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moviéndose por las pautas rancias inculcadas por su familia.

      No se había equivocado sobre las preferencias sexuales de la empleada de la copistería, lo que quizás podía haber interpretado como un triunfo de su sentido común si fuese una persona más optimista, pero todavía seguía pesando antes de su encuentro en la cafetería la contestación huraña del sábado, ya que Tere apenas tenía habilidad para contemporizar ese tipo de situaciones; y lo que la derrotaba definitivamente era esa novia surgida de no sabía dónde dejando claras sus propiedades, pues eso había parecido al introducirse en la conversación.

      Por otro lado, la interina municipal siempre había mostrado una peligrosa tendencia a la infravaloración propia, y el resto de la tarde y la noche siguientes a ese encuentro estuvo castigándose con la repetición compulsiva de sus palabras como ejemplo específico de la mayor estupidez. Definitivamente, sentía que si en algún absurdo momento podía haber existido una oportunidad ínfima con quien invadía sus sueños y sus recuerdos, la había desaprovechado esa infausta tarde con su parloteo idiota. Presentía que sus lágrimas eran el único atisbo de líquido que iba a quedar en un corazón ya de la textura de cualquier piedra del desierto, y ese triste órgano debería ser arrastrado quizás en lo que quedase de una vida compuesta de expedientes de enterramiento, sesiones de aeróbic tres veces por semana, charlas intrascendentes con gente generosamente clasificada como amiga, reuniones familiares cada vez más espaciadas con unos padres cada vez más extraños y, finalmente, en treinta o cuarenta años, una cama en un geriátrico donde moriría sola y desconocida (el ánimo sombrío permite hacer esas predicciones tan demoledoras). Su llanto se duplicó ante esa conclusión y solo paró cuando, por tanto esfuerzo, quedó dormida frente a la página en blanco de Word. Otra pena más: ni siquiera esas frustraciones podía verter en una redacción concreta y, por lo menos, transformarlas en poesía o cuento. También empezaba a vislumbrar la terrible posibilidad de que la literatura no fuese lo suyo, y la sensación de una última luz que se apagaba en la oscuridad más espesa le provocó un escalofrío.

      El reparto de periódicos de ese día iba a ir lastrado de un incómodo malhumor. Gaby y ella habían discutido la noche anterior por su reticencia a acompañarla hasta Madrid en lo que aquella interpretaba como unas románticas minivacaciones, pero que Alba imaginaba como la espera angustiada de un complicado examen con toda la cohorte de nervios, repaso histérico de temario e incluso llantinas incontrolables y, de forma muy egoísta, no estaba dispuesta a aguantar todo ese muestrario anímico de su novia/novieta/amiga/rollo/lo-que-sea, pues bastante tenía con sus propios problemas (idea muy injusta y también enormemente inexacta, pero que a ella le servía de sobra para dar por buena su reacción). Terminó por convencerse de que el asunto no tenía la mayor importancia, amparada en el hecho innegable del buen carácter de Gaby, y se prometió hacer las paces mediante la fórmula magistral: un ramo de flores, o cualquier otro regalo cursi, algún local de copas bonito y un polvo parsimonioso. Realmente, Gaby era de las mejores relaciones que se podían tener. Con esa ocurrencia se encontró mejor y subió las escaleras de aquella casa de dos en dos, impulsada por el optimismo que las soluciones fáciles suelen provocar.

      La vieja le abrió la puerta en un mar de lágrimas. Quería limitarse a dejarle el periódico, pero la anciana la agarró por el hombro y la empujó al interior entre nuevos sollozos.

      —Pasa, hija, pasa.

      —¿Qué ha ocurrido? —preguntó Alba asustada.

      —Mi hijo, qué desgracia… Anda, ven a la cocina, que se me enfría la leche.

      Alba tuvo la ocurrencia de que aquella mujer era simplemente un gigantesco estómago con carcasa humana, pues solo así se explicaba su continuo interés por el desayuno en un momento en que a su retoño debía de haberle sucedido algo muy grave.

      —¿Qué ha pasado? —repitió cuando, ya en la mesa, la anciana desmigajó pan de bolla en el tazón y empezó a comer las sopas a grandes cucharadas entre nuevas descargas de sollozos—. Bueno, ¿me va a contar lo que ha pasado o no? —insistió Alba.

      —Se lo han llevado —explicó por fin la anciana con la boca llena entre cucharada y cucharada—. Ya les tardaba a esos cabrones desde la última vez. Los muy hijos de puta, en medio de la noche, como vampiros…

      La vieja quedó de repente en silencio y Alba especuló estúpidamente con lo que estaría pensando. Solo al verla amoratarse y notar espantada cómo sus crecientes toses se volvían convulsas comprendió que se estaba ahogando, seguramente con uno de los reblandecidos trozos de pan.

      —Oiga, ¿se encuentra bien? —la anciana solo pudo escupir unas cuantas migas mientras luchaba por sus últimas boqueadas de aire y Alba le dio un par de golpes en la espalda tal y como tantas otras veces habían hecho con ella cuando se había atragantado, pero aquel caso era mucho más grave y la anciana de repente calló todos sus ruidos y se derrumbó de bruces sobre el tazón, que se partió bajo el peso de su cara. Quedó tendida bocabajo sobre la mesa entre los fragmentos del recipiente, la leche con una leve tintura de sangre y las migas medio deshechas.

      —Ay, Dios —masculló Alba buscándole el pulso en el cuello. No sabía si era por los nervios, por su desconocimiento o por la simple verdad atroz, pero en aquella región de piel cada vez más fría no se notaba ningún latido—. Una ambulancia —decidió de repente y echó mano a su móvil, pero aquella maravilla tecnológica sufría el mismo mal que los restantes aparatos de ese operador de telefonía en la Ciudad Vieja: no tenía cobertura, y los nervios antedichos le impedían recordar la posibilidad de hacer llamadas de emergencia por el aparato incluso en esa situación. Debería llamar desde un teléfono fijo, por tanto, y empezó a buscar uno, toda vez que en la cocina no había.

      Estaba tan alterada que tuvo que dar dos vueltas a la casa hasta que por fin se percató de que en la sala esperaba uno viejo sobre una mesita. En el umbral de esa habitación quedó paralizada. El busto de Franco que presidía la estancia parecía mirarla de lado, como si estuviese espiando sus movimientos desde la peana de imitación de mármol donde se sujetaba. Alba giró la cabeza y vio una vez más a la vieja en la mesa de la cocina: era la clara demostración de la muerte súbita e inevitable. Sus palpitaciones entonces empezaron a normalizarse y en su siguiente paso ya estaba completamente serena y con una clara idea de lo que debía hacer.

      Las cosas corrieron mejor que bien en los dos siguientes días, incluida su reconciliación a lo grande con Gaby. Esta se había acercado llorosa hasta su estudio menos de cuarenta y ocho horas después de la discusión, angustiada por tantos miles de minutos de hostilidades con quien ella consideraba el amor de su vida (y esas palabras las había dicho sin vacilación ante una asombrada Alba, incapaz de comprender tal generosidad sentimental de aquella a la que nunca se le habían creado grandes expectativas en ese apartado). Finalmente, y tras unos pequeños prolegómenos de besuqueos modosos, resolvieron la cosa con nuevas sesiones de sexo de escándalo que hicieron subir a un ruborizadísimo empleado de la oficina del piso inferior a protestar por un estruendo que les estaba espantando a la clientela.

      Lo más extraordinario de todo era que ya tenía muy claro lo que había que hacer y eso la hacía sentirse feliz como nunca en su vida, con esa dicha exclusiva que únicamente dan las mejores ilusiones, solo que el azar aún tardó otro día en servirle en bandeja su oportunidad, justo cuando empezaba a pensar que no todo iba a salir a la primera: la pesada pasó frente a la tienda, aunque, en esa ocasión, no entró. Por el contrario, pareció que aceleraba el paso frente al escaparate, como si quisiese alejarse de allí cuanto antes. Alba dejó lo que tenía entre manos y salió a la calle de un salto tras echar de cualquier manera el cierre al establecimiento. Creyó haberla perdido de vista y maldijo su suerte, aunque, finalmente, su rápido barrido visual sobre la calle le permitió distinguirla parada en el semáforo. Corrió hacia allí gritando diversos «eh» para llamar su atención, pero la pesada parecía no darse cuenta. Alba comprendió entonces que, pese a todo el tiempo que llevaba acudiendo a la tienda, nunca le había preguntado su nombre porque, realmente, nunca hasta ese preciso instante le había interesado en absoluto. Iba a cruzar y entonces ya no habría nada que hacer, así que decidió ensayar el único vocativo que en aquellos momentos parecía posible.

      —Eh, tú, la escritora —gritó

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