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sido muy imprudentes no previendo lo que sucede...

      —¿Qué es ello?

      —Lo que debía fatalmente suceder. Esos dos muchachos, jóvenes, guapos y educados libremente como hermanos... sin serlo... debían necesariamente llegar a experimentar el uno por el otro sentimientos poco fraternales.

      —¿Crees que Raúl ama a Blanca?—preguntó Neris con ansiedad.

      —Estoy segura, y hemos sido muy locos al no pensar en ello.

      —¡Dios mío!

      —Sin esa imprevisión imperdonable, no hubiera ciertamente educado a Blanca aquí con él.

      —¡Oh! no sientas lo que has hecho, Hermancia; no sientas haber salvado a tu hermano de la desesperación...

      —Ya ves, sin embargo, lo que me cuesta y a lo que nos expone ese instante de debilidad: el reposo de mi hijo y el de Blanca comprometidos acaso para siempre. ¡Pobre niña!... A ella es sobre todo a quien compadezco; la vida le resultará muy difícil. El mundo condena implacablemente en los hijos las faltas de los padres. Es injusto, pero es así. He reflexionado en esto muchas veces, pensando en el momento en que habrá que casar a esta niña a la que tanto quiero. ¡Cuántos obstáculos, Dios mío! He pasado revista a todos los pretendientes posibles, y los que más nos convendrían son los que más vacilarán.

      —Sin embargo, mi yerno...

      —Tu yerno lo será también de una figuranta de Drury-Lane a quien has hecho la locura de dar tu nombre y que era indigna de llevarle. Muchas familias lo pensarán mucho.

      El anciano bajó la cabeza ante esta evocación brutal de un triste pasado que él hubiera querido enterrar en el olvido.

      Cuando después de una separación escandalosa se refugió en casa de su hermana con una niña todavía en la cuna, resto de aquel lamentable naufragio, aceptó sin dificultad y hasta con una especie de alivio las condiciones de la condesa, que exigió que Blanca pasase por hija suya y que no se hablase jamás de la madre, a quien se negaba a reconocer por cuñada.

      —Mi mujer ha muerto; es inútil hablar de ella—dijo Neris haciendo un esfuerzo.—Pero mi hija Blanca es inocente y debes tener piedad de ella.

      —¿Cómo?

      —Puesto que esos muchachos se aman, habría un medio muy sencillo, si tú quisieras: casarlos, y Blanca seguiría llamándote su madre.

      —¿Cómo puedes pensar tal cosa?

      —Es un gran sacrificio... Pero tú serás buena con mi pobre hija... Te quiere tanto... No la rechaces, te lo suplico.

      —Yo también la quiero, y si no se tratase más que de mí... ¡Pero el mundo y sus prejuicios! Raúl puede perjudicarse en su porvenir y en su carrera, y yo también soy madre, amigo mío.

      —Te comprendo, pero, en fin, Raúl tiene los gustos de mi clase y una situación honrosa que reclama muchos gastos, que yo puedo sufragarle, muy feliz de agradecer así la felicidad que mi hija os deberá a los dos.

      La condesa se levantó.

      —Ya hablaremos de esto, hermano mío. No hay prisa y tenemos tiempo de pensarlo... Reflexionaré... Pesaré mis sentimientos y mi razón.

      —Cuento sobre todo con tu corazón.

      Una vez sola, la de Candore tuvo una sonrisa de triunfo.

      —El cascabel está puesto, dijo. Con tal de que Raúl no le quite... Ahora lo urgente es despedir a la institutriz.

      Con el cigarro en la boca y las riendas sueltas en el cuello del caballo, Raúl volvía a Candore soñando con el perfil que había vislumbrado un instante en la ventana abierta y tan pronto vuelta a cerrar.

      Las pocas noticias adquiridas por los dependientes en casa del notario Hardoin no habían hecho más que aumentar su curiosidad y, mientras seguía con mirada distraída las espirales azuladas que flotaban delante de él como una ligera nube, iba evocando la delicada silueta que se le había aparecido en un marco de follaje a través de la bruma matutina.

      —¡Raúl!

      Una voz suplicante que vibró a su oído y una mano febril que se apoyó en el caballo le arrancaron a aquel turbador pensamiento.

      El joven hizo un gesto de mal humor.

      —¡Usted, Juana! En verdad, es usted imprudente...

      —No se trata ya de prudencia, Raúl; debes ahora advertir a tu madre que estamos casados, que soy tu mujer.

      —Al oír estas palabras se dibujó una imperceptible sonrisa bajo el fino bigote del joven.

      —¡Bah! Cálmese usted, hija mía, y espere para contarme eso a que estemos libres de oídos indiscretos. La carretera no es realmente el lugar más a propósito para las confidencias.

      Echó pie a tierra, se puso en un brazo las riendas del caballo y, sin ofrecer el otro brazo a su compañera, se metió en las espesuras que rodean al parque y dio unos cien pasos en silencio seguido por la joven temblorosa y agitada y que, con el corazón oprimido por aquel tono de burla, trataba en vano de contener dos gruesas lágrimas que rodaban bajo sus anteojos azules.

      Era una cálida mañana de verano. La sombra de los árboles de ramas extendidas como una inmensa cortina tamizaba los rayos del sol, la atmósfera tibia y húmeda tenía una dulzura penetrante, hundíanse los pies blandamente en el espeso musgo que algodonaba el suelo, y solamente los pajarillos ponían sus notas melancólicas y tiernas en el silencio de los bosques.

      Llegaron a un claro lleno de verdor y acribillado por las flechas de oro del ardiente astro. Un majestuoso círculo de hayas gigantescas, que formaba una especie de barrera, los protegía contra toda sorpresa.

      Raúl se detuvo junto a un banco de musgo y dijo:

      —Estamos en lugar seguro. Siéntate, querida mía y cuéntame tus infortunios, que estoy pronto a vengar como galante caballero. ¿Mi hermana te ha hecho rabiar? ¿Mi madre te ha puesto mala cara o mi tío demasiado buena?

      —La señora de Candore ha despedido a la institutriz de su hija, Raúl; acaso acogerá a la mujer de su hijo.

      —¡Oh!

      Hubiera sido difícil adivinar el sentido exacto de esta exclamación; irritación, pesar, despecho, descontento contra los demás y contra sí mismo, había un poco de todo esto.

      En cambio, ni sombra de enternecimiento ni de piedad había en su mirada seca.

      Púsose a mascullar nerviosamente el cigarro y a azotar con el látigo las florecillas, cuyas tiernas hojas se desparramaban por el suelo desgarradas y marchitas.

      Juana, mientras tanto, lloraba bajito y profería hondos sollozos que agitaban sus hombros. Habíase arrancado los horribles anteojos y arrojándolos a sus pies en un gesto de cólera, y sus hermosos ojos, claros y transparentes como el agua del mar, aparecían anegados en lágrimas y fijos en el joven con una desesperada angustia.

      ¡El callarse hubiera sido demasiado cruel!

      El joven, pues, le dijo tomándola afectuosamente las manos y atrayéndola hacia su pecho hasta sentir latir su corazón:

      —Vaya, vaya, querida hija mía, ¿quieres secar esas lágrimas y responderme cuerda y razonablemente? ¿No estoy aquí yo, tu protector, tu marido? Cuéntamelo todo en detalle.

      —¿Qué quieres que te diga, Raúl? Tu madre me ha echado.

      —¡Echarte! La palabra es fuerte y seguramente impropia... Cuando conozcas mejor las finuras de la lengua francesa...

      —Echarme o despedirme, todo es lo mismo—dijo Juana con sorda vehemencia.

      —Pero, en suma, ¿qué ha pasado entre mi madre y tú?

      —La señora de Candore me ha dicho sencillamente que por motivos personales, estaba precisada a privarse de mis servicios.

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