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de Medellín, en la Aeronáutica Civil, en el Congreso de la República y en la Gobernación de Antioquia. Pero la verdad es que la gente votó por él porque se resistía a jugarles el juego a los desprestigiados partidos, porque era el candidato que señalaba a las Farc, porque parecía un hombre nuevo que se negaba a hablar con eufemismos. Podría decirse que, aun cuando varios de los caciques de siempre se fueron subiendo al bus de la victoria, Uribe derrotó a las aceitadas maquinarias del liberalismo y el conservatismo gracias a la ayuda de un abrumador «voto de opinión».

      Hubo normalidades y buenas intenciones en su Gobierno como ha sucedido en todos –hubo ministros serios, leyes importantes, territorios recobrados, programas inteligentes– porque esta sociedad brava y cínica se ha acostumbrado a funcionar entre fantasmas. Y, sin embargo, muy pronto fue claro que el país había caído en la trampa en la que había querido caer: en la presidencia de un caudillo todopoderoso, como un padrastro de voz queda, que estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de cumplir su promesa de pacificar a Colombia –estaba dispuesto a hacer un pacto de paz con los paramilitares, a devolver al país a ese centralismo paternalista que desdibuja las regiones, a estigmatizar a sus críticos y a nombrar jefes de inteligencia que terminaron siguiendo periodistas–, pero también fue evidente desde temprano que no quería irse.

      Y que el uribismo se había quedado, de rebote, con los corazones despechados de quienes habían dado la vida por esos dos partidos de siempre, que sobreaguaban, pero que se habían dividido y se seguirían dividiendo sin remedio en partidos más duraderos de lo que parecían en un primer momento: el Partido Liberal y el Partido Conservador siguieron siendo determinantes de una u otra manera, pero partidos como el Polo Democrático, la Alianza Verde, el Partido de la U, Cambio Radical y el Centro Democrático, de izquierda a derecha, soportaron el paso de las despiadadas elecciones colombianas –que suelen ser verdaderas batallas campales sin Dios ni ley– y de las componendas políticas de las dos primeras décadas del siglo XXI.

      En un gesto típico de los países injustos y característico de los días del dictador venezolano Hugo Chávez, pero atípico en la Colombia de los últimos cincuenta años, Uribe Vélez se mandó reformar la Constitución para que fuera posible su reelección y se hizo reelegir por 7 397 835 colombianos en la aplastante primera vuelta del domingo 28 de mayo de 2006. Fue una victoria irrefutable: 62,35 por ciento de los votos. Pero, como la enmienda se consiguió con un par de votos dudosos y la oposición tenía claro ya que aquel Gobierno tenía talante de régimen autoritario y demasiado pronto empezó a hablarse de otra corrección constitucional para permitirle una segunda reelección, fueron cuatro años con menos normalidades y menos buenas intenciones y con más desmanes y más afrentas contra la democracia.

      Este compendio de columnas comienza en el momento justo en el que la mitad del país seguía pidiéndole a Uribe que se quedara a terminar la pacificación de la llamada «Seguridad Democrática» y la otra mitad rogaba para que se fuera.

      Quedaban probados escándalos como el del soborno a una representante para que votara a favor el artículo que permitía la reelección del presidente, el de las escuchas ilegales del salido de madre Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), el de los pactos secretos para «refundar la patria» entre los grupos paramilitares y los políticos cercanos al Gobierno. Se usaba la expresión «falsos positivos», en vez de hablar de «ejecuciones extrajudiciales» o de «crímenes sistemáticos», para referirse a los 2248 civiles inocentes que fueron asesinados y disfrazados de guerrilleros por ciertos miembros del ejército empujados por los afanes e incentivos del Gobierno. Pero una buena parte del país, que quizás veía estos gestos con la lógica de la guerra, habría querido que Uribe se lanzara de nuevo.

      Uribe había sabido, a fin de cuentas, hacer el papel del forastero que pone en su lugar a los políticos, encarnar al colombiano piadoso, de rodillas, que se negaba a que le decretaran el progresismo, y desperdigar a esas guerrillas que habían agotado la paciencia y abusado y secuestrado al pueblo que pretendían liberar.

      Eran días de prueba para la democracia: bueno, siempre lo son. El teniente coronel Hugo Chávez, el golpista de 1992 que había sido elegido presidente en 1998, trataba de poner en escena en Venezuela lo que se había llamado «el socialismo del siglo XXI»: la alianza entre el socialismo y el liberalismo para librarse de los yugos del estatismo y el capitalismo. Amado por buena parte de su pueblo, protegido por la bonanza petrolera de la primera década del siglo XXI, Chávez trajo a Bolívar de vuelta como el doctor Frankenstein a su monstruo. Se llamó a sí mismo «marxista» y animó el regreso de los Gobiernos de izquierda a Latinoamérica –en Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Uruguay–, y encaró a los voraces Estados Unidos de Bush padre y Bush hijo, que desde aquel 11 de septiembre de 2001, luego de los atentados de la organización Al Qaeda, se habían dedicado en cuerpo y alma a la caza del terrorismo.

      Desde noviembre de 2007, por cuenta de la cercanía de Chávez con las guerrillas colombianas y de la incapacidad tanto del chavismo como del uribismo de compartir el poder, Colombia y Venezuela se enfrascaron en una relación plagada de tensiones. Se agravó hasta fondos nunca vistos el sábado 1 de marzo de 2008, cuando el ministro de Defensa, Juan Manuel Santos Calderón, dio la noticia de que Colombia –asistida, según The Washington Post, por los Estados Unidos– había bombardeado la selva de Ecuador para acabar con el campamento de un importante comandante de las Farc: semejante violación de la soberanía desató una crisis que sólo se alivió un poco en la xx Reunión Cumbre del Grupo de Río, con un apretón de manos entre populistas reaccionarios e irredentos –Uribe por Colombia, Chávez por Venezuela, Correa por Ecuador– perfecto para explicarle a Bolívar el fracaso de su sueño.

      El miércoles 26 de marzo de ese 2008 murió de viejo el máximo comandante de las Farc: el histórico Tirofijo.

      Pero fue otra jugada secreta de las fuerzas militares –la Operación Jaque del miércoles 2 de julio de 2008, que acabó en el rescate de quince secuestrados por la guerrilla, entre ellos la exsenadora Ingrid Betancourt– la que le dejó en claro a los sobrevivientes de las Farc que en la Colombia de este nuevo siglo era imposible tomarse el poder por las armas. Santos Calderón, sobrino nieto del expresidente Santos Montejo, heredero de El Tiempo, exministro de Comercio Exterior y de Hacienda, quedó posicionado entonces como un posible reemplazo de Uribe Vélez. El viernes 26 de febrero de 2010 la Corte Constitucional no sólo declaró inconstitucional, por vicios de forma y de fondo, el referendo que buscaba una segunda reelección de Uribe, sino que advirtió que perpetuarse en el poder iba en contra de la Constitución de 1991.

      Y así, con el reticente aval del uribismo, Santos Calderón empezó la campaña que lo llevó a la presidencia.

      Repito: es en ese capítulo de estas mil y una noches, cuando una mitad de Colombia cantaba «oh, gloria inmarcesible» y la otra mitad cantaba «cesó la horrible noche» porque parecía el fin del uribismo, donde comienza este compendio de columnas. Santos se enfrentó al exalcalde de Bogotá Antanas Mockus, para ese momento el símbolo de una política que defendía la vida y lo público desde la experiencia ciudadana, en una campaña llena de bajezas que sin embargo despertó a una nueva generación de electores. Mockus, extraño en el mejor sentido de la palabra y reconocido en el mundo entero por su transformación de la cultura bogotana, punteó en las encuestas hasta que la gran mayoría del establecimiento se puso de acuerdo para encarar y enrarecer su atípica candidatura: la campaña de Santos, el candidato que unía a las viejas y a las nuevas élites, supo exacerbar los típicos temores colombianos –a Dios, a la guerrilla, al comunismo– y conducir a un país que apenas salía del unanimismo para arrasar en las elecciones.

      El presidente Santos consiguió hacer un Gobierno liberal e inesperado, de acuerdo con la Constitución de 1991, que tristemente contó con el apoyo de clientelistas y politiqueros de la peor calaña, pero muy pronto, cuando empezó a reconciliarse con los rivales de su predecesor y reparó las relaciones con Ecuador y con Venezuela y dejó en claro que iba a hacer su propio Gobierno, se convirtió en el enemigo jurado de Uribe y del uribismo. No sólo defendía los derechos

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