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Franklin, el dueño de la tienda de alimentación, lo que dio lugar a más risas.

      —Johnny, Franklin, dejaos de bromas y no calumniéis sin pruebas, que ya tenemos bastante con el robo —dijo McGregor.

      Justo en ese instante, apareció de improviso Flanagan, el telegrafista, que fue abriéndose paso hasta plantarse delante del sheriff.

      —Ya le he avisado. Ya he avisado al padre Murray —dijo blandiendo en la mano un telegrama.

      McGregor le arrebató el papel con brusquedad, y leyó su contenido ante la expectación de todos.

      —¿Serás imbécil? —exclamó tras acabar de leerlo.

      —¿Qué pasa? —preguntó asustado el aludido.

      —«Padre Murray, ha ocurrido una desgracia. Venga urgentemente» —leyó el sheriff en voz alta—. Pero ¿cómo le dices eso sin más? ¿No comprendes que ahora estará preocupado al no tener idea de lo que pasa?

      Y tras decir esto, un rumor recorrió las gargantas de los que se encontraban allí.

      «Es verdad, tiene razón»… «Pobre padre Murray»… «Parece mentira, qué poca consideración»… «Ahora estará preocupado, claro»… «Es inconcebible hacer una cosa así»… «Qué metedura de pata»… «Desde luego… Anda que…».

      —Lo siento, McGregor, yo…

      —Tenías que haberle dicho que viniera lo antes posible, no que viniera urgentemente sin añadir nada más. Vete ahora mismo y envía otro telegrama para tranquilizarlo.

      —¿Y qué le digo exactamente? No quiero volver a meter la pata.

      —Dile que ha habido un problema sin importancia en la iglesia. Que no se preocupe y venga lo antes posible. Pero no menciones que han robado la Virgen de la Manzana. Ya habrá tiempo de decírselo.

      —Muy bien, de acuerdo —obedeció Flanagan abriéndose paso.

      Sin embargo, cuando ya iba a correr en dirección a la oficina de telégrafos, Johnny señaló con el dedo hacia el lugar por donde había venido antes Flanagan y gritó:

      —¡Ahí viene Billy el Niño!

      Y en el acto, los allí reunidos comenzaron a murmurar preocupados, mirando hacia el lugar que señalaba, donde tan solo se podía ver cómo alguien corría hacia allí envuelto en una polvareda.

      «¡Virgen santa!»… «Tened cuidado, es peligroso»… «Las mujeres y los niños que se pongan a cubierto»… «No le provoquéis, tiene malas pulgas»… «No perdamos la calma, mantengámonos unidos».

      —¡El ayudante del telegrafista! ¡Ja, ja, ja! —añadió Johnny riendo a carcajadas.

      Al momento, todos volvieron las miradas hacia el herrero y los comentarios de enfado se extendieron de unos a otros.

      «Será imbécil…»… «Dios mío, qué susto nos ha dado»… «Siempre igual, siempre con la misma broma estúpida»… «Un día va a ser verdad, no le vamos a hacer caso y entonces tendremos un disgusto»… «Tiene razón, sí señor»… «Es que no tiene ninguna consideración»… «Es cierto, parece mentira»… «Desde luego… Anda que…».

      En efecto, sin parar de correr como un descosido, el pequeño Billy se aproximaba apartando con las manos el polvo que levantaban sus pies, hasta que por fin llegó a donde se encontraba la multitud, que no dejaba de maldecir la broma de Johnny.

      —Ya… ha… res... pondido… el pa… el padre… Mu… Murray… —consiguió decir sin apenas fuerzas, con la cara cubierta de polvo y un telegrama muy arrugado que mostraba en una mano.

      —Por Dios, que se va a ahogar, dadle un poco de agua —dijo Susan, la mujer del veterinario.

      De inmediato, una botella circuló de mano en mano, hasta llegar a las del niño, que bebió con ansia hasta vaciarla por completo.

      —¡Qué barbaridad, qué sed tenía! —exclamó Robert, el carpintero.

      —No me extraña. La de polvo que ha debido de tragar la criatura —apostilló Susan con dramatismo.

      —Si es que no llueve apenas y claro… —dijo una voz sin identificar, cuyo comentario fue respaldado con gestos de aprobación por los presentes.

      —¿Qué dice el telegrama? —preguntó el sheriff.

      —Ha… dicho… que… —comenzó a decir Billy, intentando recobrar el aliento.

      —Por Dios, sigue igual. Dadle más agua —volvió a repetir Susan.

      Y de nuevo otra botella circuló de mano en mano hasta llegar al niño, que volvió a beber de golpe.

      —Virgen santa, estaba completamente seco —exclamó la mujer del veterinario llevándose las manos a la cara.

      «Es verdad, tiene razón»… «Pobre crío, qué sed tenía»… «No me extraña, ha debido tragar mucho polvo»… «Si es que no llueve, y, claro, a poco que te muevas por la calle…»… «Cierto, muy cierto»… «Desde luego… Anda que…».

      —¡Dadme el telegrama de una puñetera vez para que lo lea! —gritó el sheriff, y de inmediato el arrugado papel comenzó a circular de mano en mano.

      —Madre mía, qué de polvo tiene —dijo Margaret, la mujer del carpintero, que pasó finalmente el telegrama con aprensión a McGregor.

      Tras desdoblar y sacudir el polvoriento papel, el sheriff leyó en silencio su contenido.

      —¡Dios mío, la que has armado! —exclamó McGregor iniciándose acto seguido una nueva marea de comentarios.

      «¿Qué ocurre?»… «¿Qué ha dicho?»… «¿Qué ha pasado?»… «El padre Murray, me temo lo peor»… «Igual le ha dado un síncope al leer el telegrama»… «Dios mío, qué horrible»… «Calma, calma, no nos anticipemos»… «Callaos y dejad que hable»… «Desde luego… Anda que…».

      —¿Qué dice el padre Murray? —preguntó asustado Flanagan.

      —Es para matarte —empezó a decir McGregor con su habitual vozarrón—. Mira qué ha respondido: «Cojo el caballo y voy ahora mismo al galope». ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

      —Bueno, ya no tiene arreglo —dijo Johnny dando de sí los tirantes del peto con los pulgares—. Ahora lo importante es saber dónde ha escondido Jimmy la Virgen y que la devuelva o se las entenderá con nosotros. McGregor, te lo advertimos, o nos lo entregas o entramos a por él.

      Y cuando iba a comenzar a propagarse un murmullo de aprobación entre los presentes, corroborando las palabras de Johnny, el sheriff sacó su revólver y disparó al aire varias veces.

      —¡Por Dios, qué susto! —exclamó el pianista.

      —¡No me toquéis las narices! ¡Juro que el primero que se atreva a entrar ahí, o no sale más, o si lo hace será con los pies por delante!

      —McGregor, sé razonable. No podemos esperar a que venga el padre Murray. Igual tarda mucho —dijo Douglas, el veterinario.

      —O no llega, porque con ese caballo tan viejo... —apostilló su mujer.

      «Es verdad, tiene razón», exclamaron varias voces.

      —Entonces, ¿qué queréis hacer? —preguntó el sheriff.

      —Pues yo creo que, si Miriam conoce el lenguaje de signos, lo mejor es que venga y le pregunte dónde está la Virgen.

      —De acuerdo, que vaya alguien a avisar a Miriam para que hable con él, porque no hay quién coño le entienda.

      —¿Le mando a Billy? —preguntó el telegrafista.

      —No… no puedo… Yo… —consiguió decir

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