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Como aquellas ruinas, cuyo flanco azota el río Adigio, más acá de Trento, producidas por un terremoto o por falta de base, que desde la cima del monte de donde cayeron hasta la llanura, presentan la roca tan hendida, que ningún paso hallaría el que estuviese sobre ellas, así era la bajada de aquel precipicio; y en el borde de la entreabierta sima estaba tendido el monstruo, oprobio de Creta, que fué concebido por una falsa vaca. Cuando nos vió, se mordió a sí mismo, como aquel a quien abrasa la ira. Gritóle entonces mi Sabio:

      —¿Por ventura crees que esté aquí el rey de Atenas, que allá arriba, en el mundo, te dió la muerte? Aléjate, monstruo; que éste no viene amaestrado por tu hermana, sino con el objeto de contemplar vuestras penas.

      Como el toro que rompe las ligaduras en el momento de recibir el golpe mortal, que huír no puede, pero salta de un lado a otro, lo mismo hizo el Minotauro; y mi prudente Maestro me gritó:

      —Corre hacia el borde; mientras esté furioso, bueno es que desciendas.

      Nos encaminamos por aquel derrumbamiento de piedras, que oscilaban por primera vez bajo el peso de mi cuerpo. Iba yo pensativo; por lo cual me dijo:

      —Acaso piensas en estas ruinas, defendidas por aquella ira bestial, que he disipado. Quiero, pues, que sepas que la otra vez que bajé al profundo Infierno aun no se habían desprendido estas piedras; pero un poco antes (si no estoy equivocado) de que viniese aquél que arrebató a Dite la gran presa del primer círculo, retembló el impuro valle tan profundamente por todos sus ámbitos, que creí ver al universo sintiendo aquel amor, por el cual otros creyeron que el mundo ha vuelto más de una vez a sumirse en el caos; y entonces fué cuando esa antigua roca se destrozó por tan diversas partes. Pero fija tus miradas en el valle; pues ya estamos cerca del río de sangre, en el cual hierve todo el que por medio de la violencia ha hecho daño a los demás.

      ¡Oh ciegos deseos! ¡Oh ira desatentada, que nos aguijonea de tal modo en nuestra corta vida, y así nos sumerge en sangre hirviente por toda una eternidad! Vi un ancho foso en forma circular, como la montaña que rodea toda la llanura, según me había dicho mi Guía, y entre el pie de la roca y este foso corrían en fila muchos centauros armados de saetas, del mismo modo que solían ir a cazar por el mundo. Al vernos descender, se detuvieron, y tres de ellos se separaron de la banda, preparando sus arcos y escogiendo antes sus flechas. Uno de ellos gritó desde lejos:

      —¿Qué tormento os está reservado a vosotros los que bajáis por esa cuesta? Decidlo desde donde estáis, porque si no, disparo mi arco.

      Mi Maestro respondió:

      —Contestaremos a Quirón, cuando estemos cerca. Tus deseos fueron siempre por desgracia muy impetuosos.

      Después me tocó y me dijo:

      —Ese es Neso, el que murió por la hermosa Deyanira, y vengó por sí mismo su muerte; el de enmedio, que inclina la cabeza sobre el pecho, es el gran Quirón, que educó a Aquiles; el otro es el irascible Foló. Alrededor del foso van a millares, atravesando con sus flechas a toda alma que sale de la sangremás de lo que le permiten sus culpas.

      Nos fuimos aproximando a aquellos ágiles monstruos: Quirón cogió una flecha, y con el regatón apartó las barbas hacia detrás de sus quijadas. Cuando se descubrió la enorme boca, dijo a sus compañeros:

      —¿Habéis observado que el de detrás mueve cuanto toca? Los pies de los muertos no suelen hacer eso.

      Y mi buen Maestro, que estaba ya junto a él, y le llegaba al pecho, donde las dos naturalezas se unen, repuso:

      —Está en efecto vivo, y yo sólo debo enseñarle el sombrío valle: viene a él por necesidad, y no por distracción. La que me ha encomendado este nuevo oficio, ha cesado por un momento de cantar "aleluya." No es él un ladrón, ni yo un alma criminal. Pero por aquella virtud que dirige mis pasos en un camino tan salvaje, cédeme uno de los tuyos para que nos acompañe, que nos indique un punto vadeable y lleve a éste sobre sus ancas, pues no es espíritu que vaya por el aire.

      Quirón se volvió hacia la derecha, y dijo a Neso:

      —Vé, guíales; y si tropiezan con algún grupo de los nuestros, haz que les abran paso.

      Nos pusimos en marcha, tan fielmente escoltados, hacia lo largo de las orillas de aquella roja espuma, donde lanzaban horribles gritos los ahogados. Los vi sumergidos hasta las cejas, por lo que el gran Centauro dijo:

      —Esos son los tiranos, que vivieron de sangre y de rapiña. Aquí se lloran las desapiadadas culpas: aquí está Alejandro, y el feroz Dionisio, que tantos años de dolor hizo sufrir a la Sicilia. Aquella frente que tiene el cabello tan negro es la de Azzolino, y la otra que lo tiene rubio es la de Obezzo de Este, que verdaderamente fué asesinado en el mundo por su hijastro.

      Entonces me volví hacia el Poeta, el cual me dijo:

      —Sea éste ahora tu primer guía; yo seré el segundo.

      Algo más lejos se detuvo el Centauro sobre unos condenados, que parecían sacar fuera de aquel hervidero su cabeza hasta la garganta, y nos mostró una sombra que estaba separada de las demás, diciendo:

      Aquél hirió, en recinto sagrado, a un corazón, que aún se ve honrado en las orillas del Támesis.[11]

      Después vi otras sombras que sacaban la cabeza fuera del río, y algunas todo el pecho, y reconocí a muchos de ellos. Como la sangre iba disminuyendo poco a poco, hasta no cubrir más que el pie, vadeamos el foso.

      —Quiero que creas—me dijo el Centauro—que así como ves disminuir la corriente por esta parte, por la otra es su fondo cada vez mayor, hasta que llega a reunirse en aquel punto donde la tiranía está condenada a gemir. Allí es donde la justicia divina ha arrojado a Atila, que fué su azote en la tierra; a Pirro, a Sexto, y eternamente arranca lágrimas, con el hervor de esa sangre, a Renato de Corneto y a Renato Pazzo, que tanto daño causaron en los caminos.

      Dicho esto, se volvió y repasó el vado.

      CANTO DECIMOTERCIO

      NO había llegado aún Neso a la otra parte, cuando penetramos en un bosque, que no estaba surcado por ningún sendero. El follaje no era verde, sino de un color obscuro; las ramas no eran rectas, sino nudosas y entrelazadas; no había frutas, sino espinas venenosas. No son tan ásperas y espesas las selvas donde moran las fieras, que aborrecen los sitios cultivados

      entre el Cecina y Corneto. Allí anidan las brutales Arpías, que arrojaron a los Troyanos de las Estrofades con el triste presagio de un mal futuro. Tienen alas anchas, cuellos y rostros humanos, pies con garras, y el vientre cubierto de plumas: subidas en los árboles, lanzan extraños lamentos.

      Mi buen Maestro empezó a decirme:

      —Antes de avanzar más, debes saber que te encuentras en el segundo recinto, por el cual continuarás hasta que llegues a los terribles arenales. Por tanto, mira con atención; y de este modo verás cosas, que darán testimonio de mis palabras.

      Por todas partes oía yo gemidos, sin ver a nadie que los exhalara; por eso me detuve todo atemorizado. Creo que él creyó que yo creía que aquellas voces eran de gente que se ocultaba de nosotros entre la espesura; y así me dijo mi Maestro:

      —Si rompes cualquier ramita de una de esas plantas, verás trocarse tus pensamientos.

      Entonces extendí la mano hacia delante, cogí una ramita de un gran endrino, y su tronco exclamó:

      —¿Por qué me tronchas?

      Inmediatamente se tiñó de sangre, y volvió a exclamar:

      —¿Por qué me desgarras? ¿No tienes ningún sentimiento de piedad? Hombres fuimos, y ahora estamos convertidos en troncos: tu mano debería haber sido más piadosa, aunque fuéramos almas de serpientes.

      Cual de verde tizón que, encendido por uno de sus extremos, gotea y chilla por el otro, a causa del aire que le atraviesa, así salían de aquel tronco palabras y sangre juntamente; lo que me hizo dejar caer la rama, y detenerme como hombre acobardado.

      —Alma

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