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sea, me habéis hecho vaciar el cargador! —aulló McGregor—. ¡Al próximo que hable lo encierro en el calabozo! ¡No quiero oír ni una mosca!

      —Miriam —comenzó a decir Charlie, situándose en primera fila—. Yo le vi salir de la iglesia esta mañana con...

      —¡Usted no vio nada! —cortó de raíz la mujer.

      —¿Por qué dices eso? —preguntó el sheriff—. Si no está la Virgen en su sitio y Charlie dice que le vio con un bulto sospechoso…

      —¿Tú viste que llevara la Virgen? —preguntó la mujer al sacristán.

      —Hombre, vi que ocultaba algo debajo de la chaqueta. Luego comprobé que la Virgen había desaparecido y en su lugar únicamente estaba el manto, y por eso deduje que él se la había llevado.

      —¿Y para qué iba a robarla?

      —¡Para cambiarla por un jamón! —gritaron varios.

      —¡No era la Virgen lo que llevaba! —replicó ella.

      —¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Johnny señalándola con el dedo.

      La mujer, en lugar de responder, se acercó a McGregor y le habló en voz baja: «Quiero hablar contigo en privado».

      —¿Y qué quieres hablar en privado? —preguntó McGregor, para llevarse de inmediato una mano a la boca al darse cuenta de que había hablado en voz alta.

      —Joder, McGregor, gracias por tu discreción—dijo la mujer con sorna.

      —¿Qué tiene que hablar en privado? —preguntó Johnny bajándose del barril, para acto seguido abrirse paso a manotazos en dirección a donde estaban McGregor y Miriam, pero sin atreverse a subir a la plataforma—. Si tiene algo que decir que lo diga aquí, delante de todos.

      Nuevamente se volvió a iniciar un murmullo de aprobación, que McGregor sofocó de inmediato al hacer ademán de desenfundar el revólver.

      —¡Que os calléis he dicho! ¡Como me hagáis cargar el revólver me lío a tiros! —se desgañitó el sheriff.

      —McGregor, no te pongas así —comenzó a decir Johnny tratando de calmarle—. Intenta ponerte en nuestro lugar. Es nuestra patrona y estamos preocupados. Igual el sordomudo se la ha vendido a alguien de fuera y ahora está a varios kilómetros de distancia en dirección a Dios sabe dónde.

      —¡Ay, Dios mío! —exclamó la mujer del veterinario, que de nuevo se volvió a desmayar.

      —¡Os repito que Jimmy no ha sido! —gritó Miriam dirigiéndose a la multitud—. La desaparición de la Virgen debe de tener otra explicación.

      —¿Y qué explicación es esa? —preguntó el veterinario, que sujetaba a su desvanecida mujer y le daba aire agitando el sombrero—. Lo único que tenemos claro es que la Virgen ha desaparecido y que Charlie vio a Jimmy ocultando algo en la chaqueta.

      —¡Llevaba un jamón! —gritó Miriam.

      Al instante, el rumor de voces inició su andadura.

      «¿Qué ha dicho?»… «Que Jimmy no llevaba la virgen, que era un jamón»... «¿Y cómo es que sabe lo del jamón?»… «Es verdad, ella no estaba aquí cuando lo mencionó McGregor»… «Igual es cómplice también»… «O es ella la ladrona»… «Desde luego… Anda que…».

      —¡Que os calléis! —aulló el sheriff, llevándose en el acto la mano a la garganta con gesto de dolor—. ¡Me estáis dejando afónico, me cago en Búfalo Bill! Perdona, Miriam, no me di cuenta —añadió con un inicio de ronquera dirigiéndose a la mujer—. Pasa dentro y hablamos.

      Pero cuando ya iban a atravesar la puerta de la prisión, uno de los que estaban al final gritó desviando la atención de todos.

      —¡Alguien viene al galope!

      —¿Quién? ¿Quién viene? —preguntaron varias voces.

      —No tengo ni idea. Lo único que se ve es una polvareda de mil demonios —dijo el que había dado la voz de alarma.

      —Claro, si es que no llueve —comentó el de siempre, lo que hizo que se miraran unos a otros con movimientos afirmativos de cabeza.

      —¡Es el padre Murray! —gritó Johnny, que se había vuelto a subir al barril con pasmosa agilidad a pesar de su gordura.

      Por enésima vez, un preocupante rumor de voces envolvió a los presentes, entremezclándose las frases unas con otras.

      «¡Dios mío, el padre Murray!»… «¿Cómo es posible que haya llegado tan pronto desde Silver City?»… «Silver City… gran pueblo… 33 kilómetros… la edad de Jesucristo… asombrosa coincidencia…»… «Por Dios, qué pesado…»… «A mí me tiene harto, no lo soporto»… «Ha venido muy rápido, teniendo en cuenta que el caballo es viejísimo»… «Tiene razón, es increíble, Chispita ya casi no se tiene en pie»… «Cierto, muy cierto»… «Desde luego… Anda que…».

      En efecto, aproximándose al galope, el padre Murray llegó hasta donde se encontraba la multitud, que le recibió con hurras y aplausos.

      Sin hacer el menor caso al entusiasmo de sus feligreses, el padre Murray descabalgó de Chispita —completamente agotado por el esfuerzo—, y apartando a todos con gesto desabrido, avanzó hacia el lugar donde se encontraban Miriam y el sheriff.

      —Permita que le limpie un poco, padre —dijo Margaret, comenzando a sacudir su vestimenta, que desprendió polvo en el acto.

      —¡Déjeme en paz, señora! —protestó el padre Murray con enfado.

      —Por Dios, qué modales...

      Sin detenerse, y con un humor de perros, el padre Murray, completamente cubierto de polvo hasta el alzacuellos, subió a la plataforma y se plantó delante de McGregor.

      En circunstancias normales, es decir, sin el polvo acumulado tras recorrer al galope 33 kilómetros, y también sin el sobresalto causado por un telegrama tan inquietante como ambiguo, el padre Murray era el polo opuesto al que se mostraba aquel lunes ante sus feligreses, hasta el punto de que ninguno de los presentes le reconocía.

      El habitual carácter bondadoso del párroco de Apple City —de quien se ignoraba la edad, de manera que igual podía tener cuarenta que cincuenta años—, no solo se reflejaba en sus actos, sino también en su rostro, en el que predominaba una incipiente calvicie, unas cejas muy pobladas y una cara redonda impecablemente afeitada por William a diario. Pero lo más destacable eran sus ojos, que irradiaban afabilidad, y una forma de hablar pausada y comprensiva, con la que se dirigía de forma individual a cada uno, lo que le hizo desde el principio ganarse el cariño de los habitantes del pueblo.

      —A ver, McGregor, ¿qué pasa? —comenzó a decir con las pupilas completamente dilatadas, como si acabara de echarse un colirio—. Rezad porque sea importante. Llevo casi media hora cabalgando sin parar y mi caballo está a punto de echar el bofe.

      —Es verdad, pobre Chispita, casi no puede respirar. Que alguien le dé agua —suplicó Margaret.

      —Ya no queda. Se la ha bebido toda Billy —respondió su marido.

      —Pues que alguien vaya a la cantina a por más —replicó Margaret.

      —¡Voy yo! —se ofreció Billy.

      Y sin añadir nada más, echó a correr sin que nadie pudiera hacer nada, perdiéndose en una nube de polvo.

      —¡No, tú no! —gritaron varias voces.

      —Madre mía, o revienta el caballo o se nos asfixia Billy —dijo el veterinario, que aún seguía abanicando con el sombrero a su mujer.

      —Si es que no llueve, y claro… —apostilló el de siempre, volviendo a despertar murmullos de afirmación.

      —¡Decidme

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