasiado tarde.

      La reflexión sobre la Historia, entendida como el relato de los cuerpos que se hacen conscientes de los espíritus hasta el punto de narrarlos, o como el desarrollo social que tarde o temprano conduce a la lucha de clases, o como la perenne puesta en escena de la tragedia humana que guarda la ilusión de que algún día sea la comedia, condujo a las teorías y a las prácticas comunistas a mediados del siglo XIX: la superación de la propiedad privada y de las clases y del Estado, señales de una ley de la selva que no cesa, que tarde o temprano acaba bajo la vigilancia implacable de los fanáticos y de los vivos de turno. Se habló en todo el mundo del colectivismo primitivo, del «todo es común entre amigos» que imaginaba Platón, de la igualdad espartana, de la «Conspiración de los iguales» perdida en la Revolución francesa, del socialismo utópico de 1835, del anarquismo, pero sobre todo, desde 1847, se habló de comunismo.

      De Marx y de Engels. De las cuatro Internacionales Comunistas que, de 1866 a 1963, reunieron a millones de sindicalistas y de partidarios de la clase trabajadora. De cómo la primera revolución marxista que consiguió llevarse a cabo, la Revolución rusa de 1917, había tenido que darse en un país campesino que no conseguía dejar atrás el feudalismo. De cómo el viejo territorio de los zares, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se convirtió en una potencia mundial burocratizada e industrializada después de la Segunda Guerra Mundial. De cómo en plena Guerra Fría, en pleno pulso de los soviéticos con los gringos por el dominio del globo, fueron fortaleciéndose los partidos comunistas en Europa del Este, en China, en Corea del Norte, en Vietnam, en Cuba.

      En Colombia siempre se le temió a la palabra como a un aullido: «Comunismo…». Desde los primeros tiempos de la república, los artesanos se enfrentaron a los librecambistas –y fallaron– en el empeño de conseguir una industria que abasteciera el mercado interno sin asistencia extranjera. Cuando se creó la Sociedad Democrática de Artesanos, en 1847, más como un cuerpo de apoyo leal a la Nueva Granada que como una agremiación con conciencia revolucionaria, de inmediato se les recibió en ciertos despachos de las oligarquías de los dos partidos como un caballo de Troya que los judíos querían entrar en la patria católica. Pronto, cuando contaba ya con cuatro mil miembros, la Sociedad Democrática fue clave para la llegada de José Hilario López a la presidencia.

      Y desde esos días quedó clarísimo que en estas tierras virulentas, jerarquizadas desde la cuna hasta la tumba, las batallas políticas entre los jefes liberales y los jefes conservadores serían aplazadas siempre que el artesanado –«la chusma», se decía– se atreviera a anhelar un poder que reivindicara las luchas de los trabajadores. Ciertos periódicos enemigos del primer lopismo, como El Día o La Civilización, se dedicaron a convertir la palabra «comunismo» en sinónimo de «delincuencia»: El Día llegó a referirse a un robo como «una sesión práctica de socialismo». Y es evidente que se eligió al doctor José Raimundo Russi, uno de los jefes del movimiento popular, como el chivo expiatorio a sepultar enfrente de todos: La Civilización llegó a llamarlo «uno de los más ardientes apóstoles del socialismo i a cuya elocuencia se debe en parte la propagación de esta doctrina».

      En apenas unas semanas, desde finales de abril hasta finales de julio de 1851, el doctor Russi fue perseguido, acusado, juzgado en un juicio exprés conducido por un tribunal inventado para la ocasión, condenado y fusilado enfrente de todos en la Plaza de Bolívar por un asesinato que no habría podido cometer: desde entonces se ha hablado, en las callecitas de La Candelaria, de un fantasma que va por ahí reclamando justicia en un país que se traga vivos a todos los que se atrevan a inclinarse a la izquierda.

      Las sociedades artesanales del país, apenas escuchadas por los políticos en los días de las elecciones, se pasaron las décadas que siguieron de protesta reprimida en protesta reprimida, de desilusión en desilusión. Los Estados Unidos de Colombia no fueron capaces de cambiar. Y –tal como lo denunció en 1866, en el periódico La Prensa, el escritor artesano Manuel Barrera– se volvió lo común que los aristócratas supuestos apodaran «enruanados», «manetas»,

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