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en los que sustituyamos la expresión de una regla con otra.

      En esas condiciones, Wittgenstein podría servir para justificar que en ciertos casos –los casos claros– en que existe un acuerdo sobre la regla ese acuerdo no depende de la opinión de unos y otros sino de una forma de vida. Pero esta tesis, que encontramos también en filigrana en Hart, es muy debatible porque presupone una identidad completa y no demostrada entre los contextos de la comunicación ordinaria –donde ninguna autoridad está a priori designada para solucionar los eventuales desacuerdos interpretativos– y el contexto de la comunicación jurídica que instituye precisamente una autoridad que está encargada no tanto de solucionar los desacuerdos como de imponer una significación.

      Desde esta perspectiva, si el complejo debate entre exégetas de Wittgenstein y Kripke debiera llevarse a cabo entre juristas, Kripke sería el más pertinente: en derecho, atribuir un significado es expresar una norma y no describir un hecho. No existe hecho semántico jurídico que pueda garantizarnos que tal significado exista objetivamente65: la normatividad de la significación depende de las prácticas de la comunidad, pero esa comunidad se limita mucho a las autoridades nombradas por el sistema jurídico para imponer los significados.

      Así mismo, sobre el fundamento de esa tesis, podemos contestar la distinción entre los casos fáciles y los casos difíciles que hacen pensar que los jueces tienen poder creador solo cuando el caso es difícil. Eso sería pensar que la dificultad del caso se impone ante los jueces, únicos facultados para apreciar esos casos. En otras palabras, no hay casos fáciles o difíciles: lo que hay son casos llamados “fáciles” (que se pueden resolver utilizando una norma existente) y otros llamados “difíciles” (para justificar el uso o la creación de una norma nueva).

      Sin embargo, sigue habiendo un elemento común en el razonamiento de los juristas: todos tienen el objetivo principal de mostrar que están siguiendo una regla, que tal interpretación existía desde antes (1); o es nueva pero coherente con el conjunto dentro del cual se integra (2); o es nueva y poco coherente pero necesaria en vista de las circunstancias (3). En otros términos, el derecho no es el resultado de la voluntad de quien lo dicta, sino que esa voluntad es un instrumento que está al servicio de un orden preestablecido que la presiona y al cual está irremediablemente subordinada. En definitiva, la pregunta que merece ser formulada es: ¿por qué necesitamos que el derecho sea una “práctica social” en lugar de un “conjunto de normas”?

      En realidad, decir que el derecho es una “práctica” deja de lado el papel de las normas y la dimensión prescriptiva y autoritaria del lenguaje del derecho, insistiendo por el contrario en la dimensión práctica y racional de la discusión jurídica. Entonces, decir que el derecho es una práctica social y que por consiguiente es compartida no toma en cuenta la especificidad de las posiciones de cada uno dentro de esa práctica: los jueces no proponen interpretaciones sino que escogen significaciones, la doctrina jurídica propone pero no puede escoger, solo puede influir; los abogados pueden influir pero no pueden escoger… En esas condiciones es difícil concluir que los diversos participantes de la práctica jurídica sean complementarios66.

      Una vez admitido que los jueces ejercen un poder, ¿qué hemos dicho?: ¿que la democracia está en peligro?, ¿que hay que declarar impedidos a los jueces? Ciertamente, no. Los jueces a veces no sirven para nada, de hecho esto es lo que los defensores de la tesis hermenéutica no quieren obstinadamente ver. Los jueces ciertamente tienen un poder pero ese poder, es débil en extremo y claramente no puede hacer de ellos el fundamento de la democracia.

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