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El conflicto español hace que Mann se libere: lo saca de su falsa somnolencia. Está dispuesto a librar esa batalla de clichés políticos e ideológicos. Llama a esas democracias por su nombre, «capitalistas». Pero, ante todo, se muestra visionario, solidario con Lorca. El poeta andaluz ha cargado con «el problema humano» y su obra no dejará ya de obsesionarnos. El «Romance de la Guardia Civil española» es una cumbre poética contra lo peor. Le costará la vida, pero también le resucitará. Una gran cantidad de poetas sucumbieron en España.

      Miguel Hernández, el poeta «calvo», murió más joven que Federico, en 1942, en una pútrida prisión de Alicante. Alberti, en Madrid, tenía sus poemas en los labios durante los combates: ¡una locura! Machado falleció en la miseria del exilio en Colliure, el 22 de febrero de 1939, después de declarar, cansado y enfermo: «Paso de los sesenta, que son muchos años para un español». José Bergamín, un ilustre católico cuyos versos celebró Machado, arremetió contra la Iglesia. El radiante y sombrío Juan Ramón Jiménez, «obligado desertor de Andalucía», encontrará refugio en Cuba y recibirá el premio Nobel en 1956. Toda la poesía latinoamericana se movilizará: Pablo Neruda, otro futuro premio Nobel, Nicolás Guillén... Huelga decir que todos escogieron el mismo bando, el de los opositores de Franco, Hitler, Mussolini, Salazar... Bartolomé Bennassar, autor de una biografía de Franco, habla de una «explosión poética». Estima que en aquel entonces se escribieron unos veinte mil poemas, que cerca de cinco mil autores se comprometieron con la causa. Poemas escritos en las trincheras por manos anónimas momentos antes de enfrentarse contra el Ejército de África a las órdenes de Franco y de morir en el intento. Algunos nombres se salvaron del anonimato, como Antonio Coll o Encarnación Jiménez. Pero, fueran o no conocidos, llevan su espíritu al corazón de los combates. Hugh Thomas —historiador inglés, una fuente de referencia en lo relativo al conflicto— escribirá que el «bando de los poetas» fue el que más bajas sufrió en la contienda. Hubo, en efecto, una resistencia del espíritu —sensu stricto— frente a las balas y los bombardeos franquistas, nazis y fascistas que se llevaron a cabo con la complicidad de las que Mann proclamó «democracias capitalistas».

      André Gide, otro «decadente», utiliza el texto «España» a modo de panfleto. Lo agita ante nuestros fatigados ojos. Debemos repensar su lectura de Mann teniendo en cuenta que Gide lee a los autores germánicos en su lengua. Gide habla alemán. Cuando llega a Küsnacht, cerca de Zúrich, el lugar escogido por Mann para exiliarse, Gide acaba de volver de Moscú, como ya hemos dicho. A finales de junio de 1936 —recordemos que la Guerra Civil comienza oficialmente el 18 de julio—, acude a los funerales de Gorki invitado por Stalin. Aceptó asistir por respeto al proyecto bolchevique, ya que no apreciaba demasiado al escritor ruso. Pronunció un discurso en la plataforma del Palacio del Kremlin ante una muchedumbre reunida en la Plaza Roja. No estuvo allí en calidad de comunista, aunque el 13 de mayo de 1931 había confesado en su diario: «Quisiera vivir lo suficiente para ver culminar el plan de Rusia». En junio de 1936, su presencia en Moscú refleja esa esperanza. Está allí como garante, como prenda. El invitado de honor habla y, junto a él, el ogro Stalin se atusa un bigote que invade la fotografía. Pero su pensamiento no está allí: deambula, vacila, se desvía. Piensa en España, en Madrid, en Barcelona (las notas de las que surgirá su Regreso de la URSS ya tienen forma). El día que se celebra el funeral, Franco ya ha enviado una carta, con fecha de 23 de junio, al entonces ministro de la Guerra, Casares Quiroga, padre de la actriz María Casares. La carta es compleja. En ella se declara inquieto por la disciplina del ejército después de que la nueva República haya depuesto a oficiales declaradamente de derechas. Todo indica que el golpe militar es inminente. Gide se muestra muy preocupado. Para una mente como la suya, la angustia es el primer síntoma. Desde su habitación moscovita, escribe: «Nos sorprende no ver ninguna alusión a España, cuyas noticias nos vienen inquietando desde hace unos días». No se dice nada en la prensa soviética ni en los tablones de noticias de las fábricas que visita. Stalin atusa su bigote de ogro, eso es todo. A Gide le causan asombro las tiendas vacías, sin mercancías, las leyes contra el aborto y contra la homosexualidad, cuando él mismo ha revelado su condición homosexual en Si la semilla no muere, que ha hecho que muchos de los que consideraba amigos le hayan dado la espalda. Gide se deshizo de los libros que le habían dedicado. Su nuevo ensayo, Regreso de la URSS, resultado de lo que ha visto y, ante todo, una ilación de realidades, contribuirá aún más a su aislamiento. Esta vez tendrá en su contra a la intelectualidad bienpensante de izquierdas, a los marxistas y a la intelligentzia, ofuscados, escandalizados. Incluso el hijo de Mann, el escritor Klaus Mann, que lo admiraba, dirá: «El libro de Gide sobre Rusia solo podía provocar el desorden y dañar la causa del progreso». Camus recordará ese Regreso en 1946, cuando Gide recibe el Nobel. Entonces declarará: «¡Sí, me alegro! Me alegra saber que el premio ha sido concedido a un gran escritor y que una de las mentes más cuestionadas en su país recibe hoy la consagración mundial que merece». «El más cuestionado» por haberse atrevido a revelar su homosexualidad y escribir Regreso de la URSS. Camus leyó el libro en cuanto se publicó, en las mismas fechas que leyó Los grandes cementerios bajo la luna.

      Existe una «excepción española». No hemos ahondado suficiente en saber en qué consiste tal excepción. En Alemania y en Rusia el pueblo respalda a su tirano y lo cubre de amor. No en España. Esto es lo que explica la movilización de Mann, el impulso de Gide con «España» y tantas otras respuestas parecidas: «Los militares sublevados no tienen al pueblo de su lado». Habla de ese pueblo, del pueblo que Mann entrevé y anuncia. Bernanos se mofa: «¿Cómo es que los esfuerzos conjuntos de Alemania y de Italia no han obtenido ya el triunfo decisivo que el general Queipo de Llano anuncia cada tarde en su charla?». Queipo de Llano proclamaba todas las tardes en Radio Sevilla la victoria inminente de Franco. George Orwell, autor de 1984, novela sobre la «policía del pensamiento» que escribió al final de su vida, se encuentra en el Frente de Aragón en 1937. En su celebrado Homenaje a Cataluña, escribe: «Cuando Franco intentó derrocar a un gobierno moderado de izquierdas, el pueblo español, contra todo pronóstico, se alzó contra él». Un ejército en alpargatas contra otro con botas. Pues la República apenas tiene ejército: los militares están del lado de los sublevados. Mann y Gide, dos «decadentes», el «católico» Bernanos y el «ateo libertario» Camus reconocen en esta circunstancia a un pueblo que demuestra su nobleza al unirse contra la tiranía. Ahondemos en este hermanamiento dispar: Mann es un gran burgués con su traje de tres piezas, Gide, un epicúreo con su máscara, Bernanos, un católico con su cruz, y Camus lleva encima su ateísmo, su fidelidad a los desfavorecidos (heredada del señor Germain, su profesor de Argel, a quien dedicó su Nobel), y donó parte del dinero del premio a los exiliados españoles. ¿Quién lo diría? Por de pronto, esas discrepancias son garantía de la independencia de los cuatro. No hay adoctrinamiento alguno. Los cuatro confluyen desde sus soledades. De lejanía en lejanía se responden, se dan aliento.

      Cuando Mann reseña en 1930 Si la semilla no muere, ve en ese «protestante francés» «mucho de Goethe». Menciona «su inclinación innata a la rebelión y a la perversidad», lo que nos recuerda que Mann afronta en ese momento sus propias inclinaciones homosexuales. Aunque su hijo Klaus no las esconda, su padre las confina en su diario personal. Gide le da la oportunidad de expresarlas abiertamente. Mann destaca en él su naturaleza «generosa, tierna y alegre». A su muerte, en 1951, le dedicará estas líneas: «André Gide no buscaba la calma, la tranquilidad, la seguridad interior, el refugio». «Su sino era la búsqueda infinita de la verdad».

      Gide, por su parte, considera un prodigio la gran novela de Thomas Mann, La montaña mágica, publicada en 1924. Ambientada en un «tiempo anterior», anterior a la Primera Guerra Mundial, cuando el público aún existía, se desarrolla en un sanatorio en la montaña, no abajo en el valle, donde las ciudades y la gente parecen estar bien. Entre las camas de los enfermos se desliza la íntima convicción de Mann de que el genio de la enfermedad es superior al genio de la salud. ¿Decadente? Aplíquese esto a la Alemania nazi y se desenmascara la política genocida en favor de una raza física y muscularmente sana, pero sin vida interior, con apenas una mística de bazar. También nos recuerda que Hitler odiaba a los tuberculosos, a los que le hubiera gustado hacer desaparecer junto a judíos y a gitanos. Apliquemos esto a la España de 1936 y nos encontraremos con esa misma voluntad de abatir el genio humano, de limitarlo. La enfermedad da pie a esta

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