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una estupidez, porque estaba bañando a mi madre y he tenido que dejarla a medio aclarar! —se desgañitó el cura, lo que provocó que en el acto se despertara la mujer del veterinario.

      «Por Dios, pobre mujer», exclamaron varias voces.

      —A ver, padre. No queríamos inquietarle. Ha sido Flanagan, que al redactar el telegrama le dio un toque dramático sin venir a cuento.

      —Eso, echadme a mí la culpa ahora —dijo el aludido con enfado—. Solo falta que me acuséis también del robo.

      —¿Robo? ¿De qué robo habla? —preguntó el padre Murray con extrañeza.

      —Se lo iba a decir, padre. Verá, esta mañana Charlie, al levantarse...

      —Perdone, padre, ¿podría hablar con usted a solas? —interrumpió Miriam en voz baja acercándose al oído del padre Murray.

      —¿Qué pasa, Miriam? ¿De qué quieres hablar a solas? —preguntó él en voz alta.

      —Gracias por la discreción, padre —dijo la mujer lanzando un suspiro de resignación.

      Y, como ya era habitual, aquel comentario levantó murmullos entre los asistentes, que en esta ocasión fueron silenciados por el propio padre Murray.

      —¡Callaos! —gritó enfurecido.

      —Gracias, padre, yo ya casi no puedo hablar —intentó decir el sheriff con claros signos de afonía.

      El padre Murray cerró los ojos y todos los presentes observaron en profundo silencio cómo musitaba unos rezos moviendo los labios (o tal vez contaba hasta diez, nunca se supo con exactitud).

      —Intentaré calmarme —empezó a decir—. Por favor, quiero que de una puñetera vez alguien me diga qué es eso tan horrible que ha sucedido durante mi ausencia, y por qué narices me habéis hecho venir al galope dejando a mi madre en la bañera a medio aclarar.

      —Como le iba diciendo —prosiguió McGregor con dificultad—, esta mañana Charlie vio que Jimmy ocultaba algo al salir de la iglesia. Y un poco más tarde, al ir a limpiar, se dio cuenta de que la Virgen de la Manzana no estaba en su sitio. Y por eso dedujo que…

      —¡La madre que os parió! —interrumpió el padre, clamando al cielo con los brazos en alto.

      Una vez más, los comentarios comenzaron a correr como la pólvora entre la concurrencia.

      «Por Dios, qué lenguaje»… «Nunca le he visto así»… «¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa?»… «No sé, no entiendo nada»… «¿Y por qué se enfada?»… «¿A qué viene esto ahora?»… «Tampoco es para ponerse así»… «Desde luego… Anda que…».

      —¡Sois unos imbéciles! —volvió a gritar el padre, haciendo callar en el acto a todo el mundo.

      —Padre, por favor… ¿Por qué dice eso? —preguntó con esfuerzo el sheriff.

      —¡Porque la Virgen la tengo yo!

      —¡Dios mío, la ha robado él! —exclamó Susan, volviendo a desmayarse sin que a su marido le diese tiempo a sujetarla.

      —¡Madre mía, qué golpe se ha dado! —exclamaron algunos de los que se encontraban cerca.

      —¡Qué narices voy a robar yo la Virgen! —replicó airado el padre Murray—. Jimmy no ha podido robarla, porque esta mañana me la llevé a Silver City para que le pusiera una peana el carpintero de allí.

      Nada más escuchar esto, todos se quedaron con la boca abierta mirando al padre Murray, perplejos ante aquella revelación y en el más absoluto silencio, roto de improviso por la voz de Robert.

      —¿Y por qué no me dio el trabajo a mí, padre? —preguntó con evidentes signos de enfado.

      —¡Porque eres un manazas, Robert! —replicó el padre Murray con rapidez, lo que desató las risas de los presentes.

      —¿Y a mí por qué no me avisó antes de irse? —preguntó el sacristán.

      —¡Te dejé una nota al lado de la cafetera para que la vieses al ir a desayunar!

      —¿Y cómo iba a saberlo? Yo me levanté porque oí ruidos, y al ver que Jimmy salía ocultando algo y comprobar luego que la Virgen no estaba en su sitio, vine corriendo a avisar al sheriff y desde entonces no he vuelto a la iglesia. Ni siquiera he desayunado hoy.

      —¡Pues si te hubieras preparado el desayuno como de costumbre, no habría pasado nada de esto!

      —Bueno, pues ya está aclarado. Que cada uno se vaya a su casa o a donde tenga por costumbre ir. Aquí ya no hay nada que ver —dijo el sheriff con un hilo de voz.

      —Un momento, McGregor. No estoy de acuerdo —replicó Johnny, que continuaba encaramado al barril.

      —¿Y eso? —preguntó McGregor juntando el entrecejo.

      —Es muy sospechoso que Miriam quisiera hablar en privado contigo. ¿Qué era lo que tenía que decirte?

      —Y con el padre también, que lo hemos oído —apostilló el veterinario.

      —Es verdad, ella dijo que Jimmy no había robado la Virgen, ¿cómo lo sabía? —preguntó el carpintero.

      —No os importa —respondió McGregor. Es algo privado. El robo ya se ha aclarado y Jimmy no es culpable. Venga, cada uno a su casa.

      —No, McGregor, no nos iremos hasta que... —comenzó a decir Johnny, que enmudeció en el acto al ver que McGregor desenfundaba el revólver.

      —¡La madre que os parió…! —empezó a decir con una ronquera espeluznante conforme iba introduciendo las balas.

      Al oír aquello, Johnny saltó del barril y echó a correr hacia la calle principal, seguido de los demás, que levantaron una polvareda jamás vista en el pueblo, mientras en sentido contrario, Billy, el ayudante del telegrafista, corría también en medio de una nube de polvo semejante llevando consigo una botella de agua para el caballo del padre Murray.

      Por desgracia, debido a que era imposible ver nada, los que corrían no se dieron cuenta de que el niño se dirigía hacia ellos, y lo arrollaron como si una estampida de búfalos le hubiese pasado por encima dejándolo tirado en mitad de la calle cubierto de polvo.

      El reloj de cuco instalado en el vacío y silencioso saloon de Apple City estaba a punto de dar las dos cuando, de repente, Morgan, que acababa de limpiar el local de forma escrupulosa, oyó acercarse por la calle principal una algarabía que irrumpió al poco rato en el interior del saloon lanzando gritos y vivas a la Virgen de la Manzana.

      Presintiendo lo peor, Morgan comenzó a servir el aguado bourbon a los que, cubiertos de polvo, se agrupaban en la barra con grandes muestras de júbilo.

      Y entonces sucedió.

      —¡Has sido tú! —Se oyó gritar a William, con la mano puesta en la nuca—. ¡Tú has sido el que me golpeaste! —exclamó señalando con el dedo a Douglas.

      —¡Sí, yo he sido! —respondió airado el veterinario—. ¡Y te volveré a dar cada vez que repitas la estupidez de los 33 kilómetros, que nos tienes hartos!

      Todos los presentes dirigieron sus miradas hacia los dos hombres, que se miraban desafiantes. Y tal y como presentía Morgan, al momento comenzó una pelea que, como en tantas otras ocasiones, fue destrozando de forma inexorable el mobiliario sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Tan solo por un instante, al orondo dueño del local le pareció ver cómo Robert ponía más ahínco que nadie en romper sillas y mesas, lo que le hizo abrir los ojos.

      «Me parece a mí que a partir de ahora voy a encargar el mobiliario al carpintero de Silver City», pensó, mientras contemplaba el afán que ponía Robert por destruirlo todo en medio del altercado, al mismo tiempo que hacía malabarismos para esquivar los vasos que silbaban cerca de su cabeza, lanzados al grito de: «¡Este whisky es una mierda!».

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