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me jura.

      En abril de 2009, luego de una serie de eventos providenciales, termino sentado en la oficina del nuevo director de El Tiempo: Roberto Pombo Holguín. El editor de opinión, Ricardo Ávila Pinto, ha tenido la sensación de que sí puedo mudarme a las páginas del periódico.

      Salgo agradecido –y se me va una década así porque no termino de acostumbrarme a semejante suerte– de haber dado con ese par de periodistas tan agudos y tan generosos.

      Comienzo a escribir mi columna, que llamo «Marcha fúnebre» porque eso ha sido la vida aquí en Colombia, en mayo de 2009: decido titular cada texto con una sola palabra, viernes tras viernes, porque tengo la sospecha –de escritor más que de periodista– de que una sola palabra es más que suficiente.

      Cada semana escribo mi columna con la misma taquicardia del principio porque no es fácil decir lo que uno piensa tal como uno lo piensa, pero sé que mis nobles amigos y compañeros de El Tiempo, Federico Arango, Carlos Bonilla, Juan Esteban Constaín y Luis Noé Ochoa, me dirán sin sutilezas si esta vez le estoy faltando a la gramática o a la verdad.

      Cada semana cuento con las sensateces de Daniel, de mi mamá y de mi esposa, Carolina, que de verdad es la mejor lectora que hay, para no caer en las trampas en las que se puede caer cuando se escribe sobre lo que está sucediendo ahora.

      Pasan, de golpe, diez años de columnas. Y para celebrarlos, Leonardo Archila, el noble editor de Intermedio –que se llama Intermedio en honor al periódico que publicó El Tiempo cuando fue cerrado por la dictadura–, me propone hacer esta selección de doscientas: le encuentro un titular a cada una para que el lector no se pierda y vuelva a la semana en la que fue escrita.

      Y le escribo un prólogo muy personal que al final, en el espíritu de darles a las columnas su contexto –el país en el que sucedieron y en el que suceden–, resulta ser un libro en dos partes.

      La primera es sobre esta república siempre partida en dos bandos, los que sea, que suelen tener en común la vocación religiosa a erradicar la diferencia.

      La segunda es una reseña de los relatos que se ha estado contando esta sociedad para recobrar algo de cordura: de las terapias a los gritos, de las novelas a las telenovelas.

      Y, en el peor de los casos, queda claro que lo mío ha sido tomármelo todo demasiado a pecho.

      Por ejemplo: cada semana, cuando voy al consejo de las páginas editoriales del periódico, me conmueve pasar enfrente de un linotipo que parece un monumento a la paciencia y me alegra que me alegre que nada haya sido capaz de clausurar El Tiempo.

       Viernes 31 de mayo de 2019

PRÓLOGO

      QUE TRATA DE LA CONDICIÓN Y EJERCICIO DE ESTA REPÚBLICA BICENTENARIA CONSTRUIDA Y DESTRUIDA ALREDEDOR DE DOS BANDOS MUTANTES QUE HAN TENIDO EN COMÚN EL TRASTORNO DEL DEPREDADOR Y LA VOCACIÓN RELIGIOSA DE ERRADICAR AL OTRO.

      Y A SU MANERA CUENTA E INTERPRETA LA HISTORIA DE LA NACIÓN DELIRANTE A LA QUE SE REFIERE ESTE LIBRO, QUE ES LA SUMA DE DOSCIENTAS COLUMNAS PUBLICADAS EN UN DIARIO QUE HA SIDO TESTIGO E INVENTOR DE COLOMBIA.

      Quien tenga dudas de que el hombre es su propio depredador hará bien en fijarse en el caso de Colombia. Nacer aquí, en Colombia, es nacer en un manicomio tomado por los locos: por los ilusos, por los violentos, por los sanguinarios, por los fundamentalistas, por los patrioteros, por los sapos, por los lagartos, por los lambones, por los nazarenos, por los farsantes que gritan «usted no sabe quién soy yo» cuando les piden que cumplan la ley o que hagan la fila, por los falsos embajadores de la India, por los paranoicos y sus persecutores, por los señores feudales y las policías políticas y los siervos sin tierra, por los politicastros que creen que es más rentable una Alcaldía que un embarque, por los sociópatas con don de gentes, por los machos, por los hijos negados, por las madres abandonadas, por los «doctores» entre comillas, por los acomplejados que esgrimen su apellido o su cultura o su gramática para darse su propia importancia.

      Sólo aquí en Colombia –solamente en esta tierra accidentada e inexpugnable en la que hubo 725 heridos y 82 muertos durante la celebración macabra de aquel partido de fútbol de 1993 en el que la selección colombiana le ganó cinco a cero a la selección argentina– el Día de la Madre suele ser la fecha más violenta del año: el Día de la Madre del año pasado, domingo 13 de mayo de 2018, ciertas Alcaldías se vieron obligadas a decretar la ley seca y a lanzar agresivas campañas para evitar el horror de siempre, pero, de acuerdo con las cifras del Instituto de Medicina Legal, al final de la jornada maldita se contaron 5782 riñas, 479 personas violentadas en sus propias casas por sus propios familiares y 53 hijos asesinados por sus propios prójimos.

      Dígame usted si esto no es muy raro. Dígame si no hay acá algo inexplicable, si no es más bien una pandemia esta cultura trastornada en la que las salvajes redes sociales son todavía más infames, si esta violencia de viacrucis, que no se da en países igual de desiguales y de educados en el maltrato y de confesionales y de abandonados por Dios, no tiene una razón de fondo que se le escapa a nuestra comprensión: dígame si, así como en estos últimos años nos hemos visto forzados a desminar los pastizales de la guerra, no tendremos un día que pedirle a un ejército de videntes que recorran este mapa en busca de los entierros de brujería –de los atados de azufre y de pelos y de fotografías y de huesos quemados de la magia negra– que nos tienen varados en los ritos de la barbarie.

      Fue en la Colombia de estos últimos setenta años en donde sucedieron los desmanes del Bogotazo, la época de la Violencia en la que los púlpitos y los altares se pusieron al servicio de una impensable manera de matar llamada «el corte de corbata», el fusilamiento de los estudiantes a unos pasos de la Plaza de Bolívar, la matanza de los enruanados que osaron abuchear a la hija del dictador en la Plaza de Toros de la Santamaría, las torturas amparadas por los estados de emergencia, la toma y la retoma del Palacio de Justicia, la campaña presidencial en la que cuatro candidatos fueron ejecutados a sangre fría, la era de las bombas en los centros comerciales y en las esquinas de los colegios y en aquel Avianca 203 en pleno vuelo, el asesinato de un jugador de la selección de fútbol por cometer un autogol en un Mundial, el collar que estalló en el cuello de una madre.

      Fue en este escenario, en el que crecen y crecen y crecen los fantasmas, en donde alguna vez se dijo: «La única diferencia entre nuestros partidos consiste en que los conservadores son más ladrones que los liberales y los liberales más asesinos que los conservadores», «El indio es de la índole de los animales débiles recargada de malicia humana», «El país era mucho mejor cuando sólo robaban los ladrones», «El liberalismo es esencialmente malo», «¡Mataron a Gaitán!», «A este país lo pacificamos a sangre y fuego», «Acá todo el mundo es doctor hasta que nadie le demuestra lo contrario», «¡Lleras sí, Rojas no!», «A las nueve de la noche no debe haber gente en las calles», «Reivindicamos como justa la lucha armada y estamos también en la vía que llaman pacífica», «Todos somos iguales pero unos somos más iguales que otros», «Tenemos que reducir la corrupción a sus justas proporciones», «Aquí defendiendo la democracia, maestro», «Por Colombia, siempre adelante, ni un paso atrás y lo que fuera menester sea», «Mátalo, Pablo», «¡Mataron a Galán!», «Que la vida no sea asesinada en primavera», «¡Autogol, autogol, autogol!», «Fue a mis espaldas», «Que no maten a la gente», «El salario mínimo en Colombia es ridículamente alto», «De seguro, esos muchachos no andaban recogiendo café», «¡La vida es sagrada!».

      Colombia es el país de las guerras civiles, el país de las 1989 masacres, el país de las guerrillas y los grupos paramilitares y las bandas criminales, el país de los panfletos ensangrentados por debajo de las puertas,

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