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Liette. Dourliac Arthur
Читать онлайн.Название Liette
Год выпуска 0
isbn 4064066102975
Автор произведения Dourliac Arthur
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
¿Era simple coincidencia, prudente disimulo o cálculo habilidoso? Ello fue que aquella hábil reserva tuvo igual éxito con la condesa y con Julieta.
La una no había podido sospechar el interés ya muy vivo de su hijo respecto de la otra, y ésta no había sentido ninguna desconfianza respecto de un ausente. A pesar de su alta razón, no podía menos de sentir un poco de esa curiosidad sembrada por la serpiente en el alma de Eva y que la más perfecta de sus nietas no consigue ahogar completamente.
En esta disposición de ánimo completamente favorable colocó su manita enguantada en el brazo del joven agregado, mientras Neris ofrecía el suyo a la señora de Raynal. Era la primera vez después del luto que las dos pobres mujeres se encontraban en un salón elegante de otro modo que como solicitantes y en medio de aquella atmósfera de comodidades en que habían vivido tanto tiempo.
La condesa puso en su acogida ese tacto exquisito, esa rara urbanidad que no dan con frecuencia ni el nacimiento ni la fortuna y que ella poseía en alto grado. No pareció que recibía a la humilde empleada y a su madre, sino a dos mujeres de la buena sociedad iguales a ella por la clase y la educación, y este matiz imperceptible acarició dulcemente a sus almas doloridas.
Todos, por lo demás, se mostraron al unísono con la castellana. Neris, con una coquetería de anciano, desplegó todas las seducciones de un espíritu todavía joven y siempre amable evocando los lejanos recuerdos del tiempo en que, joven, bella y amada, la de Raynal se le había aparecido radiante del brazo de su esposo bajo aquel hermoso cielo de África...
—¡Casi el cielo natal! suspiraba con una sonrisa melancólica en los labios!
Raúl, por su parte, afectaba las maneras discretas, respetuosas y casi tímidas de un hombre de mundo ante una simple joven, lo que, por poco coqueta que fuese, era para la austera institutriz la más delicada adulación.
Mujer antes de tiempo por las penas, las pesadas cargas y las duras realidades de la vida, Liette seguía siendo una muchacha por su mentalidad, por su corazón y por sus ilusiones, y era caritativo el recordarle de un modo tan hábil que sus veinte años resplandecían también en su cara.
Raúl, muy experto en la materia, no había dejado de echar de ver la impresión producida y se aplaudía por la metamorfosis de que era autor.
Como el mármol parece animarse y tomar forma bajo la mano de un artista inspirado, así la rígida empleada, cuyas severas facciones parecían ignorar la sonrisa, reía ahora con todos sus hoyuelos y con un confiado abandono de colegiala.
Con cómica gravedad, el joven reclamaba también el honor de un antiguo conocimiento.
—No tenía usted ya trece años como cuando mi tío tuvo la buena fortuna de serle presentado; pero no debía usted de tener más de trece... Estaba yo entonces terminando mi año de voluntario en Orleáns, en el batallón de su señor padre de usted, y parece que me estoy viendo torpe y embarazado con mi capote demasiado largo ante una joven de falda corta, grandes manos y largos pies, como Blanca hace dos años, que me puso un muñeco en la mano y me dijo en tono autoritario:
—No olvide usted el número, militar; una cabeza absolutamente igual, pero con cabello rubio. Sobre todo, no olvide usted el cabello rubio.
Y una vez cumplida esta delicada misión a medida de sus deseos de usted, se dignó usted hacerme dar en la cocina un vaso de vino, que me bebí religiosamente a su salud.
—¡En la cocina!... ¡Qué mal trató usted a mi pobre hermano, señorita!
—Si el vino era bueno, menos mal—dijo el cura saboreando su Chateau-Lafitte.
—¡Y hay quien se atreve a decir que el hábito no hace al monje!—añadió irónicamente el notario.
Liette se excusaba riendo, ruborizada y confusa, con gran alegría de su maliciosa discípula.
Fue aquella una velada deliciosa.
Olvidando un instante los penosos rigores de su situación presente, Liette reapareció tal como era en otro tiempo en el salón de su padre, la exquisita criatura cuyo encanto indefinible, más poderoso aún que la belleza, había hecho levantarse tantas cabezas bajo el quepis de doble o triple galón de oro.
Blanca, encantada, palmoteaba y no conocía a la señorita; la condesa misma estaba conquistada por aquel aumento de juventud y de gracia.
La de Raynal tomaba una gran parte en el triunfo de su hija y se sentía halagada en su vanidad maternal, sin el menor pensamiento de alarma.
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