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       Adán Quiroga

      La cruz en América (Arqueología Argentina)

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664150981

       PRÓLOGO

       CAPÍTULO I LA CRUZ EN AMÉRICA

       CAPÍTULO II EL SIGNO CRUCIFORME

       CAPÍTULO III LA CRUZ SIMBÓLICA

       CAPÍTULO IV La CRUZ en los DIOSES del AIRE

       CAPÍTULO V La CRUZ y el NÚMERO CUATRO

       CAPÍTULO VI EL SÍMBOLO CRUCIFORME

       CAPÍTULO VII LA CRUZ EN LOS ÍDOLOS

       CAPÍTULO VIII La CRUZ en las PETROGRAFÍAS

       CAPÍTULO IX LOS SÍMBOLOS COMBINADOS

       CAPÍTULO X RESUMEN SINTÉTICO

       ÍNDICES

       ÍNDICE GENERAL

       ÍNDICES PARCIALES

      PRÓLOGO

       Índice

      La Cruz en América es el título que el Dr. Quiroga dá á su nueva contribución al estudio de las antigüedades de nuestro continente. A tal punto nos hemos empapado en la idea de que la Cruz empezó y acabó en el Calvario, que basta nombrarla para que se suponga que se trata de descubrir ó comprobar la visita de algún apóstol en el primer siglo de nuestra era. Pero nada de esto sucede; el símbolo, materia de este libro, es algo muy americano, que si procedió de algún otro continente, debió ser cientos y miles de años antes de producirse la solución de continuidad que separó las tres Américas del resto del mundo.

      En su trabajo, el autor, dándonos en resumen las opiniones más autorizadas al respecto, le niega el origen cristiano á la Cruz en América; pero esto no quiere decir que ella haya sido inventada en nuestro continente, ni tampoco que en el Norte y en el Sur procedan de dos invenciones sin conexión alguna entre sí. El malogrado doctor Brinton abogaba por la independencia de origen de todos los signos simbólicos y demás que se encuentran en los diferentes países; pero Wilson[1] opina lo contrario, y si bien concede que la Cruz es una cosa tan sencilla, que en todas partes y en todas las épocas ha podido descubrirse de nuevo, se niega á admitirlo en el caso del swuastica espiral, meandros, griegas y otros adornos por el estilo. Si todo esto más bien debió entrar de afuera por migración, igual suerte pudo caberle á la Cruz; y es muy significativo que tanto en el Norte como en el Sur sea la Cruz un atributo ó un símbolo de los dioses de las lluvias y de la atmósfera, en una palabra, uno de esos signos de una lengua sagrada que venimos rastreando en todo el mundo.

      Ahora bien; si la Cruz en América simboliza algo que pertenece á ciertos dioses de su mitología, igual cosa podemos decir de la Cruz en el Viejo Mundo. Entre las naciones de la antigüedad (los Cartagineses por ejemplo) á los prisioneros, y á los criminales se les daba muerte en Cruz, víctimas por sustitución en los sacrificios humanos. Esta sustitución degeneró entre los Quichuas en conejos, llamas, y más tarde, en las fiestas del Chiqui, en hombrecillos de masa ú otro sustituto, que se colgaban en el algarrobo á cuya sombra se celebraba aquel rito. En los pueblos de Catamarca y la Rioja, las carreras que acompañaban estos juegos eran incruentas, pero en Tuama de Santiago los corredores se hacían sangrar en la misma iglesia y el chorro que saltaba se dirigía hacia el altar, punto en que se hallaba la Cruz.

      Lo cierto es que, al rededor de la Cruz, en todas partes encontramos la idea de algún Dios representado, y si en América más bien se relaciona la Cruz con el agua y con los fenómenos atmosféricos, es porque en nuestro continente, la falta de agua era la que más se hacía sentir y, desde luego, era un dios de las lluvias al que había que invocar; mientras que en el Viejo Mundo, Neptuno, había tenido que ceder el lugar á Júpiter, aquél un dios acuático, éste atmosférico; pero como en todas partes al Dios de moda se le adjudicaban atributos del que dejaba de serlo, así había un Júpiter Pluvius, otro Tonans, etc.

      Vemos, pues, según nuestro autor, que tanto en el Norte como en el Sur de nuestra América se encuentran Cruces, espirales, meandros, y otros símbolos como adornos de ídolos, vasos y otros útiles.

      Por otra parte, los autores más modernos se inclinan á opinar que la raza humana desciende de una sola pareja, si bien persisten en atribuir á la evolución lo que nosotros explicamos sencillamente en las palabras del Génesis.

      ¿Cuál es entonces la dificultad que nos priva de conceder que la Cruz, la espiral, el meandro, el triángulo, los escalones, y tantos otros, sean símbolos de una lengua sagrada que sería propia de nuestra raza antes de la separación que produjo las diferencias étnicas de la época prehistórica?

      Como dice Mortillet[2] el hombre cuaternario antiguo ó paleolítico, era cazador, nómada, sin idea, ni sentimiento de religión, en fin, parecido á nuestro Indio del Chaco; debió pues llegar un momento en que paso á ser hombre con principios de civilización, capáz de hacer el huso con su tortero, ya para hilar, ya para sacar fuego, y al propio tiempo con voluntad de invocar á un poder desconocido que hace y gobierna todas las cosas. En América, como en todas partes, hallamos razas que fácilmente asimilan cualquier civilización, como los Mexicanos en el Norte y los Quichuas en el Sur: y otras que, a pesar de todo, quedan nómadas, salvajes, cazadoras hasta el día de hoy, lo que sirve de disculpa á muchos para abogar por su exterminio.

      Si hemos de estar al monogenismo, unas y otras razas proceden de las migraciones, y ya se sabe que los que emigran portan consigo lo que tienen, lo que saben y lo que creen. Si encontramos, pues una raza que vive de la caza, que viste pieles y que se defiende con armas que corresponden á cualquiera de las edades de piedra, lo lógico es deducir que la migración se produjo en la época en que el país de sus antepasados se hallaba en el mismo atraso. Ahora si al contrario, nos las habemos con gentes que habitan casas, visten ropa tejida, saben procurarse el fuego y adornar sus armas y útiles con símbolos que tanto se hallan en el Viejo Mundo como en el Nuevo, lógico es también que concedamos que estos conocimientos los trajeron consigo en sus migraciones, esa familia humana que inició la civilización donde quiera que se halle.

      Dice Wilson[3] citando á Lubbock[4]: «A no dudarlo, el hombre al principio, se extendió poco á poco, paso á paso y año por año, por toda la redondez

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