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descendí del primer círculo al segundo, que contiene menos espacio, pero mucho más dolor, y dolor punzante, que origina desgarradores gritos. Allí estaba el horrible Minos que, rechinando los dientes, examina las culpas de los que entran; juzga y da a comprender sus órdenes por medio de las vueltas de su cola. Es decir, que cuando se presenta ante él un alma pecadora, y le confiesa todas sus culpas, aquel gran conocedor de los pecados ve qué lugar del infierno debe ocupar y se lo designa, ciñéndose al cuerpo la cola tantas veces cuantas sea el número del círculo a que debe ser enviada. Ante él están siempre muchas almas, acudiendo por turno para ser juzgadas; hablan y escuchan, y después son arrojadas al abismo.

      —¡Oh, tú, que vienes a la mansión del dolor!—me gritó Minos cuando me vió, suspendiendo sus terribles funciones—; mira cómo entras y de quién te fías: no te alucine lo anchuroso de la entrada.

      Entonces mi guía le preguntó:

      —¿Por qué gritas? No te opongas a su viaje ordenado por el destino: así lo han dispuesto allí donde se puede lo que se quiere; y no preguntes más.

      Empezaron a dejarse oír voces plañideras: y llegué a un sitio donde hirieron mis oídos grandes lamentos. Entrábamos en un lugar que carecía de luz, y que rugía como el mar tempestuoso cuando está combatido por vientos contrarios. La tromba infernal, que no se detiene nunca, envuelve en su torbellino a los espíritus; les hace dar vueltas continuamente, y les agita y les molesta: cuando se encuentran ante la ruinosa valla que los encierra, allí son los gritos, los llantos y los lamentos, y las blasfemias contra la virtud divina. Supe que estaban condenados a semejante tormento los pecadores carnales que sometieron la razón a sus lascivos apetitos; y así como los estorninos vuelan en grandes y compactas bandadas en la estación de los fríos, así aquel torbellino arrastra a los espíritus malvados llevándolos de acá para allá, de arriba abajo, sin que abriguen nunca la esperanza de tener un momento de reposo, ni de que su pena se aminore. Y del mismo modo que las grullas van lanzando sus tristes acentos, formando todas una prolongada hilera en el aire, así también vi venir, exhalando gemidos, a las sombras arrastradas por aquella tromba. Por lo cual pregunté:

      —Maestro, ¿qué almas son ésas a quienes de tal suerte castiga ese aire negro?

      —La primera de ésas, de quienes deseas noticias—me dijo entonces—, fué emperatriz de una multitud de pueblos donde se hablaban diferentes lenguas, y tan dada al vicio de la lujuria, que permitió en sus leyes todo lo que excitaba el placer, para ocultar de este modo la abyección en que vivía. Es Semíramis, de quien se lee que sucedió a Nino y fué su esposa y reinó en la tierra en donde impera el Sultán. La otra es la que se mató por amor y quebrantó la fe prometida a las cenizas de Siqueo. Después sigue la lasciva Cleopatra. Ve también a Helena, que dió lugar a tan funestos tiempos; y ve al gran Aquiles, que al fin tuvo que combatir por el amor. Ve a París y a Tristán....

      Y a más de mil sombras me fué enseñando y designando con el dedo, a quienes Amor había hecho salir de esta vida. Cuando oí a mi sabio nombrar las antiguas damas y los caballeros, me sentí dominado por la piedad y quedé como aturdido. Empecé a decir:

      —Poeta, quisiera hablar a aquellas dos almas que van juntas y parecen más ligeras que las otras impelidas por el viento.

      Y él me contestó:

      —Espera que estén más cerca de nosotros: y entonces ruégales, por el amor que las conduce, que se dirijan hacia ti.

      Tan pronto como el viento las impulsó hacia nosotros, alcé la voz diciendo:

      —¡Oh almas atormentadas!, venid a hablarnos, si otro no se opone a ello.

      Así como dos palomas, excitadas por sus deseos, se dirigen con las alas abiertas y firmes hacia el dulce nido, llevadas en el aire por una misma voluntad, así salieron aquellas dos almas de entre la multitud donde estaba Dido, dirigiéndose hacia nosotros a través del aire malsano, atraídas por mi eficaz y afectuoso llamamiento.

      —¡Oh sér gracioso y benigno, que vienes a visitar enmedio de este aire negruzco a los que hemos teñido el mundo de sangre! Si fuéramos amados por el Rey del universo, le rogaríamos por tu tranquilidad, ya que te compadeces de nuestro acerbo dolor. Todo lo que te agrade oír y decir, te lo diremos y escucharemos con gusto mientras que siga el viento tan tranquilo como ahora. La tierra donde nací está situada en la costa donde desemboca el Po con todos sus afluentes para descansar en el mar. Amor, que se apodera pronto de un corazón gentil, hizo que éste se prendara de aquel hermoso cuerpo que me fué arrebatado de un modo que aún me atormenta. Amor, que no dispensa de amar al que es amado, hizo que me entregara vivamente al placer de que se embriagaba éste, que, como ves, no me abandona nunca. Amor nos condujo a la misma muerte. Caína[7] espera al que nos arrancó la vida.

      Tales fueron las palabras de las dos sombras. Al oír a aquellas almas atormentadas, bajé la cabeza y la tuve inclinada tanto tiempo, que el poeta me dijo:

      —¿En qué piensas?

      —¡Ah!—exclamé al contestarle—; ¡cuán dulces pensamientos, cuántos deseos les han conducido a doloroso tránsito!

      Después me dirigí hacia ellos, diciéndoles:

      —Francisca, tus desgracias me hacen derramar tristes y compasivas lágrimas. Pero dime: en tiempo de los dulces suspiros ¿cómo os permitió Amor conocer vuestros secretos deseos?

      Ella me contestó:

      —No hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria; y eso lo sabe bien tu Maestro. Pero si tienes tanto deseo de conocer cuál fué el principal origen de nuestro amor, haré como el que habla y llora a la vez. Leíamos un día por pasatiempo las aventuras de Lancelote, y de qué modo cayó en las redes del Amor: estábamos solos y sin abrigar sospecha alguna. Aquella lectura hizo que nuestros ojos se buscaran muchas veces y que palideciera nuestro semblante; mas un solo pasaje fué el que decidió de nosotros. Cuando leímos que la deseada sonrisa de la amada fué interrumpida por el beso del amante, éste, que jamás se ha de separar de mí, me besó tembloroso en la boca: el libro y quien lo escribió fué para nosotros otro Galeoto; aquel día ya no leímos más.

      Mientras que un alma decía esto, la otra lloraba de tal modo, que, movido de compasión, desfallecí como si me muriera, y caí como cae un cuerpo inanimado.

      CANTO SEXTO

      EL recobrar los sentidos, que perdí por la tristeza y la compasión que me causó la suerte de los dos cuñados, vi en derredor mío nuevos tormentos y nuevas almas atormentadas doquier iba y doquier me volvía o miraba. Me encuentro en el tercer círculo; en el de la lluvia eterna, maldita, fría y densa, que cae siempre igualmente copiosa y con la misma fuerza.

      Espesos granizos, agua negruzca y nieve descienden en turbión a través de las tinieblas; la tierra, al recibirlos, exhala un olor pestífero. Cerbero, fiera cruel y monstruosa, ladra con sus tres fauces de perro contra los condenados que están allí sumergidos. Tiene los ojos rojos, los pelos negros y cerdosos, el vientre ancho y las patas guarnecidas de uñas que clava en los espíritus, les desgarra la piel y les descuartiza. La lluvia les hace aullar como perros; los miserables condenados forman entre sí una muralla con sus costados y se revuelven sin cesar. Cuando nos descubrió Cerbero, el gran gusano abrió las bocas enseñándonos sus colmillos; todos sus miembros estaban agitados. Entonces mi guía extendió las manos, cogió tierra, y la arrojó a puñados en las fauces ávidas de la fiera. Y del mismo modo que un perro se deshace ladrando al tener hambre, y se apacigua cuando muerde su presa, ocupado tan sólo en devorarla, así también el demonio Cerbero cerró sus impuras bocas, cuyos ladridos causaban tal aturdimiento a las almas que quisieran quedarse sordas. Pasamos por encima de las sombras derribadas por la incesante lluvia, poniendo nuestros pies sobre sus fantasmas, que parecían cuerpos humanos. Todas yacían por el suelo, excepto una que se levantó con presteza para sentarse, cuando nos vió pasar ante ella.

      —¡Oh, tú, que has venido a este Infierno!—me dijo—; reconóceme si puedes. Tú fuiste hecho, antes que yo deshecho.

      Yo le contesté:

      —La

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