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Calatrava, Fernán Gómez de Guzmán, por tener la costumbre de violar a las mujeres que le placían en la ciudad que gobernaba: Fuente Obejuna. En la obra, la protagonista exhorta a sus hermanas de combate: «Que puestas todas en orden / acometamos un hecho / que dé espanto a todo el orbe». Lorca adapta la obra de Lope en 1933 y muestra hasta qué punto Marañón está en lo cierto, cuánto tenían en común las rebeldes de los días que precedieron a la Guerra Civil y las de aquella otra época. Son partes de una misma continuidad. La violación de entonces es ahora la esperanza de vida de los pueblos de España, la más baja de Europa: ¡poco más de cincuenta años! El poeta Antonio Machado nos lo recuerda en estas pocas palabras: «Porque paso de los sesenta, que son muchos años para un español».

      ¡He aquí esa otra guerra! La que se llevó a cabo contra las conciencias que escapan al control de las ideologías. Esta vez será en Yerma, la nueva obra de Lorca representada en diciembre de 1934 en Madrid, donde el dramaturgo hace decir al personaje de la Vieja Pagana: «Aunque debía haber Dios, aunque fuera pequeñito, para que mandara rayos contra los hombres de simiente podrida que encharcan la alegría de los campos». ¿A qué simiente se refiere? A la simiente de los hombres, la simiente podrida de las ideologías alentada por el machismo que Yerma denuncia.

      En 1936, el alemán Thomas Mann, premio Nobel de Literatura, escribe desde su exilio en Zúrich seis breves páginas mecanografiadas que llevan por título «España». Un texto sorprendente por tratarse de un gran burgués alemán que nunca estuvo en España ni leyó El Quijote hasta que no se embarcó en el navío que lo llevaría a su exilio estadounidense. Para Mann, esta guerra va contra «las reivindicaciones de la conciencia». Lo afirma escandalizado ante el hundimiento moral del pueblo alemán, que se adhiere al nazismo, frente al pueblo español, que le planta cara en nombre de todos. Mann añade una terrible aseveración: «Se trata del escándalo más inmundo de la historia humana». André Gide acude a visitarlo y regresa con el texto y la intención de publicarlo en Gallimard, lo que ocurrirá en 1937, junto con otros textos breves del autor alemán contra el nazismo. De modo que Gide, el inmoral, comparte su modo de pensar. Pero también Bernanos, el católico, para quien esta guerra es «el preludio de la tragedia universal. La desaparición del hombre de buena voluntad», como explica en Los grandes cementerios bajo la luna; y Albert Camus, el libertario, que escribirá en el periódico Combat en 1948: «Las primeras armas de la guerra totalitaria se mancharon con sangre española». Los tres van, pues, en la misma dirección: la guerra española es una guerra contra el espíritu, contra la conciencia.

      De ahí que volver sobre ella no signifique reabrir heridas. Se trata de descubrir que las ideologías deshicieron y se llevaron por delante la unidad moral y espiritual que conforma España desde la noche de los tiempos. Cuando las tropas franquistas desembarcaron provenientes de Marruecos, en julio de 1936, se ensañaron con las mujeres; en Andalucía sirvieron de escudo humano mientras la Legión avanzaba, cuchillo en mano, por los barrios obreros de Sevilla. La mano anciana de una mujer andaluza señalará la ubicación de una fosa común de mujeres desnudas. El asesinato de Lorca no fue solo un crimen político. ¿Qué hacía en el pelotón de fusilamiento un pariente político suyo? A quien se quiso matar fue al homosexual, al amigo de los gitanos, de las mujeres, al defensor de la liberación del deseo, de la cultura andalusí... Se trata de un crimen contra la humanidad en la medida en que no es el número lo que lo caracteriza, sino la intención. Hiroshima es un crimen de guerra; la Shoá (Holocausto), un crimen contra la humanidad cuya intención era acabar con todos los individuos que constituyen el pueblo judío. ¿Asesinar a Lorca supone acabar solo con un hombre? No. Significa atacar al centinela de una continuidad espiritual que une a España desde la noche de los tiempos y querer interrumpirla. Un drama que nos concierne a todos.

      Sí, identificar estas heridas es dar con una continuidad martirizada, como señalan todos los grandes de la literatura, de García Lorca a Mann. Ellos marcan el camino. Seguirlo no solo implica sanar a tus vivos y a tus muertos; quizá sea, querida España, la manera de sanarnos a todos, de ser cierto lo que escribió Camus, fiel a su sangre (su madre era menorquina): tú has inventado la «locura de la inmortalidad»2.

      J-P. B.

      _________

      1 Montserrat, Víctor (pseudónimo del sacerdote catalán José Maria Tarragó), Le drame d’un peuple incompris: la guerre au Pays Basque, Chez H. - G. Peyre, París 1937.

      2 En Le Monde Libertaire, nº 12, noviembre de 1955, p. 4.

      PREÁMBULO

      La literatura puede suplantar a la historia en su propio terreno. España, con su terrible guerra que nos sigue atormentando, con sus indignados de la Puerta del Sol que reavivaron las esperanzas de entonces, nos sitúa mejor que ningún otro conflicto en esta vía inaugurada por Thomas Mann.

      En «España», un texto de seis páginas olvidado, perdido, escrito en 1936, el Nobel alemán describe la Guerra Civil española como «el escándalo más inmundo de la historia humana». Podría cuestionarse el tremendismo de esta afirmación si no fuera porque otros dos premios Nobel, André Gide y Albert Camus, la secundaron. Incluso alguien que no esperaríamos encontrar en esta nómina, el escritor católico y monárquico francés Georges Bernanos, de vacaciones en Mallorca en el verano de 1936, formuló un diagnóstico similar: él se refiere a «la desaparición del hombre de buena voluntad». Nada de todo ello figura en el relato de los libros de historia, que describen un conflicto en el que un general español venció a la República, española también; un conflicto en el que participaron todas las fuerzas políticas del momento y que constituyó un anticipo de la Segunda Guerra Mundial. No cabe tener en cuenta nada más. No hay más verdad que esa. Sin embargo, estos escritores, que figuran entre los más eminentes de su tiempo, insisten en que sí hubo algo más.

      Una tarde de verano volvimos a presenciar el drama en el mismo lugar en que fusilaron a Lorca, en un pequeño valle desde el que se divisa Granada, un lugar de antiguo celebrado por la poesía andalusí. Aquella tarde, unos jóvenes indignados levantaron y sostuvieron un eslogan pintado en una pancarta ante unos agentes que no estaban indignados. Aquella tarde, su consigna clamaba: «No somos un pueblo unido». Oímos murmurar a Bernanos: «La reconciliación de los vivos solo es posible después de la reconciliación de los muertos», y nos proyectó fuera de la historia.

      Mann escribió «España» cerca de Zúrich, la ciudad en la que decidió exiliarse en 1933 cuando Hitler ascendió al poder. En ese texto nunca reivindicado por los historiadores lleva a cabo un diagnóstico del conflicto desde su inicio. Cabe pensar: demasiado exagerado, demasiada imaginación. Su exceso lo perjudica, pero ¿y si solo estaba proclamando, aunque con gravedad, la verdad, como aquellos jóvenes con su pancarta? En 1936, a ojos de Mann, «las reivindicaciones de la conciencia» están amenazadas en España con una «falta de pudor desconocida hasta la fecha». ¡El espíritu golpeado en pleno vuelo como nunca antes! Gide regresa en 1936 de Moscú con el manuscrito Regreso de la URSS, que desataría la furia de Stalin, en su equipaje. En él denuncia el sistema comunista y lo sitúa al mismo nivel que el sistema hitleriano: este testigo impertérrito, incorruptible, ve en el texto «España» la continuación de lo que él mismo ha percibido. «Dudo —escribe en Moscú— que en ningún otro país del mundo que no sea la Alemania de Hitler el pensamiento sea menos libre, más sumiso, más temeroso —aterrorizado—, más esclavo». Cuando lee «España» decide publicar su traducción en Francia junto a otros textos igualmente enérgicos, breves y definitivos de Mann sobre el mismo asunto. Él mismo escribirá un prólogo de este recopilatorio, titulado Advertencia a Europa. Pero antes decide visitar a Mann en su lugar de exilio. Mann recibió el premio Nobel en 1929. Gide lo recibirá en 1947. Los dos personajes se conocen y se aprecian. Se encontraron por primera vez en mayo de 1931, en París, durante una visita del escritor alemán invitado por el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual. Cosas que suelen olvidarse. Pero Gide se acuerda. En el prólogo destacará hasta qué punto Mann deja «refleja su indignación» en «España». En la «Carta al decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Bonn», que figura en la recopilación (Mann responde al decano después de que este le notificara su pérdida de la nacionalidad alemana),

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