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de vacaciones, algo le trastorna. Descubre lo que creía impensable: otros católicos, otros de los suyos, se comportan como asesinos. Entonces surge su gran obra, Los grandes cementerios bajo la luna, habitada por muertos que no tienen dónde ir. Bernanos se percata de pronto de «la desaparición del hombre de buena voluntad». Lamenta su muerte, lo ve entre los escombros. Y que no se nos olvide: el hijo de Mann, el historiador Golo Mann, reseñará la obra de Bernanos en una revista alemana; su padre no ha podido pues ignorar la existencia de ese libro. Camus, por entonces un joven periodista en Alger républicain, presintió su propio destino al leer esta obra, y así lo recogió en su diario: «Bernanos es un escritor doblemente traicionado. Si los de derechas lo repudian por escribir que los asesinos de Franco le revuelven las tripas, los partidos de izquierda lo aclaman cuando él no quiere que lo aclamen. Hay que respetarlo por entero y no intentar clasificarlo».

      En «España», el homenaje de Mann al pueblo español es soberbio: «Para este pueblo la libertad y el progreso no son aún nociones roídas por la ironía y el escepticismo. Cree en ellas como los valores más altos y dignos de su esfuerzo. Incluso ve en ellas las condiciones de su honor como nación». En 1952, Camus afirma que el pueblo español es «la aristocracia de Europa». Las razones por las que estos dos grandes hombres hicieron de España un caso aparte quedan al descubierto.

      Cuando Camus anuncia esta verdad, que podría percibirse como algo que solo él sabe habida cuenta de su sangre española —su madre era de Menorca—, está visualizando el siniestro espectáculo de las «democracias» que acogen a Franco en el concierto internacional, en la Unesco, una organización vinculada a Naciones Unidas y encargada del patrimonio cultural con sede en París. Franco, el antiguo aliado de Hitler y Mussolini, es cortejado entonces por las «democracias» en nombre de la guerra, la Fría, que los opone a la Unión Soviética. Qué importa que en Madrid el poder siga pasando por el garrote a sus opositores o que Lorca, asesinado en 1936, poeta luminoso en una España oscurecida, siga estando prohibido. Camus nos lo ha advertido: «Un gobierno, por definición, no tiene conciencia». Solo esa «aristocracia de Europa», añade, es capaz de defender «lo mejor que hay en nosotros». Y al decirlo devuelve el término «aristocracia» a su definición original y etimológica, «el gobierno de los mejores».

      El 22 de enero de 1958, Camus se interroga a sí mismo: «¿Lo que le debo a España? ¡Casi todo!». La confesión no figurará en su discurso de aceptación del premio Nobel, en Suecia, pronunciado en diciembre de 1957. Pero sí en enero, cuando se dirigió a los representantes de esa «aristocracia», a los exiliados españoles, en París. Con el cuello rígido y el rostro serio, habla entonces de su propio exilio interior: «Intento hacer mi trabajo y en ocasiones lo encuentro difícil, sobre todo en esta espantosa sociedad intelectual nuestra, en la que el reflejo ha reemplazado a la reflexión, en la que sectas enteras se enorgullecen de la deslealtad, en la que la mezquindad intenta hacerse pasar por inteligencia con demasiada frecuencia». Los exiliados asienten, conocen su aislamiento: están aislados en una Europa asediada por los intereses. Para Camus, su exilio es el resultado concreto de la publicación, el año anterior, de El hombre rebelde. Este ensayo le granjeó la etiqueta de «escritor de consenso» —flojo, sin destino político— por parte de la intelligentzia parisina, liderada por Sartre. En realidad, Camus defiende en su obra la vía española, cuya expresión es esa aristocracia a la vez antimarxista y anticapitalista en una época en la que se es una cosa o la otra, pero las dos a la vez es imposible. El hombre rebelde bebe de lo más hondo de la Guerra Civil, de las revueltas de Barcelona, de Asturias, de Andalucía, tan sorprendentemente desconfiadas de esos dos polos opuestos a los que une, sin embargo, su desprecio a la humanidad. Por eso Camus, el exiliado, aboga por superar el nihilismo que mancilló las filas anarquistas en España, un nihilismo en favor de un «renacimiento» que tentó a muchos, a él en particular. En mayo de 1958, apostilla en Le Libertaire: «La única pasión que mueve El hombre rebelde es justamente la del renacimiento» y, entonces, como nunca antes, hace del «genio libertario» un retoño que «la sociedad del mañana no podrá ignorar». En ese salón sin futuro, él vincula su destino al de los exiliados españoles. Les recuerda a esos «hombres de su sangre» —así los llama— hasta qué punto su amistad con ellos constituye «el orgullo de su vida».

      En la mente de Mann los vientos soplan en la misma dirección. Sin embargo, este hombre del norte no frecuenta ni el sol ni a los anarquistas. No tiene sangre española. Es un gran burgués, al contrario que Camus, que proviene de los barrios pobres de Argel. Mann lleva un traje tres piezas, no un mono de trabajo, como se recomienda llevar en Barcelona en 1936, cuando escribe «España». Nació en 1875 en Lübeck, un puerto a orillas del Báltico, en el seno de una familia acaudalada de comerciantes de grano. La fachada de la casa familiar muestra cinco ventanas en el primer piso; en su interior, cuenta con un salón de música donde escuchar a Wagner. El escritor alemán obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1929, y rápidamente adquirió fama de «decadente». La política lo irrita. Él se reclama del «periodo burgués de nuestra civilización», del que Goethe es, para él, la máxima expresión. Quiere hablar de la época en que aún existía el público, no las masas. Odia la uniformización de una manera extraña. Esta personalidad que, en 1950, se presenta a sí mismo como «un retrógrado, un desfasado», ha suplantado a la historia. Camus nos explica por qué: «El culto a la historia no puede ser otra cosa que el culto al hecho consumado. Por tanto, nunca dejará de ser deshonroso». Mann rechaza esa conclusión, se cuela por sus resquicios: atraviesa las capas del olvido y del cinismo. La historia es como el telón de un escenario. Tras él, distingue el inicio de una persecución. Para los historiadores eso es literatura. ¡Y de hecho lo es! En España, «todo hombre, y en particular el poeta, debe salvar su espíritu —o ¿por qué no emplear el término religioso?—, salvar su alma». Esos cañones, esos bombardeos, esos batallones que llegan de todas partes, por la derecha y por la izquierda, se habrían movilizado ante todo para destruir el espíritu, el alma. ¡Sí!, exclama Mann. Este «decadente» habla en serio, aunque su hermano Heinrich y su hijo Klaus, próximos al Partido Comunista alemán, no identifiquen tal crimen y consideren que la angustia de Mann está fuera de lugar. Para ellos, como para muchos otros, el conflicto español es un conflicto político en el que unas ideologías se disputan el poder. Un caso cerrado. El capitalismo contra el socialismo, la derecha contra la izquierda, los ricos contra los pobres, los creyentes contra los ateos. Es el anticipo de la Segunda Guerra Mundial, una especie de banco de pruebas... como resumirán, esencialmente, los libros de historia. Nada más. Pero ¿y la muerte de la conciencia? Si de verdad es así, el escándalo es inconmensurable. Mann viene denunciando desde 1936 la infame complicidad de las democracias en ese juego de sombras. Sus representantes —con sombreros de copa— pregonan una «política de no intervención» en nombre de un dudoso pacifismo. Churchill, los primeros ministros, el inglés Chamberlain, el francés Daladier y sus respectivos parlamentos hablan, susurran: nosotros no nos metemos. Dejamos hacer. Su política de no intervención resulta ser una política de intervención. Porque mientras que Hitler y Mussolini arman a Franco, esas democracias, en nombre del pacifismo, se prohíben hacer otro tanto con la República. Mann, el autor de Muerte en Venecia, un relato sobre la tentación insatisfecha de un bello adolescente, exclama lo que nadie se atreve a ver, a creer ni a decir: «Los Gobiernos europeos, interesados en ver morir la libertad, han reconocido el poder de ese rebelde como el único legal, y esto en plena Guerra Civil, una guerra que aún continúa gracias a su apoyo, si es que no la han provocado ellos mismos». Describe la escena, desenmascara a los mafiosos.

      Quien debe sublevarse es el poeta. El artista. «Él, cuya naturaleza y cuyo destino lo han colocado en el lugar más expuesto de la historia de la humanidad», replica Mann, irreconocible, a mil leguas de lo que fue o de lo que se dijo que era. «El poeta que fracasa ante el problema humano, planteado en forma política, no solo es un traidor a la causa del espíritu en beneficio del bando de los intereses, sino que también es un hombre perdido. Su pérdida es ineluctable. Perderá su fuerza creadora, su talento, y no será capaz de hacer nada nuevo y duradero. Incluso su obra anterior, aun sin estar marcada por esta falta, si era buena, dejará de serlo. No significará ya nada a ojos de los hombres». Cuando escribe estas líneas estremecedoras que nos desconciertan, en 1936, Mann se está transformando, o al menos tenemos razones para creerlo. La publicación de las seiscientas páginas de sus Consideraciones

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