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indivisos los sueños cumplidos, los incumplidos y las congojas.

      He escrito en los capítulos muchas verdades y dejado en blanco omisiones

      ...” las que siempre quedarán en lo más íntimo a correr el velo.”

      En el soplo final que me convertirá en eternidad, surgirán los enigmas de mi existencia.

      Ocultos en intima clausura, cavilo recuerdos, en los que no quiero pensar

      A veces los pensamientos son tan poderosos que lastiman el ego....

      Todo comenzó en un mes de piscis...un seis de marzo del año mil novecientos treinta.

      *****

      Mi madre me dio a luz.

      Ahora como añoso árbol he dejado de crecer.

      Mis retoños, hijos y nietos ya han florecido a lo ancho y a lo largo del país.

      Ya mis débiles ramas, trepadas al leño de los tiempos pasados, no evalúan las distancias, ni los dolores, ni las injurias, porque que ya no afectan, las he confrontado.

      Las experiencias enseñaron, primero a perdonarme a mí mismo.

      Y después a los otros, y con toda humildad pedir perdón por mis errores... sin guardar rencores.

      Despues de lo vivido he aprendido a odiar, si... odiar las mentiras.

      Tengo profunda creencia en Dios. Soy cristiano.

      Todo es dualidad: la vida y la muerte; el dolor y el goce; la enfermedad y la cura, el amor y el rencor

      Ahora convertido en un anónimo personaje porteño, uno más de los sin rumbo, fui llevado hacia lo que, creía sería la última etapa de un viaje equivocado.

      ¿En realidad razonaba? ¿Encontraría luz en mis tinieblas, quemando nostalgias que vagaban en el absoluto? ¿Al no poder examinar el futuro, encontraría el camino hacia mi paz interior? ...no, no lo sabía.

      Mi madre al ver la cama vacía, estaría inocentemente pensando que regresaría al amanecer.

      En mi vida he recibido muchas bendiciones, las de mi madre fue sin duda la mayor. ¡Como agradecer a Dios su existencia. Su prudencia. Su tesón, su dulzura, su energía y su inmensa generosidad!

      El destino trazó mi camino sin darme lugar a razonar.

      Las causalidades se irán acumulando en mi trayecto.

      Pasaron los años:

      Cuando algunas veces he creído que todo estuvo en su lugar; no fue así, por que al ir repasando mis capítulos, se fueron apreciando, en más y en menos, los valores de lo vivido.

      “Desde atrás de la luz, desde mi halo,

      A paso lento,

      A paso tardo,

      O en vuelos cortos,

      Seguiré viajando por la huellas de la vida.

      Con esta cara... Que ya ha vivido”

      Ahora Herminio convertido en otro anónimo personaje porteño, uno más de los sin rumbo, fue llevado hacia lo que creía, la última etapa de un viaje, no pudo suponer que era el principio de una futura venturosa vida.

      Él nunca había viajado a La Capital.

      Cruzó la plaza, escaló el Monumento a los ingleses, para mirar desde lo alto, los techos de Buenos Aires, en un día con cielo mortecino, tan apagado y ajado como él en aquellos momentos.

      Todavía no había tomado conciencia del mal que causaba al abandonar su hogar, sin palabra, sin aviso, sin motivo alguno que lo justificara.

      No pensó en la desesperación de sus padres, que estarían desechando desgracias, ni se detuvo a imaginar la decepción, los miedos y el dolor que estaba causando con su irreflexiva actitud. Tampoco en sus amigos más íntimos.

      Más tarde los remordimientos comenzarán aflorar sin control, como un pentagrama de negrillas sin clave.

      Esa cálida mañana de febrero, atravesó Plaza de Mayo, sin tomar nota de la Catedral ni de los otros históricos circundantes edificios.

      Caminó sin rumbo y se fueron sumando pasos, unos y otros más, hacia otras sendas a conocer, cada vez más lejos de su hogar...

      Desertó, empujado por su propia inconsciencia, por sentimientos y complejas decisiones.

      Tal vez sometido por un no sé qué, profanó su libre albedrío.

      Pisando huellas ajenas transitó la calle Bolívar en dirección a Constitución.

      En una carnicería de la calle Bolívar al 200 compró una rosca de mocilla. (La recordaría toda la vida).

      Fue lo suficiente para calmar el incipiente apetito del medio día, sin agua y sin pan consumió una porción.

      La otra mitad la guardó en el maletín, pensando que la utilizaría de cena.

      Al llegar a la plaza Constitución sació la sed en el bebedero público, después en el interior de la estación encontró los hediondos baños donde se obligó a íntimas necesidades.

      Sentado en un banco dejó pasar las horas, al atardecer, terminó con lo quedaba del embutido.

      Por primera vez se preguntó qué hacía o que haría allí, atrapado físicamente por un conjuro de su propia mente.

      En este momento, al atardecer, ya surgían los remordimientos y los prejuicios. En esa plaza nadie le miró, ni se asombraron por su presencia, coexistían como ciegas y desperdigas “Cabecitas Negras”

      (Como los porteños llamaban entonces a los llegados del Interior del país).

      Ahora Herminio se consideraba un anónimo, invisible para todos, y eso le puso bien, pues le dio el poder tratar de encontrarte a sí mismo, en total intimidad, en medio de la multitud.

      Perdido, indagando sus silencios... ¿Por qué estaba aquí en esta plaza? ¿Sentado en un banco de plaza, y una valijita viajera?...que todavía emana el aroma del hora lejano hogar?

      Esa primera noche, logró dormir en un alojamiento de cuarta.

      Encerrado en ese tugurio, en una misma habitación, con cuatro andrajosos, que le miraron como sapo de otro pozo.

      Rendido por la inseguridad, angustiado, dormitó envuelto en una tela–sábana–gris, sobre lo que se podría considerar una cama. Por seguridad la valijita le sirvió de almohada.

      Al romper el día, se cambió de ropas, haciendo uso de las que llevaba de reserva en la viajera maleta.

      En el hotelucho se higienizó la cara y las manos, con ellas mojadas, se peinó.

      Casi de madrugada sufragó el escabroso albergue con casi todo el dinero que quedaba en el menguado bolsillo.

      Su capital se redujo a tan solo algunas monedas.

      Herminio, se prometió que no volvería a pernoctar en un cuartucho, donde el olor a cigarrillos, con las colillas abandonadas en el piso, ronquidos de todas entonaciones y en especial el hedor de las ropas sucias que vestían aquellos harapientos seres, le hicieron vivir la más triste experiencia, en su primera noche en Buenos Aires.

      Al amanecer entró al hall de la estación Constitución, allí vio familias enteras, hombres y mujeres con sus hijos, que dormían tirados en los pisos.

      Y otros individuos desparramados cabeceaban sobre cartones viejos, en un deplorable estado de abandono.

      Se estremeció al pensar que quizás esa misma noche, él mismo, podría sumarme a ese infortunio.

      —Se dijo, –necesito buscar antes del anochecer otro espacio para dormir.

      Por suerte pudo sentarse en el mismo banco de plaza, aquel que se sentara el día anterior. Algunos los disputaban como si fueran propios, porque una

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