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un poco al conde, que dijo reprimiendo un movimiento de impaciencia.

      —No hay que exagerar. Es un incidente lamentable, pero que no debe alarmarnos gran cosa. Bien sabes que te amo y que no te abandonaré. Tengo que volver muy pronto a Inglaterra, y sólo se trata de una separación momentánea.

      —¡Separarnos!—murmuró Juana muy pálida.

      —Es preciso; no puedo interceder por ti con mi madre sin confirmar sus sospechas... Si es que no tiene más que sospechas. Por otra parte, no puedes estar eternamente al lado de Blanca como institutriz.

      —No, pero puedo estar como hermana y como tu mujer. ¿No estamos casados?

      —Sin duda, sin duda, pero estaría muy mal elegido el momento para semejante confesión.

      —Sin embargo, Raúl, no podemos tardar más. Mi dignidad y la tuya no sería lo único que sufriría... Hay que hablar a tu madre, es preciso...

      Sorprendido por aquella vehemencia que contrastaba con su apariencia débil y delicada, Raúl la interrogó con la mirada.

      Confusa y ruborizada, Juana se acercó más estrechamente a su marido y pronunció muy bajito unas palabras.

      Raúl soltó una exclamación que nada tenía de satisfecha, y con las cejas fruncidas y la expresión dura y descontenta, separó casi rudamente a la pobre mujer.

      —¡No nos faltaba más que esto!—masculló el joven entre dientes.

      Prodújose un penoso silencio.

      Por fin, haciendo un esfuerzo para disimular su violenta contrariedad bajo el barniz mundano, dijo Raúl con sonrisa forzada:

      —Es una gran noticia, que acaso sea buena... No me atrevo a declararlo, pues va a crearnos serias complicaciones. ¡En fin! no importa; ese pequeño personaje no dejará por eso de ser bienvenido...

      —¡Oh! Raúl...

      —Solamente, querida, la necesidad de tu partida se impone más que nunca. Tu presencia haría más difícil la confesión de nuestro casamiento y aumentaría el enfado de mi madre.

      —¿Lo crees así?

      —Estoy seguro. Lo mejor es por lo tanto aprovechar las circunstancias que nos evitan el trabajo de buscar un pretexto. En cuanto expire mi licencia iré a reunirme contigo a Londres, y desde allí anunciaremos a mi madre nuestro matrimonio y el nacimiento de nuestro hijo. La segunda noticia hará pasar la primera y nos ahorraremos una escena penosa.

      —Sin embargo... si la señora de Candore se negase...

      —Nada es posible contra los hechos consumados. ¿No eres mi mujer?

      —El otro día oí al notario señor Hardoin afirmar que un matrimonio hecho en el extranjero en esas condiciones, es nulo...

      —¡Hardoin! bonito oráculo... Fuera de la venta de carneros o del precio de un arrendamiento, no sabe una palabra de nada...

      —Pero...

      —Vamos a ver, amiga mía, ¿tienes más confianza en Hardoin que en mí?

      Juana rodeó con sus brazos el cuello de su marido en un impulso desesperado, y exclamó:

      —No, Raúl, quiero creer, creo en ti... Si no creyera me moriría o me volvería loca.

      Alarmado por su exaltación, el joven trató de calmarla con frases cariñosas y palabras tiernas, acaso sinceras, pues era ante todo el hombre del momento y la pobre criatura hubiera conmovido a un corazón de piedra.

      —Tranquilízate, mi querida Juana. Es una prueba momentánea, una separación muy corta seguida de una eterna unión y de una dicha sin nubes. Por mi parte me resigno fácilmente a separarme ahora de ti, pensando que también se separa otro...

      —¿Tengo realmente la felicidad de que estés celoso?

      —¡Lo confieso con rubor! Me hace daño el ver sin cesar a mi tío pisándote los talones.

      —Te engañas, Raúl; te juro que el señor Neris no me ha mostrado jamás más que una benevolencia paternal.

      —¡Hum!... En fin, habrá perdido el tiempo, y por mucho que digan, mal de muchos...

      Raúl había eludido hábilmente la cuestión, y la pobre niña, engañada con aquellos fingidos celos, no pensó más que en justificarse, olvidando sus propias ofensas y sus secretas aprensiones.

      La semana siguiente dejó Juana el castillo de Candore, triste pero resignada, llevándose con la débil prenda de su amor el recuerdo del pasado y la promesa consoladora del porvenir.

      Cuando el tren pasó por la linde del parque se agitó un pañuelo en una portezuela, pero Raúl, en pie en su ventana, con un cigarro en la boca, no respondió siquiera a aquel tímido adiós y una vez que el último vagón hubo desaparecido en una nube de humo, lanzó un suspiro de satisfacción y dijo:

      —¡Al fin!...

      Un estreno es siempre penoso.

      Preguntádselo al pintor que expone su primer lienzo, al poeta que publica sus primeros versos, al abogado que defiende su primera causa, al actor que desempeña su primer papel.

      Y ante esos, al menos, la esperanza del triunfo abre un horizonte radiante y la fe en el porvenir hace olvidar las angustias del presente. Pero en la medianía, en la vulgaridad de la vida corriente, cuánto más angustioso y más penoso es ese momento de interrogación sin la más pequeña aureola de consoladoras quimeras...

      En el colegio, el brutal despertar del «Nuevo» caído del nido familiar, en el cuartel la primera llamada del «quinto» arrancado a su aldea, la primera clase de la pasanta en su pupitre, el primer día de la criada en su fogón, del aprendiz en su taller, del dependiente en su tienda, del meritorio en su oficina, ¡qué calvario! Es imposible decir las mil flechas invisibles, los choques dolorosos, las heridas ocultas y resumidas en esta sola palabra:

      ¡Un estreno!

      Mientras que la señora de Raynal, muy atareada, subía de la cueva al desván, visitaba el jardinillo y la casa, tan modestos el uno como la otra, empujando los muebles, revolviendo los armarios, vaciando los baúles, registrando los paquetes, lamentándose por la pérdida presumida de algún chisme heteróclito, más sentido cuanto menos valía; mientras aturdía a la zafia criada que abría unos ojos y unas orejas tamaños ante aquel desembalaje de objetos desconocidos y de nombres raros, como samowar, checchia, etcétera. Mientras ella gemía por la estrechez de la casa, por la orientación defectuosa de las habitaciones, todas al Norte, y la fealdad de los papeles chillones, Julieta estaba en su oficina oyendo en silencio las explicaciones de la empleada saliente, la señorita Beaudoin, solterona impenitente que se había puesto amablemente a su disposición, pero que no limitaba desgraciadamente sus buenos oficios a lo referente a los «Correos y Telégrafos» y añadía un curso variado de economía doméstica, de conveniencias mundanas y de moral de las familias, mas un compendio histórico y biográfico de Candore y sus habitantes, sin olvidar la presentación obligatoria de todos los que asomaban la nariz por la ventanilla, y Dios sabe qué desfile era aquél...

      Nunca había reinado en el pueblo semejante fiebre epistolar, a juzgar por el número de contribuyentes que iban a pedir sellos y tarjetas postales.

      —Sabe usted, hija mía, la vida es aquí muy barata—decía con volubilidad la buena solterona;—la manteca a una peseta la libra... ¿Las hojas de sellos? Aquí, en este cajón... Se hace una visita a las personas notables, el alcalde, el cura, el notario... ¿Los libros de libranzas? Aquí, en este cajón de la derecha... No le servirán a usted de mucho, como no sea el notario; los campesinos no confían casi sus escudos al Correo; de vez en cuando unas pesetillas al muchacho que está en el ejército... Tendrá usted su silla en la iglesia; es más barato y está mejor visto... El cura es un buen hombre... Los del país no son devotos, pero tampoco contrarios; no la miran a una mal porque vaya a misa... La vecindad con el notario y con los gendarmes tiene algún inconveniente para una joven, pero no olvidando lo que una

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