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allí, respirando ahora tranquila, Lidia se fue a duchar, sabía que al otro día llevaría esa magnífica reliquia al lugar de sus sueños.

      Vistió sus mejores ropas luego de descansar impaciente por la noche, esa mañana a primera hora se dirigió con su papel sagrado a la Sociedad Argentina de Antropología; cuando traspasaba su fachada e iba al ingreso del edificio aspiró hondo orgullosa de su logro, pensó en las caras que pondrían las personas que la esperaban luego de sus insistentes llamadas la noche anterior para que la recibieran. Pensó cuán felices los haría con la noticia e imaginó que la felicitarían por su esfuerzo y mucho más.

      Permaneció de pie por un prolongado tiempo en la gran sala en la cual toda su vida soñó pisar, repasó por su mente unas cuantas veces el prolijo discurso que les tenía preparado; cómo sacaría el papel y la forma en la que se los estrecharía a aquellas eminencias con las que anheló trabajar toda su vida. Lidia no tenía tiempo de estar nerviosa porque allí se sintió en su casa, con alegría aguardó a que llegasen los directivos y doctores con quienes comenzaría a fortalecer relaciones. Este era el momento que Lidia esperó toda su vida y por dentro sentía que valía la pena.

      Estaba tan orgullosa de sí misma que no llegó a notar que pasaron veinte minutos esperando sin mover su postura perdida en pensamientos. Se volteó y por primera vez le surgió nerviosismo y tensionó su cuerpo cuando oyó una voz masculina y anciana cruzando la gran puerta.

      — Buenos días— dijo un hombre canoso entrado en muchos años que se dirigió a ella—. Espero que su insistencia por vernos valga la pena, no es usual irrumpir pidiendo este tipo de citas a altas horas de la noche— dijo el anciano que hizo una pausa mientras la miraba, se dirigió a una antigua y gran silla de roble oscura que parecía sacada de al menos doscientos años atrás.

      Lidia bajó la mirada algo avergonzada, en su interior sabía que estaba en lo cierto, no pudo evitar sonrojarse con el llamado de atención de alguien a quien ella admiraba tanto.

      Cuando Rafael se sentó en aquella mesa rectangular de madera oscura, la cual parecía dominar el centro de la sala de manera imponente, ingresaron tres personas más de las cuales una era una mujer mayor.

      Lidia comenzó a abrir el bolso y mientras procedía a sacar del folio la hoja miraba cómo todos tomaban un lugar en la solemne mesa que se encontraba recubierta con un grueso vidrio de punta a punta; eso la puso algo nerviosa sintiendo su corazón palpitar más rápido de lo usual, experimentó la inseguridad de que sus dedos sudorosos tocasen la delicada hoja que debía proteger.

      — ¿Qué nos trae, señora?— preguntó la mujer mayor de la sala.

      El anciano miró la hoja amarillenta y sin dudar hizo un gesto a su asistente que se encontraba de pie a un metro y medio de distancia, este que observaba atento sin palabras de por medio se dirigió a un mueble cercano, tomó unos guantes blancos y se los acercó. Rafael se calzó los guantes, a continuación, extendió la mano y miró serio a Lidia reprendiéndola con la corta mirada.

      La tez blanca de Lidia no pudo ocultar la vergüenza que la recorrió por las mejillas poniéndola en evidencia. Ella sabía que cualquier profesional debía usar guantes si estaba en contacto con algo antiguo y más si se trataba de algo importante.

      Odió por dentro su grave error y teniendo en cuenta frente a quiénes lo cometió. Intentó volver a concentrar su mente en lo que debía decir y con gran esfuerzo para corregir su torpeza le cedió al anciano la hoja.

      Rafael observó atento la hoja que tenía entre sus manos y giró a mirar a la mujer que estaba a su derecha, esta, seria, se calzó los lentes y se colocó unos guantes que fueron de inmediato facilitados por el joven hombre que los asistía. Rafael le pasó la hoja a Dora, quien la miró un largo instante, luego se la alcanzó a los otros dos hombres para que la inspeccionaran debidamente ya con sus guantes calzados. Lidia observó las manos enguantadas pasar la hoja y no pudo evitar volver a martirizarse con su embarazoso error, ese error estaba allí para embriagarla en pesar.

      — Es sin duda muy antiguo, ¿dónde lo halló?— preguntó Dora.

      La hoja volvió a Rafael que esta vez inspeccionó en detalle la reliquia con una lupa intentando descubrir algo más. Lidia en ese momento se sentía más observada que la hoja en cuestión, sabía que lo que dijera determinaría el camino de su investigación.

      — Cuando Thompson terminó de traducir el nuevo testamento al quechua, viéndose rodeado por el nuevo resurgimiento de las fuerzas reales estuvo obligado a huir de Lima— dijo Lidia.

      — Eso lo sabemos— afirmó Rafael mientras la observaba con seriedad aguardando un dato más significativo.

      — Claro, como también sabemos que dejó el manuscrito a un amigo para que sea publicado posteriormente en Lima— dijo Lidia acercándose un poco más a la mesa.

      — Pero lamentablemente ya se sabe que ese manuscrito lo extravió— dijo uno de los hombres que se encontraba sentado al lado de Rafael.

      — Y ahí comenzó mi investigación, comencé a analizar la hipótesis de qué sucedería si ese amigo de Thompson en realidad nunca perdió el manuscrito y lo guardó celoso para ponerlo en resguardo. Investigué a su amigo y sus familiares más cercanos. Un familiar de su amigo huyó en esa época a la Argentina, traía un mensaje para el general San Martín que dicen que nunca fue entregado, eso levantó mi sospecha— dijo Lidia, ahora con más seguridad, entrando en su relato.

      Los hombres y la mujer que tenía frente a ella comenzaron a oírla de manera más compenetrada, y con un gesto de mano Rafael por primera vez invitó a Lidia a sentarse en la silla vacía.

      — Allí obtuve pistas que me llevaron a un viejo terreno perteneciente al amigo de Thompson, mejor dicho, de su familia— dijo Lidia mientras se acomodaba en la cómoda silla antigua—. Y en el lugar encontré abandonada una tumba, su lápida era una gran piedra que tenía tallada en quechua un nombre, solo un ojo entendido sabría que eso era una tumba— relató Lidia tragando saliva.

      Ahora sabía que comenzaba lo más duro de su relato, debía reconocer frente a esas eminencias que se dejó llevar como una novata inexperta, a las cuales ella siempre aborreció tanto, o mejor dicho que se dejó llevar por la intriga y pasión por su investigación, dejando de lado todos los protocolos y permisos que debía realizar, las ansias que tenía por descubrir eran tan fuertes como la misma necesidad de respirar, sabía que si no cavaba en esa tumba moriría sobre ella allí mismo.

      — Por eso convencida de que esa lápida tendría alguna pista decidí... cavar y descubrir...— dijo interrumpiendo su relato, algo avergonzada, mientras clavaba su mirada tímida en la hoja que tenía Rafael entre sus manos.

      Dora y los hombres se miraron un instante entre ellos con sorpresa por la osadía, el delito cometido por la mujer que tenían frente a ellos, por embarcarse a un descubrimiento infringiendo tantas reglas que bien debía conocer cuando estudió la carrera de antropología hacía muchos años. Dudaron algo tensos un momento sobre cómo continuar mientras analizaban con sus ojos la bendita hoja en cuestión hasta que Rafael con determinación rompió el silencio.

      — La escritura de este papel es gaélico escocés— dijo Rafael mirando el escrito entre sus manos—. ¿Por qué habría una antigua carta de origen escocés en una tumba supuestamente quechua, y además en la Argentina a nombre del general?

      — La carta es para el general San Martín, eso es lo que deseo seguir investigando. Creo que el manuscrito de Thompson fue entregado por su amigo y traído a la Argentina para ocultarlo, y el supuesto mensaje al general

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