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puedas volver al dulce mundo, ¿por qué causa es ese pueblo tan desapiadado con los míos en todas sus leyes?

      A lo cual le contesté:

      —El destrozo y la gran matanza que enrojeció el Arbia excita tales discursos en nuestro templo.

      Entonces movió la cabeza suspirando, y después dijo:

      —No estaba yo allí solo; y en verdad, no sin razón me encontré en aquel sitio con los demás; pero sí fuí el único que, cuando se trató de destruir a Florencia, la defendí resueltamente.

      —¡Ah!—le contesté—; ¡ojalá vuestra descendencia tenga paz y reposo! Pero os ruego que deshagáis el nudo que ha enmarañado mi pensamiento. Me parece, por lo que he oído, que prevéis lo que el tiempo ha de traer, a pesar de que os suceda lo contrario con respecto a lo presente.

      —Nosotros—dijo—somos como los que tienen la vista cansada, que vemos las cosas distantes, gracias a una luz con que nos ilumina el Guía soberano.

      Cuando las cosas están próximas o existen, nuestra inteligencia es vana, y si otro no nos lo cuenta, nada sabemos de los sucesos humanos; por lo cual puedes comprender que toda nuestra inteligencia morirá el día en que se cierre la puerta del porvenir.

      —Decid a ese que acaba de caer, que su hijo está aún entre los vivos. Si antes no le respondí, hacedle saber que lo hice porque estaba distraído con la duda que habéis aclarado.

      Mi Maestro me llamaba ya, por cuya razón rogué más solícitamente al espíritu que me dijera quién estaba con él.

      —Estoy tendido entre más de mil—me respondió—; ahí dentro están el segundo Federico y el Cardenal.[10] En cuanto a los demás, me callo.

      Se ocultó después de decir esto, y yo dirigí mis pasos hacia el antiguo poeta, pensando en aquellas palabras que me parecían amenazadoras. Se puso en marcha, y mientras caminábamos, me dijo:

      —¿Por qué estás tan turbado? Y cuando satisfice su pregunta:

      —Conserva en tu memoria lo que has oído contra ti—me ordenó aquel sabio

      —; y ahora estáme atento.

      Y levantando el dedo, prosiguió:

      —Cuando estés ante la dulce mirada de aquella cuyos bellos ojos lo ven todo, conocerás el porvenir que te espera.

      En seguida se dirigió hacia la izquierda. Dejamos las murallas y fuimos hacia el centro de la ciudad, por un sendero que conduce a un valle, el cual exhalaba un hedor insoportable.

      CANTO UNDECIMO

      A la extremidad de un alto promontorio, formado por grandes piedras rotas y acumuladas en círculo, llegamos hasta un montón de espíritus más cruelmente atormentados. Allí, para preservarnos de las horribles emanaciones y de la fetidez que despedía el profundo abismo, nos pusimos al abrigo de la losa de un gran sepulcro, donde vi una inscripción que decía:

      "Encierro al papa Anastasio, a quien Fotino arrastró lejos del camino recto."

      —Es preciso que descendamos por aquí lentamente, a fin de acostumbrar de antemano nuestros sentidos a este triste hedor, y después no tendremos necesidad de precavernos de él.

      Así habló mi Maestro, y yo le dije:

      —Busca algún recurso para que no perdamos el tiempo inútilmente. A lo que me respondió:

      —Ya ves que en ello pienso. Hijo mío—continuó—, en medio de estas rocas hay tres círculos, que se estrechan gradualmente como los que has dejado:

      todos están llenos de espíritus malditos; mas para que después te baste con sólo verlos, oye cómo y por qué están aquí encerrados. La injuria es el fin de toda maldad que se atrae el odio del cielo, y se llega a este fin, que redunda en perjuicio de otros, bien por medio de la violencia, o bien por medio del fraude. Pero como el fraude es una maldad propia del hombre, por eso es más desagradable a los ojos de Dios, y por esta razón los fraudulentos están debajo, entregados a un dolor más vivo. Todo el primer círculo lo ocupan los violentos, círculo que está además construído y dividido en tres recintos; porque puede cometerse violencia contra tres clases de seres: contra Dios, contra sí mismo y contra el prójimo; y no sólo contra sus personas, sino también contra sus bienes, como lo comprenderás por estas claras razones. Se comete violencia contra el prójimo dándole la muerte o causándole heridas dolorosas; y contra sus bienes, por medio de la ruina, del incendio o de los latrocinios. De aquí resulta que los homicidas, los que causan heridas, los incendiarios y los ladrones están atormentados sucesivamente en el primer recinto. Un hombre puede haber dirigido su mano violenta contra sí mismo o contra sus bienes: justo es, pues, que purgue su culpa en el segundo recinto, sin esperar tampoco mejor suerte aquel que por su propia voluntad se priva de vuestro mundo, juega, disipa sus bienes o llora donde debía haber estado alegre y gozoso. Puede cometer violencia contra la Divinidad el que reniega de ella y blasfema con el corazón, y el que desprecia la Naturaleza y sus bondades. He aquí por qué el recinto más pequeño marca con su fuego a Sodoma y a Cahors, y a todo el que, despreciando a Dios, le injuria sin hablar, desde el fondo de su corazón. El hombre puede emplear el fraude que produce remordimientos en todas las conciencias, ya con el que de él se fía, ya también con el que desconfía de él. Este último modo de usar del fraude parece que sólo quebranta los vínculos de amor, que forma la Naturaleza; por esta causa están encadenados en el segundo recinto los hipócritas, los aduladores, los hechiceros, los falsarios, los ladrones, los simoníacos, los rufianes, los barateros y todos los que se han manchado con semejantes e inmundos vicios. Por el primer fraude no sólo se olvida el amor que establece la Naturaleza, sino también el sentimiento que le sigue, y de donde nace la confianza: he aquí por qué, en el círculo menor, donde está el centro de la Tierra y donde se halla el asiento de Dite, yace eternamente atormentado todo aquel que ha cometido traición.

      Le dije entonces:

      —Maestro, tus razones son muy claras, y bien me dan a conocer, por medio de tales divisiones, ese abismo y la muchedumbre que le habita; pero dime: los que están arrojados en aquella laguna cenagosa, los que agita el viento sin cesar, los que azota la lluvia, y los que chocan entre sí lanzando tan estridentes gritos, ¿por qué no son castigados en la ciudad del fuego, si se han atraído la cólera de Dios? Y si no se la han atraído, ¿por qué se ven atormentados de tal suerte?

      Me contestó:

      —¿Por qué tu ingenio, contra su costumbre, delira tanto ahora?, ¿o es que tienes el pensamiento en otra parte? ¿No te acuerdas de aquellas palabras de la Etica, que has estudiado, en las que se trata de las tres inclinaciones que el Cielo reprueba: la incontinencia, la malicia y la loca bestialidad, y de qué modo la incontinencia ofende menos a Dios y produce menor censura? Si examinas bien esta sentencia, acordándote de los que sufren su castigo fuera de aquí, conocerás por qué están separados de esos felones, y por qué los atormenta la justicia divina, a pesar de demostrarse con ellos menos ofendida.

      —¡Oh Sol, que sanas toda vista conturbada!—exclamé—: tal contento me das cuando desarrollas tus ideas, que sólo por eso me es tan grato dudar como saber. Vuelve atrás un momento, y explícame de qué modo ofende la usura a la bondad divina: desvanece esta duda.

      —La filosofía—me contestó—enseña en más de un punto al que la estudia, que la Naturaleza tiene su origen en la Inteligencia divina y en su arte; y si consultas bien tu Física, encontrarás, sin necesidad de hojear muchas páginas, que el arte humano sigue cuanto puede a la Naturaleza, como el discípulo a su maestro; de modo que aquél es casi nieto de Dios. Partiendo, pues, de estos principios, sabrás si recuerdas bien el Génesis, que es conveniente sacar de la vida la mayor utilidad, y multiplicar el género humano. El usurero sigue otra vía; desprecia a la naturaleza y a su secuaz, y coloca su esperanza en otra parte. Ahora sígueme; que me place avanzar. Los peces suben ya por el horizonte; el carro se ve hacia aquel punto donde expira Coro, y lejos de aquí el alto promontorio parece que desciende.

      CANTO DUODECIMO

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