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      Tenía que pasar algo más, pensó Tucker, no podía ser solo por el pasado. Suponiendo que lo que había dicho fuera verdad, que el tiempo que habían pasado juntos hubiera sido espantoso, ni siquiera eso era suficiente para rechazar trabajar con él. No era un cretino como jefe.

      –Estaba pensando en darle una cuadrilla de mis mejores hombres.

      Ethan frunció el ceño.

      –Deja que hable con ella.

      Tucker sacudió la cabeza.

      –No. O quiere el trabajo o no lo quiere. Tiene que ser su elección.

      –De acuerdo, pero no creas que esto significa que vas a estar en el pueblo y vas a poder evitarme. Quiero que vengas a cenar. Así podrás conocer a Liz y a los niños. Verás todo lo que te has perdido con tu nómada estilo de vida.

      –Me gusta mi nómada estilo de vida.

      –Eso es porque nunca fuiste tan listo como nosotros.

      Nevada hizo lo que pudo por ignorar el golpeteo que sentía dentro de su cabeza. Había tomado tantas aspirinas como eran seguras y se había hidratado lo suficiente como para regar quince acres de maíz, pero aún se sentía como si lo más inteligente hubiera sido pegarse un tiro esa misma mañana.

      Jo había intentado advertirla; había sido muy específica sobre las consecuencias de beber tanto, especialmente tratándose de una persona que solía limitarse a una sola copa. Pero, ¿la había escuchado? Por supuesto que no. Y ahora estaba pagando el precio con una jaqueca y un cuerpo al que le dolía todo menos las pestañas.

      –No me puedo creer que hayas rechazado el trabajo.

      Esas inesperadas palabras la hicieron sobresaltarse. Alzó la mirada y vio a su hermano de pie en la puerta de su despacho. Tucker sí que había ocupado bien ese espacio, pensó al recordar lo guapo que lo había visto y lo mucho que eso la había enfurecido.

      –No quiero hablar de ello –farfulló preguntándose cuándo el alcohol abandonaría su organismo de una vez por todas.

      –Pues vas a tener que hacerlo. Esto es lo que querías. Dijiste que querías un desafío, un reto, y Tucker está ofreciéndotelo. Cree que serías muy buena para su equipo.

      Haberle contado a sus hermanas lo que había pasado era una cosa, pero explicarle los detalles a su hermano no era algo que le apeteciera.

      –Ya no me interesa.

      –¿Por qué? No lo entiendo. ¿Tienes miedo?

      –No.

      –Entonces, ¿qué?

      Ethan era un fantástico hermano mayor. En el colegio, había cuidado de sus hermanas pequeñas y, siendo adulto, había renunciado a sus sueños para poder dirigir el negocio familiar y que sus hermanas fueran a la universidad. Había convertido a Construcciones Hendrix en una empresa mucho mayor y había iniciado un exitoso negocio de molinos de viento, también. Era un buen tipo y, precisamente por eso, no podía contarle lo que había pasado con Tucker. Ethan sentiría la necesidad de hacer algo y eso no haría más que complicar la situación.

      –Ethan, te quiero. No pasa nada, olvídalo.

      Se quedó mirándola y después se encogió de hombros.

      –Tucker es un gran tipo. ¿Por qué no quieres trabajar para él?

      –No quiero.

      –Estás siendo una idiota. Lo sabes, ¿verdad?

      –Sí.

      –De acuerdo. Es tu decisión.

      Se marchó.

      Nevada se quedó sola en su despacho con el pasado amenazando con colarse en el presente. Intentó mantenerse ocupada con el trabajo, pero no era capaz ni de mirar la pantalla del ordenador. No, con semejante dolor de cabeza. De modo que, rindiéndose ante lo inevitable, dio por terminado el día y se marchó a casa.

      El final del verano era una época preciosa en las faldas de Sierra Nevada. Fool’s Gold se encontraba a setecientos sesenta metros, lo suficientemente alto como para disfrutar de las cuatro estaciones, pero no tanto como para seguir teniendo nieve hasta junio. Al este se encontraban las escarpadas cimas, al oeste los viñedos y la autopista que conducía a Sacramento.

      Nevada tomó un camino a casa ligeramente más largo, especialmente porque quería pasar por calles más tranquilas donde era menos probable que se topara con alguien conocido y tuviera que pararse a charlar. Entre que se encontraba fatal y que tenía la extraña necesidad de llorar, quería simplemente estar, sin más, sin mayores pretensiones.

      Como siempre, ver su casa la hizo sentirse mejor. La había construido en los años veinte un hombre al que le encantaba el estilo victoriano. La casa de tres plantas se alzaba sobre el resto de las casas y parecía fuera de lugar entre esas mucho más modernas. La había comprado hacía tres años y ella misma se había encargado de la reforma.

      Era de color gris claro con torrecillas a cada lado; en una de ellas se encontraba el baño principal y la otra formaba parte de la habitación de invitados.

      Había convertido la planta principal en dos pequeños apartamentos que alquilaba a universitarios. Ese año sus inquilinos eran dos estudiantes que hacían algo con ordenadores. No estaba segura de qué, pero eran muy tranquilos y pagaban las mensualidades a tiempo, así que por ella todo estaba perfecto.

      Subió la escalera principal hasta su casa, que ocupaba dos plantas. Después de pasar por el salón, subió otro tramo de escaleras hasta la tercera planta y entró en su baño.

      Había invertido gran parte de su tiempo y de su presupuesto en ese baño y en la cocina y le encantaba el resultado final. El baño era enorme, con una ducha separada y una bañera de cuatro patas. Unas grandes ventanas tintadas dejaban entrar el sol a la vez que le daban privacidad y, cuando se tumbaba en la bañera, podía ver la chimenea del dormitorio principal.

      Ahora, aún con la cabeza golpeteándole, abrió el grifo del agua y echó un puñado de sales con aroma a jazmín. En cuestión de segundos, el agradable olor se había mezclado con el vapor y ya empezaba a relajarla.

      Entró en el dormitorio y se quitó las botas y la ropa. Se puso un albornoz y volvió al baño donde esperó a que la bañera se llenara. Sin querer, recordó la vez que conoció a Tucker. Tendría unos diez años y Ethan y Josh lo habían llevado a casa al salir del campamento de ciclismo. Lo más emocionante de su visita fue que su padre había ido a buscarlo en un avión privado y eso le había resultado más interesante que el propio muchacho. Unos ocho años después, cuando se había marchado a la universidad, Ethan le había dicho que buscara a su viejo amigo. Ella lo había llamado y se había quedado sorprendida al ver lo entusiasmado que había quedado Tucker ante la idea de volver a verla.

      Le había dado la dirección del complejo industrial junto al aeropuerto de Los Ángeles, y ahora Nevada recordaba lo mucho que la había sorprendido la ubicación. La dirección era la de un edificio casi tan grande como un hangar y lo primero en lo que se fijó al salir de su pequeña camioneta fue en el sonido de la música: un ritmo rock que había hecho que traquetearan las ventanillas.

      Había llamado a la puerta medio abierta, pero nadie había respondido, probablemente porque nadie habría podido oírla. Había empujado la puerta y había entrado.

      Era un lugar enorme con altos techos y, tal vez, unos mil metros cuadrados. Los grandes ventanales dejaban que el sol de Los Ángeles lo iluminara todo, el suelo era de cemento y la música sonaba mucho más fuerte incluso ahí dentro. El bajo hizo que le vibrara el pecho.

      Pero lo que más le llamó la atención fue el andamiaje en el centro de la impresionante sala. Llegaba casi hasta el techo y era una estructura llena de plataformas y barandillas que rodeaba a una gigantesca y retorcida pieza de metal.

      La pieza parecía enroscarse sobre sí misma a la vez que ascendía. Mientras la observaba, tuvo la sensación de que los fragmentos

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