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largo del mundo: el Registro Único de Víctimas y el Centro Nacional de Memoria Histórica cuentan 8 074 272 víctimas, 5 712 000 desplazamientos forzados, 218 094 asesinados, 27 023 secuestrados, 25 007 desaparecidos, 10 189 víctimas de minas antipersonas, 716 acciones bélicas, 95 atentados terroristas en apenas medio siglo, pero ninguna cifra de esas cabe en la cabeza.

      Colombia es, según Amnistía Internacional, uno de los diez países más violentos del mundo; es, según Save the Children, el tercer país en donde matan a más niños; es, según el Banco Mundial, el país más desigual de América Latina y el cuarto país más desigual del mundo; es, según el esquizofrénico Gobierno de Trump, uno de los países más peligrosos para viajar; es, según la firma Ipsos Mori, el sexto país más ignorante del mundo y el sexto país más ignorante sobre sí mismo. Resulta profundamente conmovedor –o al menos digno de estudio– que siga doliéndonos y desilusionándonos como nos duele y nos desilusiona. Algo sigue llamándonos a la resistencia y a la alegría. Algo, que quizás sea la sombra y la costumbre de la muerte, sigue empujándonos a vivir y a seguir viviendo.

      Dígame usted si no es muy raro. Dígame usted si no es digno de estudio o digno de un tríptico del Bosco. Dígame si esto no ha sido al mismo tiempo una Semana Santa eterna y un carnaval interminable.

      Colombia no sólo ha sido el primero o el segundo o el tercero entre los países más felices del mundo, sino la cultura contrahecha –avergonzada de sí misma y acomplejada hasta el paroxismo y el delirio de grandeza– que se inventó la mamadera de gallo y el ataque de risa en los funerales. Ha sido una nación de solemnes y de pomposos, «Excelentísimo Señor Don Gabriel Foción Sanz de Santamaría…», «Resulta, pasa y acontece que…», como si el clima fuera propicio para sentir nostalgia por una época señorial que jamás llegó a darse del todo, pero también ha sido, desde el principio de la vorágine, tierra de expertos en sátiras y refugio de parodiadores. Aquí hemos estado riéndonos y contándonos cuentos porque no queda más mientras vuelve la cordura. Aquí nada es serio para bien y para mal.

      De qué hablamos cuando hablamos de la República de Colombia: de un país hecho de países, de una cultura hecha de culturas, cuyo territorio sigue siendo un misterio.

      Más de la mitad del mapa colombiano es selva, enigma. Ni siquiera hoy, cuando las comunicaciones y las redes tendrían que habernos reunido, hemos logrado que esto deje de ser el archipiélago del que hablaba mi abuelo el senador en sus textos liberales, el suelo tan partido y tan sitiado y tan negado que hace que la existencia de un Estado fuerte sea una hazaña. Puede ser que Colombia sea el infierno. Puede ser que sea un karma y un trastorno. Y que hasta hoy estemos pagando que no sólo empezamos por el desprecio y por la aniquilación de lo que había aquí antes de la Historia, sino, como los niños perdidos de El señor de las moscas, sobre la sospecha endiablada y enloquecedora de que nadie está mirando.

      Colombia se llama Colombia porque comenzó por su exterminio: por su demolición de lo que había. Colombia se bautizó a sí misma Colombia porque fue a partir de la llegada de la expedición de Cristóbal Colón –o sea, desde la llegada de la lengua castellana y del imperio del catolicismo y de una violencia endiablada y con sevicia que sólo se permiten quienes creen que Dios no ve de lejos y no es neutral– cuando se vio obligada a pasar del mito a la Historia. Todo parece indicar que aquel viernes 12 de octubre de 1492, cuando Colón, según su propio diario, puso el pie izquierdo en tierra firme, había en estos parajes alegóricos unos tres millones de indígenas habituados a los designios de la naturaleza. Suele discutirse el tamaño de la catástrofe demográfica que siguió. Pero es claro que vino un genocidio de perros bravos y una sucesión de enfermedades y una aculturación oficiada por ángeles y por demonios.

      Y no sobra creerle a nuestra literatura, que al menos se ha preocupado por dar forma y dar belleza, y que algo de sanidad mental nos ha devuelto en estos siglos, que entonces la Historia despojó y desplazó y sepultó al mito: que el pensamiento católico marginó y ocultó al pensamiento mágico sin piedad. Y Colombia, como cualquier tierra de espanto plagada de campanarios, fue levantada sobre un cementerio indígena.

      Fue el prodigioso Francisco de Miranda, que también dio con los tres colores de nuestra bandera, quien regresó –de su odisea por las revoluciones de la Tierra del siglo XVIII– con semejante nombre sin rima: Colombia. La verdad es que había sido pronunciado de hemisferio a hemisferio desde el siglo XVI, «Columbia», «Colonia», «Colombiada», para bautizar ciudades, universidades, poemas, ríos, en el continente barroco con el que se encontró el ejército de Colón. Pero fue Miranda, el caraqueño universal que estuvo en el parto de las naciones en las que estamos viviendo, quien en el empeño refundador empezó a preferir la palabra «Colombia» a la palabra «América», la práctica a la teoría: el territorio exuberante e infinito hallado por el formidable navegante Cristóbal Colón al mapa fabuloso relatado por el razonable cartógrafo Américo Vespucio.

      El libertador Simón Bolívar, que hasta el día de su muerte fue un semidiós, de los de su tiempo, en busca de un poema épico para la eternidad, daba por hecho ese nombre mucho antes de que fuera el nombre nuestro: «¿Habrá un solo hombre en Colombia tan indigno de este nombre que no corra a engrosar nuestras olas?», le preguntó a su ejército en 1813. Bolívar fue un quijote premeditado: el solitario errante e imperioso sobre el mar de las nubes, del óleo de Friedrich, que no sólo nació para protagonizar la reinvención de un continente, sino que se lo creyó. Bolívar fue un héroe romántico de aquellos, megalómano e hipocondríaco, bilioso e igualado con las fuerzas de la naturaleza, obsesionado hasta el delirio con ser irrepetible, pero también fue un héroe trágico condenado a dejar su obra sin terminar.

      Y liberó de España a estos pueblos tan españoles, pero no logró convencerlos de su libertad, ni mucho menos consiguió poner en marcha su transformación.

      Ese sueño suyo y sobre todo suyo, que no pudo alinear a los personajes secundarios, a los figurantes y a los extras que iba dejando regados por el camino, está claro en aquella Carta de Jamaica del miércoles 6 de septiembre de 1815: si finalmente los criollos patriotas consiguen la independencia de esa España represora que ha ido de «madre patria» a «madrastra», si finalmente se logra la unión de la Confederación Venezolana y de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, dos sumas de villas coloniales en dos tierras inabarcables, entonces «esta nación se llamaría Colombia», escribe, «como un tributo de justicia y gratitud al criador de nuestro hemisferio». Seis años después, a las once de la mañana del miércoles 3 de octubre de 1821, en el Congreso de la Villa del Rosario de Cúcuta que se llevó a cabo para conseguir aquella nación, Bolívar toma posesión como el primer presidente de la República de la Gran Colombia.

      «El juramento que acabo de prestar en calidad de Presidente de Colombia es para mí un pacto de conciencia que multiplica mis deberes de sumisión a la ley y a la patria», les dijo a los cincuenta y ocho miembros del Congreso, mirándolos a los ojos, en el salón de la iglesia de piedra de la villa.

      «La espada que ha gobernado a Colombia no es la balanza de Astrea: es un azote del genio del mal que algunas veces el cielo deja caer a la tierra para el castigo de los tiranos y escarmiento de los pueblos», les vaticinó. «Esta espada no puede servir de nada el día de paz, y éste debe ser el último de mi poder, porque así lo he jurado para mí, porque se lo he prometido a Colombia y porque no puede haber república donde el pueblo no está seguro del ejercicio de sus propias facultades», les recordó. «Un hombre como yo es un ciudadano peligroso en un Gobierno popular: una amenaza inmediata a la soberanía nacional», les reconoció. «Prefiero el título de ciudadano al de Libertador porque éste emana de la guerra y aquél emana de las leyes», les confesó antes de terminar su discurso, «yo quiero ser ciudadano para ser libre y para que todos lo sean».

      Y entonces lanzó a la Historia una plegaria que resultó ser una condena: «Cambiadme, Señor, todos mis dictados por el de buen ciudadano», oró, ante todos, a un Dios que no lo oyó.

      Y el día de diciembre de 1830 en el que murió, que predijo el fin

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