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hacer ninguna de las dos cosas. […] Para adquirir esa cultura es preciso estudiar o practicar, es decir, luchar. Toda creación es una lucha, así como también es un placer (De la poesía 114).

      Suprime el trabajo industrial esa lucha y junto a ella la necesidad por la cultura particular del obrero, la necesidad por su creación. Al morir esta última, continúa Rojas, muere “con ella el amor a una labor que ya no es un fruto de la inteligencia ni de la cultura personal del que la hace” (De la poesía 115). Como en la reflexión de Marx, la enajenación del trabajador respecto del trabajo prontamente se vuelve sobre sí: al suprimirse lucha y creación se suprime simultáneamente placer y amor. Contrastando con el trabajo vitalizado al grado que puede continuarse por décadas, se expone un trabajo desafectado, vivo tan solo en la transacción, mecánica y precaria, de fuerza por salario y, por esto mismo, un trabajo que se prefigura aislado.

      Hacia el final del ensayo, Rojas rescata de la negación una de las dimensiones de aquel trabajo artesanal y radica en ella la potencia de una transformación posible. Dice:

      Pero si el proletariado supiera que no trabaja ya para un patrón, para un grupo o para una clase, sino para la colectividad, y que esta colectividad, de la que forma parte, está empeñada en construir, por ejemplo, un sistema social y económico más elevado que el actual, el trabajo ya no sería para él una carga: tendría algún sentido no puramente material, y por ese sentido se escaparía, transformado, aquel que siente en sí y que no puede desarrollar: el de la creación. Crearía, en otra forma, pero crearía (De la poesía 118).

      Es notoria la distancia que toma en este punto respecto del pensamiento marxista, apartándose de la noción de clase, para proponer en cambio una idea de colectividad que acoja la actividad del individuo, necesidad estricta en el contexto de su formación anarquista. La salida se abre solo en la medida que el trabajo, de nuevo colectivo, recupera la dimensión afectiva y vinculante del oficio artesanal. Solo contando con ella se hace posible, para Rojas, el ingreso al trabajo industrial de una forma de “cultura” que, aunque transformada, dé paso a la creación. Aun siendo personal, ya en el obrero clásico esta suponía la impresión de una práctica individual en el marco de un conocimiento y de un oficio que trasciende al individuo pero no lo subsume, sino que lo vincula productivamente al colectivo que ha reconocido esos materiales y herramientas, que ha refinado y transformado las técnicas, y que lo ha iniciado, al artesano, en todas ellas. La transformación que sugiere Rojas, cuya realidad observa con desconfianza4, está anclada en la posibilidad de trasladar la creación, del oficio y producto específicos que materialmente se trabajan, al trabajo multitudinario que busca crear ese cuerpo social reconocido, colectivamente, como mejor. Una vez más, se trata de un movimiento que, para avanzar, necesita flectar el tiempo: volver a transitar y re-habitar ese tiempo pasado para abrir paso a formas posibles de futuro.

      * * *

      Volviendo a la creación literaria, la reflexión de 1937 deja expresada, aunque de forma indirecta, una pregunta a propósito de la creación artística que es crucial para comprender la forma en que Rojas la imagina en ese punto, y que cruza luego sus reflexiones en torno a la labor de la escritura literaria. Se trata de una pregunta por la excepcionalidad y por el lugar de lo común. En el imaginario que nos presenta no parece ser posible la creación sino en una coexistencia de ambas coordenadas. Sin duda la innovación es un valor palpable para Rojas. En los tres ensayos que publica sobre la literatura chilena5 en la década de los treinta, queda claro el rechazo que le genera la reiteración mecánica de escenarios, temas y tipos (el campo, las costumbres y el roto y el campesino, en este caso). La considera una expresión superficial porque carece de una mirada que los transforme en algo distinto de los moldes que inicialmente los incorporan a la literatura. Al mismo tiempo, no obstante, resultaría impostado sugerir que esto implicó en Rojas la defensa de la novedad radical que enarbolaron algunos grupos de vanguardia, de la creación ex nihilo y siempre fuera de la historia. La atención, la lectura voraz e involucrada de los mismos autores que critica en aquellos ensayos de los treinta (y los que siguieron) ya nos hablan de algo distinto. La excepcionalidad del artista, al menos de ese que reconoce Rojas en el obrero clásico, necesita de un territorio común: aun cuando el artesano busca hacer avanzar el oficio y en ese avance imprimir su seña individual, lo hace necesariamente en compañía de otros, y en territorio habitado.

      Esta pregunta, clave en la representación que hace Rojas de su oficio, se desarrolla con intensidad en la serie de comentarios autobiográficos a su obra que desarrolló en la última etapa de su vida. Pienso aquí en tres textos fundamentales: el ensayo “Algo sobre mi experiencia literaria”, incluido en El árbol siempre verde (1960); su Antología autobiográfica, de 1962; y el ensayo “Hablo de mis cuentos” escrito para la edición de sus Cuentos, en 1970. Se trata de obras complejas que ciertamente podrían (y quizás debieran, en otro momento) ser interpretadas en conjunto con los demás volúmenes autobiográficos de Rojas, para así indagar en la construcción de ese personaje vital que a todas luces ha mediado la recepción de su obra. Por ahora, volvamos al tema que nos ocupa: el relato que construye Rojas sobre la formación y la realización de su oficio, y sobre el espacio común en que este se desarrolla.

      Uno de los recursos más elocuentes en estos textos es la indistinción, al momento de relatar aquella cultura, respecto de lo que podríamos llamar una formación específica literaria y experiencias generales de vida. Habiendo contado algo de estas experiencias, Rojas concluye en “Algo sobre mi experiencia literaria”, “tal es, acaso en demasiadas palabras, mi curriculum como escritor y casi mi curriculum como hombre” (44). No hay una distinción efectiva, se trata de un solo y mismo evento. Revisemos en qué consiste aquel evento:

      Es preciso recordar las circunstancias especiales que aparecen en aquel curriculum: la aparición de un libro en la vitrina de una librería, el conocimiento de una señora que me proporcionó la ocasión de leer novelas de categoría, mi contacto con gente que, como los anarquistas, tenían el gusto y casi la manía de la lectura, mi amistad con Gómez Rojas y finalmente la necesidad, y casi la amenaza del hambre, que me hizo escribir Laguna (El árbol 45).

      En este breve sumario ya se muestran las dos dimensiones que mencionaba arriba. Detengámonos un momento en la representación del oficio que se desprende de aquí, para luego abordar la dimensión colectiva que lo nutre. La alusión a la necesidad y el hambre, que desembocan en Laguna, señala una experiencia decisiva en su formación como escritor. Tanto es así que la historia la narra Rojas en este ensayo, la evoca luego en el comentario sobre el cuento incluido en la Antología autobiográfica y vuelve una vez más sobre ella en el ensayo de 1970. Se trata del momento en que llega para él la confirmación de que “podía escribir cuentos” (El árbol 42). Esta no ocurre a propósito de una revelación de las musas ni de una epifanía de ningún tipo: se trata en efecto de una confirmación del trabajo realizado en la escritura, experimentación y corrección de sus propios textos hasta la fecha; una confirmación que es tanto social —sus cuento es premiado en el concurso organizado por la revista La montaña— como económica —por ello recibe cien nacionales, monto en ese tiempo cercano “al sueldo de un empleado modesto, un profesor primario, por ejemplo” (Hablo 12). La experiencia se refuerza con la distinción recibida en un nuevo concurso, organizado esta vez por la revista Caras y caretas —por el cuento “El hombre de los ojos azules”. Llega luego la publicación de “El cachorro” y “Un espíritu inquieto” en la revista Suplemento y la misma Caras y caretas, respectivamente, la cual, cuenta Rojas, “pagaba trescientos pesos por cada cuento” (Hablo 13). Finalmente, la experiencia se resuelve, y reconfirma aquel primer hallazgo (“podía escribir cuentos”), con la publicación de Hombres del sur y Tonada de un transeúnte, por los que recibe también un pago.

      El énfasis que hace en ella y la importancia que tiene para Rojas la dimensión económica de su iniciación a la escritura, nos habla con claridad de la forma en que la imagina. Por una parte está la necesidad efectiva, “la amenaza del hambre”, situación material que en cualquier caso le impediría sublimar la práctica de la escritura, abstrayéndola de sus condiciones de producción, validación y circulación. Sin embargo, no es solo esa condición de necesidad sino la imaginación de la labor de la escritura en el ámbito de la dimensión social del trabajo, que, como tal, llama a una retribución y sirve tanto para particularizar cierta imagen pública

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